Pablo Fernández Albaladejo
Pablo Fernández Albaladejo
Pablo Fernández Albaladejo (Alhucemas, Marruecos, 1946). Licenciado en Geografía e Historia por la Universidad de Salamanca (1969) y doctor en Historia por la Universidad Autónoma de Madrid (1974) con su tesis sobre La crisis del Antiguo Régimen en Guipúzcoa (1766-1833) (publicada en 1975). Discípulo de Miguel Artola. Trabaja sobre historia política y constitucional del Antiguo Régimen, campo en el que cuenta con una amplia serie de publicaciones. Actualmente se ocupa de las relaciones entre historiografía e identidad en la España moderna. Es autor de Fragmentos de Monarquía Trabajos de historia política (1992), así como coordinador y editor de Los Borbones. Dinastía y memoria de nación en la España del siglo XVIII (2002) y de Fénix de España. Modernidad y cultura propia en la España del siglo XVIII (1737-1766) (2006). En 2007 publicó Materia de España. Cultura política e identidad en la España moderna y, en 2009, La crisis de la Monarquía. En el año 2010 le fue concedido el Premio Nacional de Historia.
MH. Tras recibir el Premio Nacional de Historia de 2010 por su obra “La crisis de la Monarquía” afirmaba Vd. que había llevado a cabo un «ajuste de cuentas con la historiografía» y tratado de modificar el «enfoque pesimista» que existía en España sobre el siglo XVII. ¿Hemos superado ya el derrotismo retrospectivo en nuestra Historia?
R. Si no recuerdo mal, el ajuste de cuentas al que me refería intentaba poner de manifiesto la importancia del momento europeo (fines del XVII, primera mitad del XVIII) en el que materialmente se construyó esa imagen de España. Había naturalmente una lectura previa y crítica del pasado propio efectuada por el arbitrismo, pero sobre ella se solapó una lectura en clave eurocivilizatoria, con un lenguaje distinto y que se pretendía portador de una modernidad de la que España quedaba al margen o, todo lo más, en una posición tutelada. La convergencia de ambos procesos (y obviamente de los acontecimientos posteriores) fue determinante en la construcción de ese pesimismo retrospectivo al que Vd. se refiere. Los acuerdos de Maastricht pueden considerarse como la cancelación formal y solemne -la cancelación europea- de esa perspectiva, independientemente de que desde tiempo atrás la realidad -y la propia actividad historiográfica- hubiesen arrinconado ya ese tipo de lecturas autodestructivas.
MH. Reseñábamos hace poco en Metahistoria el libro El archiduque Alberto. Piedad y política dinástica durante las guerras de religión, de Luc Duerloo, en el que afirma lo siguiente: “Para los holandeses la Guerra de los 80 años sigue constituyen en gran medida la épica fundacional de su nación, […]. Por su parte, los españoles interpretan tradicionalmente la guerra como la decadencia de su grandeza […]. El hecho de que muchos historiadores belgas sigan interpretando aquella época en términos de una libertad y prosperidad destruidas por el fanatismo religioso demuestra el impacto de la propaganda holandesa. De manera similar, la historiografía alemana y checa se han apropiado de la Guerra de los Treinta Años para explicar el tardío despertar nacional […]”. ¿Tan difícil es que los historiadores logren sustraerse a su genética?
R. No he podido leer todavía el libro de Duerloo, pero es evidente que a pesar de la irrupción de nuevas perspectivas historiográficas dominadas por una mirada global, por la construcción de “historias conectadas” y por dinámicas “transversales” y “excéntricas”, por la irrupción de las cuestiones de raza, género, minorías, o pasados de imperio, por las exigencias de la debida contextualización del relato…, a pesar de todo ello, los prejuicios nacionalistas siguen haciéndose notar. Se mantiene todavía una tendencia a contemplar la nación del Antiguo Régimen en clave nacionalista, de acuerdo con las características de un tiempo posterior, atribuyéndosele un protagonismo político que en modo alguno se corresponde con el que le asignaba la cultura jurídica y política de la Edad Moderna. El sentimiento nacionista que se puede constatar en esa primera fase era básicamente cultural, podía arropar sentimientos de identificación y movilización, pero ajenos por completo a la revolución conceptual que alimentó el omnipotente nacionalismo político puesto en marcha por la revolución liberal burguesa. La reciente e inteligente llamada de atención de John Elliott (Haciendo historia) es una demostración de los riesgos a los que puede llevar ese tipo de planteamientos. Creo que los historiadores jóvenes deberían tener siempre muy a la vista esas enseñanzas.
MH. Utilizaba Vd. la expresión “Siameses unidos por la espalda” para referirse a la memoria compartida de dos monarquías, la hispana y la portuguesa. Lo hacía en un artículo que citaba igualmente, entre otros, al historiador portugués Antonio Manuel Hespanha. ¿Convergen las perspectivas historiográficas de los dos países en relación con los siglos XVI y XVII?
R. A decir verdad la expresión es de Ignacio Carrión en un perceptivo artículo (El País, 2002) sobre la evolución de las relaciones entre Portugal y España. La convergencia es evidente y, como se apunta en la pregunta, debe de entenderse en clave historiográfica. Antonio Manuel Hespanha fue el gran impulsor y animador de esa convergencia, materializada en el congreso sobre Arqueología del Estado que tuvo lugar en Lisboa en 1988. Como indica el propio título del encuentro, el supuesto de partida de esa convergencia fue la necesidad de llevar a cabo -retomando la expresión del principio- un cierto ajuste de cuentas con una historia política que aparecía dominada por el relato estatal construido por la historiografía nacionalista del siglo XIX. Fue una delicada operación de rehabilitación y contextualización de aquella cultura política que había precedido al imaginario político de la revolución liberal-burguesa. Las Visperas del Leviatán (1986), del propio Hespanha, constituye probablemente la obra más representativa en este sentido. En la actualidad el impulso convergente mantiene su intensidad, materializándose en la serie de encuentros y publicaciones conjuntas que habitualmente se efectúan entre historiadores de uno y otro lado de la raya.
MH. Durante los últimos años los trabajos históricos parecen –al menos, si atendemos a ciertos proyectos conjuntos y a determinados encuentros– haber tomado en cuenta la globalización como objeto de estudio, también para la Edad Moderna. ¿Estamos en lo cierto o subsisten, preferentemente, los enfoques nacionales más “clásicos”?
R. Creo que las consideraciones de la tercera pregunta son válidas también para este caso. Subsisten los enfoques nacionales pero creo que su peso específico y su relevancia en el conjunto de la actividad historiográfica es menor. En todo caso no hay que perder de vista que la incorporación de esas nuevas formas de enfoque histórico corren el riesgo de perderse en manifestaciones más voluntaristas que efectivas. Cualquiera de las opciones que se adopten requieren tiempo de lectura y asimilación, de discusión y contraste de resultados. La historia global es un territorio incierto, donde parece caber todo y donde por lo mismo podemos caer en una especie de mística de la globalización como alternativa a la vieja historia. Hay mucho trabajo por delante.
MH. Volviendo a la Monarquía hispana durante los siglos XVI y XVII. Si es que se puede hablar así, y posiblemente pecamos de no poca generalidad, ¿cuál fue en definitiva el saldo de la “política de engrandecimiento dinástico” y su “secuela de conflictos”?
R. Creo que la evaluación del saldo no depende tanto de la política de engrandecimiento cuanto de los medios que se adoptaron para llevarla a cabo y de cómo se negociaron. La política de engrandecimiento dinástico es consustancial a todas las monarquías del Antiguo Régimen, pero su desenlace varió de unos países a otros. En el caso de la monarquía de España cabe hablar si se quiere de una “decadencia” como saldo, pero el término asume a veces un carácter catastrófico y general que lo inhabilita como propuesta general. He insistido por eso en la operatividad del término resiliencia (puesto en boga entre nosotros por R. Storrs) por parecerme que incorpora procesos de regresión con dinámicas de cambio, que evita por lo mismo una lectura unidireccional de las cosas y, en última instancia, obliga a la búsqueda de interpretaciones más matizadas. Después de todo y como –de nuevo– ya advirtiera Elliott (Richelieu y Olivares), el desenlace en términos de éxito o fracaso pende en muchos casos de un hilo. Y obliga por lo mismo a una lectura menos complaciente de la historiografía, tanto de la que se ha complacido en presentar una dinámica triunfalista como de la que se recreado en relatar un castigo merecido.
MH. ¿El proceso de “confesionalización” de la Monarquía española (Su Majestad Católica) en aquellos siglos fue original o, por el contrario, obedecía, como en el resto de Europa, a la misma concepción de la religión como instrumentum regni?
R. Los dos procesos que Vd. menciona son distintos. La consideración de la religión como instrumentum regni fue expuesta magistralmente por Maquiavelo y posteriormente, entre otros, por el propio Richelieu. La confesionalización es una cuestión distinta, vinculada al ámbito continental europeo donde se asentó el protestantismo. Es una propuesta relativamente reciente de la historiografía alemana que enfatiza la importancia de la religión practicada por las confesiones protestantes como elemento de disciplinamiento social y orden político. Como el motor en última instancia de un silencioso proceso de modernización política apenas atendido por la historiografía. Hoy en día constituye una exitosa orientación metodológica que, como sucede con frecuencia, se ha convertido en una especie de referencia obligada fuera también del ámbito cultural originario. El estudio de la Monarquía de España ofrece interesantes perspectivas en este sentido, si bien debe ser considerado no tanto como un caso más subsumido dentro de una de una dinámica general de confesionalización. Religión y política se entrecruzan aquí de una manera peculiar, constituyen un modelo distinto, más precoz en el tiempo y con rasgos propios. También en este caso hay bastante tarea por hacer.
MH. Las relaciones con el Papado y con los reyes de Francia y de Inglaterra, los lazos dinásticos con los Habsburgo, la herencia borgoñona y el avispero de Flandes, la presencia española en Italia: ¿a cuál de estos aspectos de nuestra historia europea habría que prestar aun mayor atención?
R. Yo creo que a todos ellos, dependiendo del atractivo que ejerzan para cada historiador. En este sentido es difícil establecer un baremo de importancia y, en todo caso, la importancia que se le pueda conceder dependerá de la capacidad y de la imaginación del propio historiador a la hora de realizar su investigación.
MH. En su trabajo Common Souls, Autonomous Bodies: the Language of Unification Under the Catholic Monarchy 1590-1630 citaba Vd. la obra de Juan de Palafox Diálogo político del Estado de Alemania y comparación de España con las demás naciones. La conclusión de Palafox era que España, a diferencia de estas otras naciones, podía considerarse afortunada por tener un mismo credo, un mismo rey y unas mismas leyes. ¿Realmente se produjo, en lo sustancial, aquella unificación o era tan sólo una apariencia, vistas las peculiaridades de los diferentes reinos?
R. Las consideraciones de Palafox se sitúan dentro del momento unionista e integrador que, con sus lógicas diferencias, recorre a las monarquías europeas en la primera mitad del siglo XVII. Es la constatación de que las formaciones políticas no pueden seguir gestionándose a partir de una tecnología de poder heredada de la Edad Media. La “unión de almas” de los reinos de Inglaterra y Escocia propuesta por Jacobo I ante el Parlamento de Londres constataba la necesidad de consolidar un reino unido de la Gran Bretaña capaz de enfrentar los desafíos de un escenario político que se insinuaba ya como “global”. La propuesta de Palafox incluía y aceptaba esa exigencia, sólo que a diferencia de lo que Olivares proponía pensaba que la unión podía sacarse adelante sin realizar modificaciones en las relaciones de la monarquía con los territorios. Bastaba con reforzar aquellos elementos que como la religión, la dinastía o las leyes (es decir, de aquellas leyes de ámbito general que sustentaban principios compartidos en el conjunto de la monarquía, como la lealtad y obediencia al monarca) eran suficientes para asegurar la cohesión interna del cuerpo monárquico.
MH. Nos perdonará si relacionamos la historia de aquel período con las tensiones “territoriales” de la España de hoy. La atención historiográfica parece haberse puesto más en Cataluña, sobre todo por los acontecimientos de 1640. Vd. dedicó un trabajo ya en 1975 a La crisis del Antiguo Régimen en Guipúzcoa: ¿qué pasaba por entonces en los territorios forales vascos?
R. Esos territorios, como todos los de la monarquía, se vieron sometidos a exigencias fiscales que, sin que puedan calificarse de arbitrarias, alteraban sin embargo lo que se consideraba como su orden tradicional. Pero la situación era distinta de Cataluña. Para empezar no existían unos “territorios forales” que pudieran entenderse como una unidad. Euskadi por decirlo así no existía: Vizcaya tenía sus Fueros, Guipúzcoa disponía de Ordenanzas y Álava se encontraba en una situación parecida. Su propia ubicación en el seno de la monarquía era ambigua: formalmente eran parte de la Corona de Castilla pero no se gobernaban como los territorios castellanos; su posición fronteriza había sido decisiva para mantener sin cambio unos cuerpos políticos de procedencia medieval (Juntas, Hermandades) que, lejos de difuminarse, crecieron en actividad y en competencias durante el siglo XVI. La resistencia a la introducción del estanco de la sal en 1632 tuvo su importancia en algunas zonas de Vizcaya, pero nada comparable con la dinámica de Cataluña. Hubo además una cierta habilidad para negociar concesiones a la monarquía siempre que se entendieran como un ayuda excepcional y al margen del régimen fiscal general de la Corona de Castilla. Esa inflexión resultó fundamental, pues si bien normalizó de hecho la concesión de las ayudas significó tácitamente el reconocimiento de una diferencia que, progresivamente, permitiría articular un discurso identitario de signo diferenciador. Esa evolución sería sancionada formalmente por la dinastía de los Borbones a comienzos del XVIII.
MH. Por último, querríamos preguntarle sobre sus actividades académicas, y en concreto sobre su programa de Estudios Avanzados de Historia Moderna en la UAM, así como sobre los trabajos del Instituto Universitario la Corte en Europa (también de la UAM). Ha revindicado Vd. la “historia con argumento”, más allá de las meras perspectivas “económicas o sociales con las que se caía en el riesgo de la fragmentación”. ¿Qué aportaciones destacaría de aquellos programas?
R. Nuestro master sobre “Monarquía de España” parte de un hecho que no por su obviedad se evalúa en toda su amplitud: entre el reinado de los Reyes Católicos y el de Felipe II España (una referencia antes que nada cultural) se conforma y articula como monarquía, es decir, como la formación política más poderosa de su tiempo, que es lo que los textos jurídicos definían como monarquía. Esa será su carta de presentación durante la Edad Moderna, independientemente de que no se desenvuelva como una titulación pacíficamente aceptada. España no se formaliza como un reino (como Francia, o como Inglaterra) porque constitucionalmente está compuesta como un agregado de reinos. Podríamos decir que está obligada a inventarse como monarquía, acreditando por otra parte una notable capacidad para gestionar un escenario histórico envuelto ya en el proceso de la primera globalización. Hablar de imperio español no constituye en este sentido ninguna exageración: esa denominación se recoge también en los textos del momento. En la medida de nuestras posibilidades, ese es el argumento y la perspectiva que intentamos exponer en el master, atendiendo asimismo a su capacidad de resistencia para sobrevivir como monarquía-imperial hasta comienzos del siglo XIX.