Carmen Iglesias Cano
Carmen Iglesias Cano
Académica de número de la Real Academia de la Historia desde 1989 y directora de esta institución desde el 12 de diciembre de 2014, es también académica de la Real Academia Española desde el año 2000. Catedrática de Historia de las Ideas Morales y Políticas de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid y Catedrática de Historia de las Ideas y Formas Políticas de la Universidad Complutense de Madrid (1984-2000). Fue miembro del Comité Ejecutivo de la International Society for Eighteenth Century Studies y presidenta de la Sociedad Española de Estudios del Siglo XVIII. Ha sido directora del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales y consejera del Consejo de Estado (1996-2004). Coordinó y prologó la obra Símbolos de España, que recibió el Premio Nacional de Historia de España (2000). También ha sido presidenta del Grupo Unidad Editorial (2007-2011) y comisaria de exposiciones históricas de alcance internacional
Especialista en historia moderna europea y española y en otros temas de historia y filosofía política de distintas épocas, ha publicado varios libros y numerosas monografías e impartido cursos en universidades españolas y extranjeras. De las más de doscientas publicaciones de las que es autora, pueden destacarse los libros El pensamiento de Montesquieu: política y ciencia natural (1984); Razón, sentimiento y utopía (2006); No siempre lo peor es cierto. Estudios de historia de España (2009), así como los catálogos de las exposiciones históricas de las que ha sido comisaria y autora de su proyecto y organización: Carlos III y la Ilustración (Madrid y Barcelona, 1988); España fin de siglo. 1898. (Madrid y Barcelona, 1998); Felipe II. Un monarca y su época. La monarquía hispánica (El Escorial, 1998); Ilustración y proyecto liberal. La lucha contra la pobreza (La Lonja de Zaragoza, 2001); El mundo que vivió Cervantes (Madrid, 2005-2006); Zaragoza y Aragón: encrucijada de culturas (La Lonja de Zaragoza, 2008).
Ha recibido, entre otras distinciones, el Premio Montesquieu (1985), la Ordre des Palmes Académiques del Gobierno de Francia (1992), la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio (1995), el Premio a los Valores Humanos del Grupo Correo (1996), el Premio Lafuente Ferrari (1999) de la Asociación de Críticos de Arte de Madrid, el Premio FIES de Periodismo (2001), el Premio de Investigación Julián Marías de Humanidades (2006) y el Premio Antonio de Sancha (2015). En 2011 fue nombrada cronista de la Villa de Madrid. En mayo de 2014 el rey Juan Carlos le concedió el título de condesa de Gisbert por su «brillante e intensa labor académica y docente».
MH. Hemos leído la biografía que de Vd. extrajo Alejandro Diz a partir de la que consta en el Diccionario Biográfico Español y, si le decimos la verdad, nos hemos encontrado con una persona que rompe los estereotipos de nuestro país. “No siempre lo peor es cierto”, afirmaba Vd. hace años y estamos orgullosos de que España, tan necesitada de reivindicar sus éxitos, cuente con figuras como la suya. ¿Cuál es su fórmula?
R. Fórmula estricta no existe. Yo he tratado de ver la historia en profundidad y hacer una historia comparada. Un pecado que los hispanistas hace años detectaron en los españoles es el narcisismo de la diferencia, que ya decía Don José Antonio Maravall, el creer que son una excepcionalidad. Cualquier obstáculo, cualquier problema histórico, se vive como si fuera el fin del mundo. Yo simplemente he insistido en los “quizás” de la Historia y en la historia comparada con los demás países.
A mí lo que me enamoró de la Historia de las Ideas no era que fuese solamente historia de las ideas políticas o sociales, sino también historia del arte, de las religiones, del lenguaje, estaba todo interconectado. Creo haber seguido las enseñanzas de mis maestros, como aquella de que hay que abrir puertas pero que cada uno las tiene que pasar solo. No hay que jugar nunca a Pigmalión porque uno se equivoca, ni a intentar imponer.
MH. En esa misma biografía es Vd. considerada la “auténtica albacea intelectual” de sus maestros Luis Díez del Corral y José Antonio Maravall. ¿Qué destacaría Vd. de su legado? ¿Sigue la Universidad española contando, en el ámbito de la Historia, con profesores de aquel mismo nivel?
R. Del legado de don Luis Díez del Corral y de don José Antonio Maravall he escrito tanto que creo están en toda mi bibliografía. Me legaron –me consolidaron, por así decir– el amor al conocimiento, la búsqueda de la verdad con minúsculas, que es uno de los fines fundamentales de la Historia: es una verdad a veces provisional porque, a medida que surgen otros datos y se hacen otras preguntas, surge una narrativa de algunos sucesos más compleja. Me legaron sobre todo la pasión del conocimiento, el rigor y luego el carácter tolerante y liberal. A mí me gusta decir una frase de una profesora de entreguerras de la Institución Libre de Enseñanza, que se refería a “la suerte de haber tenido maestros apasionadamente severos”. En el sentido de que insistían en el rigor y en el conocimiento.
¿Existen ahora profesores de ese mismo nivel? Pues seguramente existen algunos, lo que pasa es que ahora no se les ve. El cambio mayor que viví en la Universidad, cuando de repente me di cuenta de que estábamos ya en otro universo, es el momento en que el modelo de la excelencia, el modelo del rigor y también el modelo de la liberalidad al mismo tiempo, desapareció. Siempre ha habido, digamos, buenos profesores y malos profesores, buenos estudiantes (generalmente una minoría) y malos estudiantes (que también eran otra minoría), y lo que importaba era el término medio pero teniendo por modelo a los buenos, tanto en el profesorado como en el alumnado. Un igualitarismo por abajo ha unificado todo y el todo vale ha acabado con eso.
MH. Quizás uno de los rasgos más significativos de su actividad ha sido el de tender lazos entre el mundo académico y el resto de la sociedad, mediante la organización de exposiciones y conferencias, o implicando a otros actores (fundaciones, institutos, patronatos, etc). Nuestra impresión es que, pese a todo, la sociedad española, incluidos los poderes públicos a cualquier nivel, siguen marginando el conocimiento efectivo –cuando no lo tergiversan– de nuestra historia. ¿Estamos en lo cierto?
R. Desde luego, están en lo cierto, a pesar de los esfuerzos que hacemos los historiadores (el ejemplo máximo es la memoria histórica, absolutamente un oxímoron porque o es memoria o es historia). Con las exposiciones –la primera fue en 1988 sobre “Carlos III y la Ilustración”– algo sí logramos, porque había unos tópicos, no solamente entre la gente común, sino también en los propios historiadores que no habían investigado una época y que sin embargo la rechazaban tanto por la derecha como por la izquierda. Por decirlo con términos que deberían ser cada día más obsoletos, digamos que una derecha historiográfica en la época franquista (lo tengo escrito en un prólogo) decía que en la Ilustración eran todos afrancesados y poco menos que ateos; mientras que la izquierda consideraba que no se había hecho la Revolución que había que hacer, como en Francia. Creo que a partir de la exposición de Carlos III y del congreso que hicimos, de la multitud de escritos en varios sentidos que salieron a partir de entonces, algo se modifica, pero muy poquito. Y, naturalmente, en el momento en que los políticos se meten en la Historia trastocan todo.
MH. “España no tiene memoria histórica”; “Se ha llegado a una ignorancia y desprecio del pasado”; “Es muy grave que no asimilemos nuestra historia”; “La historia enseña, pero no estoy segura de que aprendamos”. Son otros tantos titulares que reflejan frases suyas, en entrevistas anteriores. ¿Qué nos pasa a los españoles con nuestra historia?
R. A veces creo que se puede explicar racionalmente y a veces creo que es un misterio. Yo pensaba que lo habíamos superado, que los casi cuarenta años de bienestar y democracia y de demostrar que los españoles hacían lo mismo que otros países europeos, habían conseguido superar eso que decía María Zambrano, al referirse a los problemas que tenían los españoles para asumir su historia, que la entienden como sombra, como culpa solamente.
¿Qué nos ocurre? Creo que hay, desde luego una explicación histórica: no creo en el esencialismo, me niego a aceptar que nosotros somos así y ya está, eso es falso, los pueblos y la historia lo modifican todo. Lo que sí hay son conductas, tanto de individuos como colectivas, de los pueblos, (las ciencias cognitivas, la psicología, lo llaman la “compulsión repetitiva”) que ante determinados problemas o ante determinados estímulos actúan de una manera y, aunque haya sido un error, se crea como un bucle que se vuelve a repetir de modo compulsivo, repetitivo.
Aplicando eso, aunque con todas las cautelas para no caer en el esencialismo, lo que tenemos es una tradición que nace en un momento dado en el siglo XVII, en el barroco, con un sentido de lo efímero, de la muerte, muy especial. Hablaban de la declinación (ellos no lo llamaban decadencia) del Imperio, de que todo lo que subía bajaba. A mí me impresionan mucho los arbitristas del siglo XVII, grandes escritores (aunque hay de todo) terriblemente pesimistas que ya están anunciando, antes de tiempo, que las Españas se desmoronan (porque realmente hay que esperar a la segunda mitad del siglo XVII y a la entrada del nuevo siglo).
Entonces era el todo o nada, el síndrome del todo o nada. Incluso Elliot comparaba la pérdida del Imperio de Inglaterra en el siglo XX con lo que nos había pasado en España, la declinación que se veía en la segunda mitad del XVII. Estás en el punto más alto, hegemónico, y de repente no eres más que una potencia en el XVIII. En realidad España seguía siendo una primera potencia, no hegemónica, ya que no dominaba el mundo como desde el XVI, pero sí una gran potencia. Y los fracasos se viven de una manera también compulsiva. A mi me impresiona mucho, comparando a España y Francia, cómo Richelieu convierte algunos fracasos en victorias y cómo en España los fracasos son siempre el triple de lo que fueron en realidad. Por ejemplo, la Gran Armada de Felipe II se ha considerado, y es un tópico, como el principio del fin ¡Nada más falso! La Gran Armada fue, efectivamente, un desastre porque los elementos no ayudaron y las tropas de Farnesio no llegaron a tiempo, unido a todos los demás avatares. Pero ni muchísimo menos fue el final de nada, le vino muy bien a Inglaterra pero España recuperó años más tarde su flota. Es esa exacerbación del fracaso, esa fracasomanía que nos atribuía alguno…
MH. Ha sido Vd. titular de una cátedra de Historia de las Ideas y de las Formas Políticas y de otra de Historia de las Ideas Políticas y Morales. Fue asimismo directora del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. La relación entre la política activa y la reflexión académica –o intelectual en general– no ha tenido demasiada buena “prensa” desde el episodio de Platón en Siracusa ¿A qué se debe?
R. Empiezo por mi caso particular. Nunca me he dedicado a la política activa. Del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales acepté la dirección, y si me hubiera venido de cualquiera de los dos partidos gobernantes lo hubiera aceptado. Es decir, no formaba parte de la política activa. El Centro es lo que es, un centro de estudios que no me separaba de lo mío. Yo nunca he querido, aunque tuve la oportunidad en más de una ocasión, nunca me he sentido llamada a la política, jamás. En algún momento tuve que hacer unas declaraciones, incluso, que en el Ministerio de Cultura ni estaba, ni se me esperaba. Lo que sí me importaba es esto, son las Academias y en cuanto a la ambición –que tanto nos critican a las mujeres– la mía siempre ha sido académica.
Creo que debería ser obligado para los políticos que leyeran “El político y el científico” de Max Weber. La política es siempre un pacto con el diablo. Cuando hablamos del poder recuerdo cómo todo el mundo decía “todo es poder”, siguiendo a Foucault, “todo es poder, también la cátedra”… Pues no. Efectivamente, hay influencias, hay poderes diversos pero el poder político tiene el monopolio de la fuerza y el Boletín Oficial del Estado y, por tanto, es un poder muy específico y no todo el mundo lo quiere. Hay unos textos preciosos de Kołakowski sobre las personas que organizan su vida alrededor de otra cosa. Los políticos creen que todo el mundo va a estar encantando de lanzarse ahí y no es el caso.
Respecto a lo de Platón en Siracusa, creo que publiqué alguna cosa sobre los pensadores temerarios. Hay un libro precioso de Mark Lilla que se llama así. Ciertos intelectuales o escritores tiene fascinación por el poder y, desde luego, el caso de Platón es clarísimo: en los episodios de Siracusa cree que va a poder reformar al tirano y en esa misma línea existen otros casos similares (Heidegger). No sé hasta qué punto el dedicarse al pensamiento, al conocimiento, al mundo intelectual tan etéreo e intangible, hace a algunos quedar fascinados por el poder tangible, directo, de la fuerza, que es el poder político. Es lo que podemos llamar la fascinación de Siracusa.
MH. En Metahistoria estamos convencidos de que el verdadero rumbo de la historia lo han marcado, en efecto, las ideas, muchas veces sin que los actores de los acontecimientos fueran conscientes de ello. Un poco en la línea, ya clásica, de Keynes: “[…] Las ideas de los economistas y de los filósofos políticos, tanto cuando aciertan como cuando se equivocan, son más poderosas de lo que comúnmente se cree… Los hombres prácticos, que se creen libres de influencias intelectuales, acostumbran a ser esclavos de un economista difunto” ¿Detecta Vd. a finales del siglo XX y principios del XXI el nacimiento de “nuevas” ideas políticas que condicionarán las décadas por venir?
R. Yo siempre digo que soy historiadora y no futuróloga. Desde luego estoy convencida –y además las ciencias cognitivas actuales del cerebro nos lo están marcando– que las ideas que tenemos se forman a través con el contacto con la realidad. Permítame un inciso. No hace mucho tuve que dar una conferencia sobre el retrato y, como iban a intervenir historiadores de arte y de todo tipo, me pregunté qué cuento yo en la primera conferencia de introducción y entonces aproveché que tenía unos libros sobre la visión y los colores, escritos por neurobiólogos. Es fabuloso: todo está en el cerebro, las distintas áreas visuales que se activan cuanto miramos un cuadro abstracto de diferente manera así contemplemos un cuadro figurativo. Y con los niños pasa igual que con el lenguaje: los niños que, por ejemplo, nacen ciegos y no recuperan la vista antes de los dos años, aunque la recuperen más tarde, no aprenden a mirar de igual manera. Es decir, nosotros vemos y vamos aprendiendo a través de unas percepciones complejas donde el cerebro va elaborando su propio cuadro de la realidad.
El problema, siempre grave, es que los hechos son duros, por naturaleza, y hacen que la gente que no acepta el principio de realidad se equivoque tremendamente y en política, no digamos. Pero al mismo tiempo la realidad es un constructo que hacemos nosotros también, que nuestros cerebros están creando. Por ejemplo, el lenguaje: las palabras conforman ya nuestro cerebro, nuestro conocimiento. Eso es lo que decía Wittgenstein: “el límite de nuestro lenguaje, son los límites de nuestro mundo” y efectivamente es así. Ahí hay un juego, un funcionamiento complejo, apasionante, de modo que si pierdes el principio de realidad caes en el desastre. Eso es lo que decía a mis alumnos acerca del poder. ¿El poder corrompe? El poder corrompe no sólo porque se meta mano en el dinero de la caja, que también lo estamos viendo; sino porque se pierde el sentido de la realidad, el contacto con los otros. Y al mismo tiempo la realidad viene dada por las palabras, que era a lo que me iba a referir antes. Siempre he pensado que las palabras crean realidad, pero crean una realidad que puede ser contraria o diferente a la que nosotros queremos. Las palabras no se las lleva el viento: el lenguaje va acotando sectores que repercuten en nuestra propia percepción. Existiría lo que llamamos realidad, la realidad mostrenca que nunca conocemos los seres humanos directamente, siempre es a través de un nivel cognitivo superior, y de otro más allá, y de otro más allá. Esa es la importancia de las ideas.
¿Qué es lo que está por venir? Está cambiando el mundo, muy radicalmente con las nuevas tecnologías, y se trata de un cambio de época bastante nuevo.
MH. Como especialista en Montesquieu y en la época de la Ilustración europea y española, ¿qué distinguió a los ilustrados de otros fenómenos intelectuales ulteriores, que también aspiraban a la transformación de la sociedad pero condujeron a lo que Vd. denomina “las utopías imposibles y la falacia del hombre nuevo”?
R. Pues yo creo que un principio. Los ilustrados participaban por un lado, del principio de racionalismo, de la razón, pero como instrumento, no como fin. La razón con el principio de realidad, no un racionalismo extremo. Y luego la desconfianza de los salvadores, de los grandes hombres. Está en todos ellos, está en Montesquieu que sólo salva un poquito a Alejandro Magno. La desconfianza en las grandes palabras.
La Ilustración combina en un momento determinado razón y sentimiento, no llega a lo que llegará luego el Romanticismo en donde los sentimientos se comen a los hechos, que es lo que está sucediendo ahora aquí. Ante unos hechos tangibles de crisis, de desconfianza de las instituciones, se apela a los sentimientos. La Ilustración vista desde ahora parece un momento crítico, muy excepcional, en donde se descubre el principio de la Razón como instrumento, insisto, no como fin, y al mismo tiempo hay todo un valor de la confianza, de la educación, del sentimiento afectivo por los otros. Creo que es un momento muy especial.
MH. Ha sido Vd. la segunda mujer en ser miembro de número de la Real Academia de la Historia y la primera en presidirla. Forma parte asimismo de la Real Academia Española. Está, por lo tanto, en las mejores condiciones para hablar de estas instituciones, a veces criticadas (en algunos casos por quienes no dudarían en acceder a ellas si fueran propuestos) como residuos del pasado. ¿Siguen siendo las Academias lugares de “excelencia” para “el cultivo del saber y la difusión del conocimiento”, y “centros de pensamiento, de cultura y de investigación avanzada, libre y sosegada, que aporten luz sobre los complejos problemas de nuestro tiempo”?
R. Creo que desde luego pueden cumplir y cumplen esas funciones, sobre todo las dos a las que yo pertenezco. Las tres que, con la de Bellas Artes, surgen en el siglo XVIII. Que se hayan mantenido durante trescientos años ya es un dato bastante significativo en un país en el que, además, —lo hablábamos antes— la tradición tiende a considerarse como algo obsoleto y no se reconocen los valores de nuestros personajes como en Francia e Inglaterra.
Uno de los académicos que hubo en esta casa decía siempre que los individuos hacen las cosas, pero las instituciones las mantienen. Es ese juego entre el individuo –en este caso el académico que aporta su prestigio y su trabajo, mejor o peor– y la Institución que se mantiene desde el principio. Las Academias del XIX se hacen con el mismo modelo pero ya son creadas desde arriba, mientras que las del XVIII surgen de la sociedad civil y piden la protección de la Corona. Han mantenido siempre una organización democrática en su seno, han elegido al Director (en las del XVIII son Directores, en las del XIX Presidentes), eligen los candidatos por cooptación, aunque por supuesto habrá influencias pero no determinantes. Solo han intervenido en las Academias los dictadores: Fernando VII, como tirano que fue, en 1814; Primo de Rivera, no mucho pero un poco también metió su mano; el Frente Popular acabó con las Academias y expropió todo a través de un Decreto de Azaña de 1936; y luego Franco que también intervino muy duramente.
Creo que la independencia de las Academias va unida al amor al conocimiento y al mantenimiento de unas formas que se han cuidado mucho, tanto en la RAE como en la de Historia, entre los académicos, en las discusiones. Ello las convierte en un valor añadido, que efectivamente puede servir a la sociedad.
MH. En relación, ya propiamente, con la Real Academia de la Historia, lleva Vd. pocos meses en su presidencia pero seguro que tiene marcadas las líneas de actuación que le gustaría promover. ¿Qué espera de ella en los próximos cuatro años?
R. Pues espero muchas cosas. Este primer semestre ha sido de ordenación, no teníamos más remedio porque, además, la crisis se ha prolongado mucho y teníamos necesidad de ajustes que hemos hecho con todo cuidado y han resultado bastante bien. Y para los próximos cuatro años pues me parece que esta Academia es poco conocida y merece mucho la pena conocerla. Tenemos un edificio absolutamente fundamental hecho por Juan de Villanueva en el siglo XVIII, el primer edificio ignífugo que se construye porque se hizo para contener los libros de los monjes jerónimos del Escorial y por eso se llama “Edificio del Nuevo Rezado”. En este gran caserón, en este gran y precioso palacio de las bóvedas tenemos una biblioteca que ocupa ocho pisos (600.000 volúmenes). Quiero abrirla al público, en la medida en que nosotros podamos. Como la Española, trataremos de establecer un día de puertas abiertas, crear una red amplia de amigos de la Academia de la Historia, hacer contrapartidas, charlas, tertulias, talleres e incluso cursos de historia.
Además de eso, haremos algunas exposiciones temporales, que permitan conocer la casa. Creo que hay muchas posibilidades porque la historia, a pesar de que digan que ya no se sabe nada y que la educación en general ha sido una de las asignaturas pendientes de estos años, a pesar de que haya sido fragmentada, tergiversada, inventada en algunas o casi todas las autonomías de una manera u otra, ha sufrido violentamente, pero al mismo tiempo la gente necesita el “érase una vez”, el contar la historia de cada uno, el contar cómo hemos llegado hasta aquí. Sigue habiendo una gran curiosidad que intentaremos satisfacer. También pondremos en valor el magnífico Diccionario Biográfico, lo pondremos en la red, ya avanzado el año que viene.
MH. A nuestros entrevistados anteriores que eran miembros de número de la Real Academia de la Historia siempre les hemos hecho la misma pregunta que, aunque muy relacionada con la anterior, no queremos dejar de formularla también a Vd.: A veces parece como si la Academia no tuviese en nuestro país el peso que merece y sólo se habla de ella con motivo de polémicas más o menos políticas. ¿Cómo podría la Academia conseguir que los españoles tuviesen más aprecio por su historia?
R. Pues conociéndola mejor, como vamos a intentar. Ahora tenemos el instrumento básico en internet y en las redes y, sobre todo, por la educación. La educación realmente es importante –yo en eso me confieso ilustrada, seguidora de la Ilustración– que es la base fundamental.