Jordi Gracia
Jordi Gracia
Jordi Gracia (Barcelona, 1965) es catedrático de literatura española en la Universidad de Barcelona y colaborador de El País. Ha escrito varios libros en torno a la historia intelectual de la España contemporánea, entre ellos, Los nuevos nombres, 1975-2000, que corresponde al volumen 9/1 de la Historia y Crítica de la Literatura Española que dirigió Francisco Rico (Crítica, 2000), complementario de Hijos de la razón. Contraluces de la libertad en las letras españolas de la democracia (Edhasa, 2001). Junto a Joaquín Marco coeditó en 2004 La llegada de los bárbaros. Narrativa hispanoamericana en España, y ha escrito en colaboración con M. Á. Ruiz Carnicer La España de Franco. Cultura y vida cotidiana (Síntesis, 2001).
En 1996 publicó Estado y cultura. El despertar de una conciencia crítica bajo el franquismo (reeditado y actualizado en 2006, Anagrama) y obtuvo el premio Anagrama de Ensayo en 2004 con La resistencia silenciosa. Fascismo y cultura en España y en torno a un mismo microcosmos político-intelectual giran El valor de la disidencia. Epistolario de Dionisio Ridruejo, 1933-1975 (2007), una edición prologada de Escrito en España y el ensayo biográfico La vida rescatada de Dionisio Ridruejo (2008).
Una visión renovadora del exilio apareció en 2010 con el título A la intemperie. Exilio y cultura en España. En 2011 publica con Domingo Ródenas Derrota y restitución de la modernidad, 1939-2010, volumen 7 de la Historia de la Literatura Española dirigida por J.-C. Mainer, y ambos son coautores en 2015 de Pensar por ensayos en la España del siglo XX. Tras un panfleto en 2011 contra el catastrofismo cultural sistemático titulado El intelectual melancólico, ha publicado el ensayo Burgesos imperfectes. L’ètica de l’heterodòxia a les lletres catalanes del segle XX (2012, traducido y revisado en Fórcola, 2014) y sus dos últimos libros son las biografías en Taurus de José Ortega y Gasset (2014) y Miguel de Cervantes. La conquista de la ironía (2016).
MH. Se han publicado artículos, trabajos e incluso alguna obra sobre la “historia intelectual de España”. Pero un libro de historia general de España a partir del estudio de su literatura nos parece que está aún por escribirse. Lo decimos porque su reconocida biografía de Ortega es también, en realidad y de modo paralelo, una investigación sobre la primera mitad de nuestro siglo XX. ¿No se podría ampliar esa misma perspectiva hacia atrás?
R. No estoy tan seguro de que no haya ese tipo de experimento o de tentativa en algunos de los mejores libros de Santos Juliá, o de José Álvarez Junco o de Josep M. Fradera, aunque sigue siendo verdad que una biografía de Clarín con ese enfoque sería un grandísimo regalo, y lo sería también otra de Mariano José de Larra para contar la singularidad de su papel como romántico y neoclásico resistente (además de la trama de procesos intelectuales en los que vive). A veces las biografías pueden servir también para eso, sobre todo si lo hacen indirectamente o sin señalar con el puntero.
MH. Ha escrito usted la biografía de Ortega y Gasset y, si no nos equivocamos, en marzo publica otra sobre Miguel de Cervantes. ¿La aparición de estas dos grandes figuras se debió a unas circunstancias excepcionales o se beneficiaron de un entorno cultural favorable? ¿Es posible que España pueda producir otro genio como estos o las condiciones culturales e intelectuales actuales tan sólo ponen barreras?
R. Fuera de algunas etapas particularmente desérticas –como el larguísimo y estéril cambio de siglo que va del XVII al XVIII-, no acabo de ver conexión alguna entre la genialidad o la potencia imaginativa de un creador y la época en que vive. Contar a Cervantes como una especie de epítome del cambio de época que vive España tras la muerte de Felipe II me parece en el fondo disminuir al propio Cervantes y lo mismo vale para Ortega, aunque sea en sentido contrario. Vincular su efusividad intelectual a un período de clara expansión cultural, social y económica vuelve a ser poco menos que hacerlo secuela vegetativa de un tiempo histórico. Me siento muy poco afín a ese tipo de conjeturas macro, y necesariamente sigo expectante a las obras nuevas (y sin el menor desánimo).
MH. En la obra que ha publicado recientemente con Domingo Ródenas de Moya, Pensar por ensayos en la España del Siglo XX, afirman que el género ensayístico no se asienta en España hasta principios de la pasada centuria, mientras que en Francia e Inglaterra se remonta a varios siglos atrás. Quizás sea excesivo pedirle que nos explique las causas del retraso, pero ¿nos podía dar algunas pinceladas de los motivos?
R. Lo intentamos apretadísimamente en el prólogo, así que hacerlo más comprimido todavía ahora puede acabar resultando casi cómico. Apunto únicamente que la educación de una sociedad en el pensamiento libre y sin miedo no es un proceso automático ni simple. Quizá el hecho mismo de que sea una novela como el Quijote quien encarna la subversión de la visión tradicional del mundo, ofrece alguna pista sobre la dificultad de impugnar o meditar en prosa y en libertad las condiciones de la existencia. Cervantes lo hizo, siempre, desde la ficción, y hasta llegar a un Larra y más visiblemente a un Clarín y su incansable dispersión de ensayista curioso y peleón no hay mucho más que destacar a la altura de su tiempo (sin que eso signifique obviar tantas páginas y hasta fenomenales cartas de Jovellanos o de Moratín ni otros ensayos raros como los de Cadalso).
MH. La Restauración del siglo XIX supuso un período de aparente estabilidad y tranquilidad en la sociedad española, que estalló por los aires en 1898 y dio paso a unas décadas de gran incertidumbre política. Usted sitúa el nacimiento del ensayo español en ese momento ¿Cree que, dado el actual estado de la política española, podamos asistir (o lo estamos ya viendo) a un renacer o revigorización del género ensayístico?
R. Ensayistas existen desde mucho antes que el siglo XX y no son irrelevantes: cosa distinta es la densa plenitud de un diálogo, de un público y de una osadía civil y ética que fue nueva y poderosa desde finales del siglo XIX. Mi percepción es que la crisis social e institucional de los últimos años ha propiciado una modulación del pensamiento por ensayos acusadamente divergente del tono y los temas del ensayo anterior. Pero evocar las posiciones públicas, las diatribas y las sacudidas que a través de sus ensayos pusieron en marcha gentes como Juan Benet, Rafael Sánchez Ferlosio o Fernando Savater ayuda a no sacar de quicio la percepción actual de un ensayo de combate y beligerancia, que lo es, sin duda, pero no a costa de obviar las batallas ni las ideas del último medio siglo (es decir, incluso con Franco aún con vida, o lo que fuese).
MH. Ha descrito usted la “evolución paralela” a partir de dos “utopismos totalitarios y destructivos”, en cuya virtud Ridruejo se hizo socialdemócrata desde el falangismo y Semprún desde el estalinismo. ¿Ese podría ser el resumen de la segunda mitad del siglo XX?
R. Para nada me atrevería a nada semejante pero la fantasía imaginativa de esas vidas paralelas parece incluir algunos de los vectores esenciales de la tragedia y el triunfo del siglo XX: la huida del redentorismo idealista en favor de la renegociación crónica con la realidad como instrumento del bien común. En esa medida, ambas peripecias contienen algo de lo más sustancial que han vivido las sociedades occidentales en el siglo XX y, sobre todo, desde el auge y caída de los proyectos totalitarios.
MH. Dado su conocimiento de la realidad de Cataluña (especialmente, de los “heterodoxos” de las letras catalanas contemporáneas, “estimulantes y transgresores al margen de su ubicación política a derecha o izquierda”), tenemos que preguntarle por el momento histórico en que se encuentra, en relación con el resto de España. ¿Cuál es su impresión personal?
R. El cálculo político de interés inmediato ha perjudicado tanto a la sociedad catalana como a la española y ha impedido la invención o el mero recurso a vías de solución o de atenuación de los conflictos. Tanto la derecha nacionalista como la derecha del PP han aprovechado irresponsablemente y de forma partidista el enconamiento de un conflicto latente en toda la democracia, pero nunca tan descaradamente utilizado como en los últimos cuatro años y, en particular, los últimos cuatro años de mayoría absoluta ejercida sin misericordia alguna por el PP, tanto si era lo más inteligente de cara al bien común como si era sólo un excitante útil para fidelizar votantes.
MH. Volvemos a su biografía de Ortega y Gasset, sin el que difícilmente podemos comprender la historia de España de la primera mitad del siglo XX. ¿Trató de encauzar él solo el rumbo de un país perdido? ¿Nadie ha logrado, después, provocar ese “efecto convulsionador” que usted le atribuye?
R. Creo que la lógica del intelectual ha variado desde la sociedad de la comunicación de masas, hace ya más de cincuenta años, y tras el sustancial incremento de los niveles educativos en las sociedades occidentales. Nadie por fortuna puede volver a encarnar un liderazgo exclusivo o excluyente porque la riqueza de receptores e interlocutores hace inviable la rendición o la sumisión a una sola voz o a una sola perspectiva. De hecho, tampoco Ortega ejerció ese papel, aunque hubiese entresoñado ejercerlo. Magnificar la influencia intelectual de Ortega lo halaga a él pero a la vez falsea su papel porque actuó no únicamente como predicador o pensador sino como motor de una actitud, canal de la difusión de un saber moderno y quizá incluso resignado observador, apartado al fin, de lo que había contribuido decisivamente a crear: una alta cultura emparentable con la europea, o casi, al menos hasta la guerra civil.
MH. Escribió usted en El País un artículo acerca de los publicados en The New Yorker, entre 1967 y 1997, por Steiner, a quien admiramos. De Steiner (“un clásico imbatible en estos sutiles equilibrios entre la soberbia del autor y la humildad del crítico”), hemos aprendido que las diferentes versiones de Antígona, por ejemplo, nos enseñan más sobre los respectivos períodos históricos en que fueron escritas que muchos manuales ¿Nos equivocamos?
R. Steiner escoge ese caso concreto con razón, pero la ampliación del mecanismo es todavía más reveladora porque a menudo identificamos en obras de arte –y no en libros o ensayos de historia- el secreto de un tiempo o los nervios invisibles que han movido a las personas. La aptitud para captar el corazón ambiguo de un tiempo parece reservada a la literatura antes que a la investigación, la crónica o el testimonio, como si sólo con las herramientas de la literatura fuera posible adivinar esas sustancias inasibles e indocumentables del pasado. Aunque añado de inmediato que soy cada vez más reticente ante las lecturas magnificadas de obras de arte o literarias como laboratorios absolutos de la complejidad de un tiempo histórico: tiendo a creer que las dotamos de significados que en parte proceden, precisamente, de información histórica y documental.
MH. Decía usted, a propósito de la espléndida cosecha literaria de los años sesenta y setenta del siglo pasado en la América que habla español, que “es fácil sucumbir a la erosión del tiempo y creer que fueron menos de lo que se creyó entonces”. ¿Realmente se abrió una nueva época para la literatura en lengua castellana?
R. Decididamente, creo que sí, y quizá por una razón fundamental: de América llegó la plenitud de la aclimatación a la novela literaria de las conquistas del modernismo que aquí había sido más remiso, más tenue o menos ambicioso, como si en español hubiese vivido la novela una suerte de desconfianza íntima en sí misma o una falta de seguridad que conquistaron sin ninguna dificultad autores como Borges y Bioy, como Juan Rulfo o Julio Cortázar, como Vargas Llosa o García Márquez (tras empaparse de Joyce y de Kafka, de Faulkner, de Melville o de Conrad). La reeducación de un público en esa potentísima tradición pudo ser capital para estimular también al novelista y acercarlo a medios, técnicas y aspiraciones que antes parecían inimaginables (o incluso ausentes del horizonte formativo).
MH. En fin, buena parte de la sociedad española está sucumbiendo a la tentación de la melancolía. Propone usted, frente a ella, protegernos “contra quienes leen en clave depresiva las transformaciones del presente”, y afirma que “ni la cultura humanística está en bancarrota, ni la literatura europea ha perdido el norte”. A nuestro juicio, la mirada retrospectiva que proporciona la historia confirma que en todo tiempo ha habido motivos tanto para el desánimo como para la esperanza. ¿En dónde nos situamos, a comienzos del siglo XXI?
R. Desde la cola angustiosa en una ventanilla del paro, sin duda en la zona más depresiva y opresiva. Pero si intentamos a la vez escapar de ese emplazamiento (necesario pero no suficiente), me faltan razones y datos para percibir en el presente o imaginar para el inmediato futuro catástrofe alguna o degradación irreversible de la literatura como instrumento de gozo y de conocimiento. Puede que carezca de criterio, pero sigo leyendo obras de gentes de mi quinta y de otros bastante más jóvenes que ratifican la evidencia de nuevas y valiosas obras. Esta semana, al menos, tres: un ensayo de Javier Cercas, una novela de Juan Gabriel Vásquez y un poemario de Juan Antonio González Iglesias. La degradación que tantos aprecian no la aprecio yo, pero el error puede ser mío por mantener viva la curiosidad por lo que hacen y presumir de antemano que la literatura es un oficio sin fin y sin the end.