Luis Ribot García
Luis Ribot García
Catedrático de Historia Moderna de la UNED, y anteriormente de la Universidad de Valladolid (1987-
MH. La guerra de Mesina (1674/1678) ha sido objeto de sus trabajos, desde la tesis doctoral hasta el Premio Nacional de Historia 2003. ¿Por qué se decidió a investigar aquel episodio, en apariencia no tan destacado, de nuestra Historia?
R. Desde que estudié la especialidad de Historia Moderna me interesaron las revueltas, que en aquellos años eran objeto de una atención especial por parte de la historiografía. Al propio tiempo me atraía Italia, y ambos elementos me llevaron a identificar la revuelta de Mesina –y la guerra que la siguió– como un tema digno de estudio, al tratarse de la menos conocida de las grandes revueltas que tienen lugar durante el siglo XVII dentro de los territorios gobernados por el rey de España. En el archivo de Simancas, cercano a mi ciudad, Valladolid, existe además un amplio fondo documental sobre ella. No sé si se trata o no de un tema destacado, pero lo cierto es que incide en un amplio abanico de cuestiones de gran relevancia para los modernistas, y entre ellas, la tipología de las revueltas, la realidad del poder español en Italia, la pugna entre el absolutismo regio y una ciudad ampliamente privilegiada, la cultura política de aquellos años, o el alcance de la decadencia de la Monarquía española en el sur de Italia durante el reinado de Carlos II.
MH. Es usted uno de nuestros primeros, si no el primero, “italianistas”. En el eje Flandes-
Italia el peso de nuestros desvelos parece haberse desplazado, también en la historiografía, hacia los Países Bajos más que hacia la península itálica. ¿A qué ha podido deberse?
R. No estoy de acuerdo en que se haya producido tal desplazamiento. Lo que ha ocurrido es un fenómeno enormemente positivo y es que la historiografía española ha dado un salto cuantitativo, pero también y sobre todo cualitativo. Cuando yo inicié mis investigaciones, en los años setenta, prácticamente nadie se ocupaba de temas ajenos a su ámbito geográfico más cercano y carecíamos de historiadores que se interesaran por la historia de territorios no españoles, con la única excepción del americanismo. La propia visión de la historia de España que entonces dominaba estaba excesivamente marcada por el ámbito geográfico de la España actual. Desde entonces, sin embargo, se ha impuesto la consideración historiográfica de la Monarquía de España, una realidad política que abarcaba amplios territorios, no solo en Europa sino también en América, Asia y África, y al propio tiempo se ha avanzado considerablemente en la internacionalización de la historiografía española, gracias a factores como el mayor conocimiento de lenguas de las nuevas generaciones, el incremento de las relaciones entre los historiadores de diferentes países o las amplias posibilidades de becas e intercambios (al menos hasta la crisis). El resultado es que actualmente contamos con importantes especialistas en los Países Bajos, pero también en Italia, e incluso en espacios que nunca formaron parte de la Monarquía de España. Aunque aún no estamos al nivel de historiografías más avanzadas en este aspecto, comenzamos a interesarnos por la historia de otros territorios e incluso otros continentes, como es el caso de Asia.
MH. La lealtad de los sicilianos (lo que usted denomina los «motines de fidelidad») ¿desmiente los mitos antiespañoles del Risorgimento? ¿Se puede afirmar que la presencia española en Nápoles y Sicilia era aceptada por los italianos del sur o simplemente la toleraban como uno más de los ocupantes a lo largo de la Historia?
R. Uno de los grandes enemigos de la historia es el nacionalismo, y los mitos antiespañoles creados en Italia durante el Risorgimento, e incluso antes –pensemos por ejemplo en el Milán del siglo XVIII dominado por María Teresa de Austria– responden a intereses de este tipo. Se trata de justificar la situación o los objetivos de un momento concreto, y para ello uno de los principales recursos es contraponerlo con periodos anteriores, convenientemente deformados para transmitir una idea maniquea, de buenos contra malos. Lo estamos viendo ahora en la historiografía nacionalista catalana. Pero ¡cuidado! No se trata de oponer un mito a otro, diciendo que la presencia española en el sur de Italia fue maravillosa. Hubo de todo, como en la historia de cualquier país, pues otra de las ideas actualmente aceptadas por cualquier historiador serio es la homologación de la historia de España con la de los demás países. Ya nadie admite su especificidad. Los fenómenos y procesos que se dieron en ella son similares a los ocurridos en otros territorios. «Spain is not different». En cuanto a su pregunta más concreta sobre si la presencia de España en Nápoles o Sicilia fue aceptada por sus habitantes, hay que decir que, en líneas generales, sí. Hubo, naturalmente, gentes en contra, y también periodos y circunstancias distintas, pero la Monarquía logró crear una amplia base de consenso, apoyado en elementos como la costumbre o el sentimiento de lealtad, pero también en una amplia gama de intereses. Por otra parte, no podemos juzgar aquellos siglos desde la dinámica nacional de la época contemporánea, que es la que nosotros conocemos. El rey de España era el señor natural de Nápoles y Sicilia, con todo lo que ello implicaba.
MH. Sus estudios sobre la sucesión de Carlos II y sus testamentos ponen de relieve la importancia de su herencia para todas las cortes europeas, cuestión obvia con la mera lectura de los sucesivos Tratados de Reparto. ¿Era el cambio de poder en Italia el paso necesario para alterar la hegemonía en el resto de Europa?
R. El dominio de Italia tiene una gran importancia durante toda la Edad Moderna. Recuerde que las relaciones internacionales de dicho periodo histórico se inician precisamente con las guerras de Italia. Es evidente que todavía en el tránsito del siglo XVII al XVIII, cuando se produce la crisis sucesoria de la Monarquía de España, resultaba prácticamente inviable un poder hegemónico que no la controlara, tal como lo había hecho España hasta entonces. Obviamente, las ambiciones de cuantos tenían derechos a la sucesión de Carlos II no se limitaban a Italia, pero ésta jugaba un papel esencial y tanto Luis XIV como el emperador Leopoldo I aspiraban a dominarla. Al final, los Borbones ganaron la guerra de Sucesión en España, lo que consolidó en el trono a Felipe V, pero los aliados triunfaron en Europa, por lo que Austria se quedó con la gran mayoría de las posesiones europeas de España, convirtiéndose en la nueva dominadora de Italia a partir de 1713. En Utrecht no se habla ya de hegemonía, sino que se impone la idea de equilibrio, pero los Borbones –especialmente los de España– no estaban de acuerdo con los términos del mismo y en la primera mitad del siglo lograran asentarse firmemente en Italia, estableciendo también en ella una situación de mayor equilibrio que la surgida de aquel tratado.
MH. La historia de España en la segunda mitad del siglo XVII siempre desemboca, de un modo u otro, en los conflictos con Francia, finalmente decantados por la ascensión de los Borbones al trono de España. ¿Todo nos conducía al enfrentamiento o era tan sólo muestra –o aprovechamiento-
de nuestras debilidades internas?
R. La primera fase de la Edad Moderna, desde finales del siglo XV, contempla una fuerte lucha por la hegemonía entre el gran poder emergente, España (basada esencialmente en Castilla) y el reino más potente desde mediados del siglo XV, Francia, que era además el más extenso, poblado y rico de Europa. El triunfo de España, con Fernando el Católico, Carlos V y finalmente Felipe II, llevó a una paz decisiva, la de Cateau Cambresis (1559), que consolidaba su predominio en el ámbito político internacional. El reinado de Felipe II vivió la casi total neutralización internacional de Francia a consecuencia de la crisis que sufre durante la segunda mitad del siglo XVI con las guerras de religión. Pero la situación cambiará a raíz de la llegada al trono de la casa de Borbón y el inicio de un fortalecimiento del poder real, que proseguirá en el siglo XVII, especialmente con los cardenales Richelieu y Mazarino, llegando a su apogeo con Luis XIV. El reforzamiento de Francia –que, no lo olvidemos, contaba el respaldo de su demografía y su riqueza– coincide con los primeros síntomas de agotamiento del poder español. Para Francia, además, la única posibilidad de lograr la hegemonía pasaba por la derrota de España. En tanto en cuanto ambas buscaban el mismo objetivo, tenían forzosamente que enfrentarse.
MH. Su libro «El Arte de Gobernar» dedica especial atención a las instituciones de la Monarquía, al Ejército, los aparatos administrativos y los programas de gobierno durante el siglo XVII. Los antigua –
y quizá impropiamente- denominados «Austrias menores» ¿tenían una estructura de poder bien organizada para su tiempo?
R. Sin duda alguna. Ya desde los Reyes Católicos se crea un modelo de poder real –lo que tradicionalmente se ha llamado Estado, aunque ahora no se utilice tal concepto por los problemas que plantea para esta época– muy efectivo y bien organizado, que es sin duda el más avanzado entonces de Europa. Dicho modelo se completa con Carlos V y Felipe II, y funciona bastante bien, pese a los fallos que pudiera tener. Hay que tener en cuenta que, entretanto, se ha constituido una Monarquía enorme, compuesta por múltiples reinos y territorios que, además, a diferencia de otras como la de Francia o Inglaterra, presenta una distribución territorial discontinua, con componentes muy diversos, que se reparten por los cuatro continentes entonces conocidos. Ninguno de los monarcas de la época se enfrentó a problemas tan complejos y, pese a ello, la Monarquía de España no solo tuvo una organización precoz, sino en muchos aspectos modélica. En el siglo XVII siguió funcionando razonablemente bien, aunque tuviera defectos o aspectos mejorables. Más aún, dio muestras de su vitalidad proponiendo o realizando, no siempre con éxito, diversas reformas que trataban de hacer frente a los problemas y disfunciones.
MH. Parece como si la cercanía a Simancas hubiera hecho crecer una buena cosecha de historiadores en Valladolid. ¿Ha sido efecto de la cercanía al Archivo General o del magisterio de sus predecesores en la cátedra universitaria vallisoletana?
R. Cuentan ambos elementos. La Historia Moderna en la Universidad de Valladolid tiene una amplia tradición, reforzada sin duda por la cercanía de uno de los mejores archivos del mundo, pero nada hubiera sido posible sin el magisterio de algunas personas. Una figura importante fue Vicente Palacio Atard, recientemente fallecido, aunque estuvo relativamente poco tiempo. El gran creador del modernismo vallisoletano fue su discípulo Luis Miguel Enciso Recio, sucesor suyo en la cátedra y que fue mi maestro y el de otros numerosos historiadores, incluidos algunos contemporaneistas. Las gentes de mi generación nos beneficiamos también de las enseñanzas de otros modernistas como José Luis Cano de Gardoqui o Teófanes Egido, además de importantes profesores de otras materias (Luis Suárez en Historia Medieval, Jesús María Palomares en Historia Contemporánea, Jesús García Fernández en Geografía, Juan José Martín González en Historia del Arte; poco después también Julio Valdeón, que ocupó la cátedra de Suárez cuando éste se trasladó a Madrid). Hay pues toda una historia de magisterio y de transmisión intelectual, profesional y humana que es inherente a la idea de universidad, en el doble aspecto de docencia e investigación.
MH. En los últimos meses ha renacido la polémica sobre la utilización partidista –en realidad, la manipulación-
de la Historia y de los acontecimientos históricos. Entre estos últimos, hay quien ha tratado de presentar la Guerra de Sucesión por el trono, a la muerte de Carlos II, en clave de enfrentamiento Cataluña- resto de España. ¿Qué opinión le merece?
R. Ya he señalado mi oposición absoluta a la utilización partidista de la historia. Lo hizo históricamente el nacionalismo, un fenómeno propio del siglo XIX que, aunque ha renacido en las últimas décadas, no puede disimular su anacronismo. Intelectualmente es una antigualla que no consigue evitar su marcado tufo a naftalina y cuya pobreza ideológica apenas sirve para esconder los intereses mezquinos de ciertos grupos y personajes. Pero la utilización partidista de la historia ha sido mucho más amplia, con una responsabilidad importante del marxismo, que llegó a presentarla como un «arma» para la transformación social. Lo cierto es que, si pretendemos hacer una ciencia, debemos dejar a un lado todo partidismo y tratar de analizar el pasado con el mayor grado posible de asepsia y objetividad. En cuanto a la guerra de Sucesión, con los documentos en la mano no se puede presentar como un enfrentamiento Cataluña–resto de España. La causa de la guerra, que fue originariamente un conflicto internacional, fue la disputa por la herencia de Carlos II, que era toda la extensísima Monarquía de España. Tanto el rey Felipe V como el archiduque, proclamado como Carlos III, se consideraban reyes de España y aspiraban a la totalidad de tal herencia. El desembarco de fuerzas aliadas, que defendían los derechos de Carlos III, hizo que en los territorios de la corona de Aragón –no solo en Cataluña– se impusieran los partidarios de éste frente a los borbónicos, que dominaban en el resto de España. Surgió así una guerra interior, con una división bastante más compleja, pues tanto en la zona dominada por los borbónicos como en la aliada había partidarios del otro candidato al trono. Con el tiempo, se impusieron las tropas borbónicas, que fueron reconquistando la Corona de Aragón. Barcelona y su territorio fueron de los últimos, con una resistencia especialmente intensa, que dio pie –aunque solo en algunos sectores– a sentimientos identitarios, reforzados después por las reformas políticas (la Nueva Planta), impuestas como castigo por Felipe V, pero muy alejados en cualquier caso de las valoraciones que se han hecho desde el nacionalismo. Es decir, presentar la guerra como un enfrentamiento Cataluña–resto de España es un reduccionismo interesado, que desconoce la realidad histórica en su conjunto y que se basa exclusivamente en una pequeña parte de la misma, convenientemente deformada.
MH. Escribir buenos libros de Historia no debería estar reñido con escribir en un buen castellano, y la lectura de sus obras da fe de ello. ¿Cree usted que este es un rasgo común de los historiadores más recientes o empezamos a perder la calidad literaria, aun manteniendo el rigor histórico?
R. Espero que no se pierda la calidad literaria. La Historia, pese a las ineludibles pretensiones científicas que tiene desde la gran revolución historiográfica del siglo XX, no ha de olvidar nunca su pertenencia al ámbito de las humanidades; ese grupo de saberes de base clásica reivindicados por el Renacimiento y cuyo nombre evoca su capacidad para construir al hombre, para hacerle mejor, explorando todo aquello que contribuye precisamente a humanizarlo, diferenciándolo de las bestias (animales). Los humanistas incluían la historia entre las artes, definidas más ampliamente como «bellas artes» por ser su esencia la búsqueda de la belleza. La calidad literaria es inseparable de tal aspiración a la belleza.
MH. Como al resto de sus compañeros en la Academia de la Historia, nos vemos obligados a plantearle la misma pregunta que a ellos les hacíamos: a veces parece como si la Academia no tuviese en nuestro país el peso que merece y sólo se habla de ella con motivo de polémicas más o menos políticas. ¿Cómo podría la Academia conseguir que los españoles tuviesen más aprecio por su historia?
R. La Academia se caracteriza, como han señalado mis compañeros anteriormente entrevistados, por la independencia y la pluralidad. En su quehacer diario realiza buen número de informes, en su condición de asesora en materias históricas tanto del gobierno como de otras instituciones y particulares. Asimismo, organiza numerosos ciclos de conferencias sobre cuestiones diversas, casi siempre relacionadas con temas históricos requeridos por la actualidad. En los últimos años, ha coordinado y editado una obra magna: el Diccionario Biográfico Español, que aporta una información ineludible y en muchos casos valiosísima sobre más de 40.000 personajes de nuestra historia. Podremos discutir la idoneidad de tal o cual biografía, que en todo caso habrán de pulirse y perfeccionarse con el tiempo, pero ningún historiador que se precie puede escribir Historia de España, en adelante, sin tenerlo en cuenta. En cuanto al aprecio por la historia, confío en que aumente en un futuro próximo, aunque para ello considero imprescindible que llevemos al sentir de las gentes la idea de que la historia no es un objeto manipulable de acuerdo con nuestros intereses, sino un patrimonio común de la humanidad que sirve para conocernos mejor y aprender de ella.