Germán Rueda Hernanz
Germán Rueda Hernanz (Madrid, 1950) es licenciado en Historia por la Universidad Complutense de Madrid y doctor en Geografía e Historia por la Universidad de Valladolid, donde empezó su carrera académica y en la que estuvo como profesor adjunto hasta 1984. Ha sido investigador invitado en varias instituciones como las universidades de Berkeley y Florida, el Istituto Storico de Roma o el CSIC (Madrid) y profesor invitado en las universidades CEU-S. Pablo, Nova de Lisboa y Carlos III. Desde octubre de 1986 es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Cantabria (Santander). Anteriormente lo había sido en la Universidad de Extremadura (Cáceres) desde 1984.
Ha centrado su investigación en la sociedad desde mediados del siglo XVIII hasta 1930, en temas como la desamortización, la emigración al continente americano, la urbanización, el reinado de Isabel II, la enseñanza y el estudio comparado de las penínsulas ibérica e italiana. También ha hecho algunas síntesis de historia contemporánea España y Universal, especialmente relativas al siglo XIX que es el período al que más se ha dedicado.
Entre sus numerosas publicaciones destacan: La desamortización de Mendizábal en Valladolid (l836-l853) (l980), La emigración contemporánea de españoles a Estados Unidos, 1820-1950. De «dons» a «misters» (1993), La desamortización española (1766-1924): Un balance (1997), España, 1790-1900. Españoles emigrantes en América (Siglos XIX-XX) (2000), Isabel II (2001), Sociedad y condiciones económicas (2006), Isabel II. En el trono (1830-1868) y en el exilio (1868-1904) (2012).
MH. Está usted considerado como un “especialista en historia social” y, más concretamente, como un investigador de la sociedad española desde mediados del siglo XVIII hasta 1930. ¿Queda algún vestigio de aquella sociedad en la de nuestros días, o no nos hemos alejado en realidad tanto como parecería?
R. La vida social era diferente. Por ejemplo, había un valor hoy en crisis y que entonces se consideraba irrenunciable, sin fisuras: la verdad (la mentira no se aceptaba en ningún ámbito).
Aunque la verdad es un valor universal, en España estaba vinculada a la religión católica. Los españoles en un 99,81 % y las españolas en un 99,83 eran católicos. Al menos, esto era lo que reflejaba el censo de 1877. Eran católicos individualmente y en sociedad. Aunque posiblemente en la mayoría de los casos coincidiese, lo que es difícil de probar, una cosa es lo que cada español creyese y otra, lo que tenía que creer. Las costumbres que componían el código moral las administraban más bien los clérigos, pautados por los obispos, pero el cumplimiento de las reglas morales tenía como su principal valedor, además de la «conciencia» de cada individuo, el conjunto de la sociedad. La doctrina que se aprendía desde niño sobre la verdad era:
– Que no se debe mentir (decir lo contrario de lo que se piensa con intención de engañar).
– La mendacidad (¿quién se refiere hoy a ella?) es el vicio de la repetición de la mentira.
– Por el contrario, el hombre recto debe vivir la virtud de la veracidad, la verdad (la conformidad de las palabras con nuestros pensamientos) de manera habitual.
– No es lícito mentir, aunque se puede callar la verdad para evitar perjuicios sin que haya derecho de exigirla.
Estas consideraciones llevaban a una sociedad en la que predominaba la franqueza sincera y prudente porque sin ella se haría «odiosa» la comunicación y las relaciones, desconfiadas y recelosas.
Todas estas ideas están documentadas en los catecismos del siglo XIX, que casi todos los españoles estudiaban o cuyas enseñanzas recibían en la «parroquia». La sociedad velaba por ellas.
En la sociedad española actual, los obispos han sido sustituidos por los «obispos» y las «obispas» que aparecen en la televisión, que, sin duda, es la «escuela» y la «parroquia» donde aprenden los españoles la mayoría de las normas morales.
Por supuesto que quedan algunos aspectos sustanciales, entre otros, por solo citar dos: la alegría de vivir y la vida social en la calle.
MH. Cuando hicimos en Metahistoria la recensión del libro La nobleza española 1780-1930, en el que usted participaba, una de las cuestiones que nos llamó la atención y en la que no habíamos reparado fue la relativa anomalía española, respecto de Francia por ejemplo, en cuanto a la pervivencia de la nobleza titulada y su posición destacada en el orden social. ¿Quizás el mantenimiento secular de la Monarquía hispana lo explica?
R. Efectivamente, sería un error pensar que esta nobleza titulada ha desaparecido, como ocurrió en Francia. En España, como en el sur de Italia o Portugal, los nobles van a llevar a cabo una adaptación a las nuevas circunstancias. Algunos se pondrán a la cabeza del liberalismo, al menos de cierto liberalismo, y otros se aprovecharán de esta ideología. Concretamente, en España muchos nobles van a entrar en el mercado de las tierras después de la «desvinculación señorial», fenómeno que prácticamente está por estudiar, y, además, comprarán fincas rústicas y urbanas procedentes de la desamortización. La nobleza, en cuanto élite terrateniente, salió relativamente bien parada de la revolución liberal, si la comparamos con la de otros países. Perdió los ingresos derivados de sus derechos jurisdiccionales, pero se les compensó con títulos de la deuda, que, en parte, utilizaron para comprar tierras desamortizadas, como acabamos de ver.
MH. Si tuviera que elegir entre la disolución del régimen señorial y las operaciones desamortizadoras del siglo XIX, ¿cuál de ambas medidas piensa que tuvo mayor impacto en la estructura social española?
R. Me lo pone difícil. Ambos fenómenos forman parte de una misma “revolución” (la liberal). La desamortización (que provocó el cambio de titularidad de las tierras de las llamadas «manos muertas» a nuevos propietarios, labradores y clases medias y altas urbanas) afectó a una mayor extensión (unos veinte millones de hectáreas). La disolución del régimen señorial (que incluye la desvinculación de la propiedad nobiliaria) afectó a menos extensión de tierras, pero implicó un cambio profundo en la organización política y social, lo que permitió la implantación del liberalismo.
MH. Recientemente ha editado usted el libro de Sixto Cámara “La Unión Ibérica”, publicado en 1859 y no traducido hasta ahora al español, edición que se une a otros trabajos de usted mismo sobre el iberismo del siglo XIX. La posibilidad de una unión hispano-portuguesa ¿era entonces y es ahora mera historia-ficción?
R. Entonces, a mediados del siglo XIX, era tanta “ficción” como la unidad italiana. Allí hubo voluntad y la unidad, en parte, se llevó a cabo por la fuerza y con muchos muertos detrás de campañas “gloriosas”. En la península ibérica se planteó como una unión de “pueblos”, pacíficamente, y con tendencia a crear una república común. Evidentemente, ni la monarquía española ni la portuguesa, ni toda las “castas” que les acompañaban, estuvieron dispuestos a poner medios para crear un clima de opinión pública favorable.
La posibilidad de la «unión ibérica» cada día son más difíciles, entre otros motivos, por los problemas generados en España por el régimen de autonomías y las dificultades que esto entrañaría para una posible unión entre España y Portugal, así como por la existencia aún de un anti-españolismo en ciertos sectores portugueses. Parecería que la situación vigente, en el que la soberanía popular de cada una de las naciones, es obvio, ha disminuido en beneficio no se sabe bien si de la soberanía popular europea o del entramado de funcionarios de la Comunidad, aparentemente podría ayudar a la unión. En todo caso, la soberanía nacional continúa para aspectos como el sistema de gobierno en cada país y otros muchos, de aparente menor importancia, que afectan a la vida diaria, como los culturales y lingüísticos.
Felizmente, salvo, quizás, algún archipiélago, los portugueses no tienen que buscar soluciones para el complejo problema de articulación de las aspiraciones nacionalistas de algunas comunidades dentro de una misma nación. Los españoles, sí. La integración de ambos países en uno solo sería un quebradero de cabeza para los portugueses y un quebradero más para los españoles. Constituir una unión política para, a continuación, intentar resolver los problemas lingüísticos, culturales y de recelos de todo tipo que se generarían sería un mal negocio. En este sentido, los españoles y los portugueses no hubiéramos tenido, ni tenemos, nada que ganar.
Mi impresión es que en la actualidad no es ni procedente, ni provechoso resucitar el «iberismo» tal como se planteó en el siglo XIX. Estamos bien como estamos.
Cuando, a finales del siglo XIX, el lúcido historiador portugués Antonio Oliveira Martins hacía una manifestación de su apuesta por el futuro ibérico, no lo hacía por una unidad ibérica que quizás había planteado en sus años más jóvenes, sino por la integración de ambos países en las naciones de Europa: «Nosotros creemos con firmeza (…) en la futura organización de las naciones de Europa; creemos, por tanto, en la España [como sinónimo de la Hispania romana] futura, más noble y más ilustre aún de lo que fue en el siglo XVI. Creemos, también, que vamos ya navegando hacia ese puerto, si bien la neblina empaña la vista de los navegantes ahora (…)».
La solución, que llegó en 1986 con la integración de toda la península ibérica en la Comunidad Europea, me parece que ha producido con creces todos los beneficios que podían esperar los iberistas, sin sus inconvenientes. Las fronteras han desaparecido. Se diseñan en común los sistemas principales de comunicaciones. Vamos hacia una economía integrada en la que se han alcanzado buena parte de los objetivos: La moneda común y la desaparición de las trabas financieras. Empresas y empresarios se establecen en ciudades de la Península con más libertad que lo hacían antes en su propio territorio nacional. De hecho, las inversiones cruzadas son respectivamente mayores que con cualquier otro país. Los beneficios para ambas economías, aunque algunos casos particulares no lo perciban así, creo que son evidentes.
Las relaciones entre portugueses y españoles («iberizar» como las denominaba Sixto Cámara) harán el resto. Quienes viajan cada año entre los dos países se pueden contar por millones, fundamentalmente por razones de turismo, pero también por relaciones comerciales, profesionales o intelectuales. El avance en conocimiento mutuo, colaboración universitaria e intercambio de profesores y alumnos ha sido relativamente grande. Las relaciones humanas que generan estos contactos (como los profesionales, comerciales, políticos o universitarios), «iberizan» en un grado que ni podía soñar Sixto Cámara. Y nadie habla de problemas de «unión» o «desunión», como sí ocurre, por ejemplo, con muchos catalanes, vascos o españoles no catalanes ni vascos que viven en Cataluña o en el País Vasco.
Aún queda mucho, pero creo que estamos “iberizando” bien, lo que es una satisfacción para una persona, como yo, que sufre igual al ver perder en el mundial a España o a Portugal. “Juntos sumamos”… unas cuantas derrotas. La adversidad común también une.
MH. Al escribir la biografía de la reina Isabel II afirmaba usted que su vida “no hubiera sido más pintoresca de tratarse de una novela«. Pintoresquismos aparte, el reinado de Isabel II, que fue el eje de buena parte de nuestro siglo XIX, ¿ha sido tratado con desapasionamiento por los sucesivos historiadores?
R. Sí, creo que la distancia temporal y las circunstancias han sido suficientes para que la mayoría de los historiadores de las últimas décadas lo hayan podido estudiar o enseñar sin estar mediatizados por la actualidad.
MH. Un tema del que también se ha ocupado usted es el de la emigración española a América, incluida la que se dirigió a Estados Unidos. El continente americano fue válvula de escape de buena parte de la población española, a lo que se sumó la emigración forzada, el exilio. ¿Qué características presenta la emigración de españoles a Estados Unidos durante los dos últimos siglos?
R. La emigración de los españoles, por millones, a las antiguas colonias de España en América del sur ha llevado a pensar que la participación de españoles en la gran emigración europea a Estados Unidos fue inexistente. Por otra parte, la llegada a este país de decenas de millones de hispanoamericanos, con apellidos e idioma común a los españoles, oscureció el hecho de que una parte de estos inmigrantes procedían de España.
En total, desde 1820 hasta 1977, se puede contabilizar una entrada legal de casi 320.000 españoles. Los españoles emigraron fundamentalmente en las dos primeras décadas del siglo XX y ,de manera especial, en la segunda, en la que llegaron más del cuarenta por ciento de los mismos.
Con datos recogidos por las estadísticas norteamericanas se puede concluir que casi las cuatro quintas partes trabajaban en España. El resto de los que llegan, el 20 % que dice no haber tenido una ocupación remunerada, constituye más bien lo que podíamos denominar acompañantes: mujeres dedicadas a “sus labores” y niños en su casi totalidad. Por cierto, la mayoría de los emigrantes eran hombres, jóvenes y solos (solteros, en buena parte).
Podemos diferenciar a la población activa en grupos de características diversas. Por una parte, aquellos que he agrupado en “clases medias”, aproximadamente un 20 % de los que llegan a Estados Unidos. Por otra, los que se pueden englobar en “clases bajas” (el restante 80 %) dentro de los cuales hay, a su vez, dos conjuntos: trabajadores cualificados y sin cualificar (estos últimos, suponen casi la mitad de los españoles).
Desde 1978 entre los españoles que han llegado a Estados Unidos, el porcentaje de técnicos, profesionales y artistas es muy superior a la que llegó en el siglo XIX y en el resto del siglo XX.
MH. De la docencia y la investigación académicas ha dado usted el salto al difícil mundo editorial. “Ediciones 19”, que va cuajando en nuevos libros. ¿Cómo ve el panorama de la edición de obras de historia? Y, siendo como es Metahistoria una publicación digital, no podemos dejar de preguntarle también sobre el presente y el futuro de la edición en soporte electrónico.
R. Efectivamente, soy promotor de una editorial, en la que, con mucha ilusión, procuro asesorar y ayudar en la medida de mis posibilidades, pero la empresa es de otras personas (jóvenes y con mucho empuje, lo que facilita su continuidad por muchos años) que espero que mantengan la línea con la que la inspiré: Cubrir la edición de libros de historia (en un sentido amplio) de un periodo como el que va desde mediados del siglo XVIII a mediados del XX. Asimismo, trata de difundir y profundizar en los fundamentos ideológicos y creativos del mundo occidental.
Respecto a la edición digital, hay que estar ciego para no verlo, es ya prácticamente la única forma de edición que (salvo excepciones de un 10%) admite de buena gana toda una generación (hasta los 25 años). Si siguen leyendo en papel es porque los profesores se lo imponemos, pero quejándose, contando las páginas (que las guías docentes, inspiradas por metadocentes -pedagogos, informáticos, funcionarios…- nos obligan a tasar) y (con frecuencia) haciendo la trampa de leerse en digital el resumen de lo que les mandamos, resúmenes que los alumnos de años anteriores, que ya han “sufrido” leyendo un libro, cuelgan para los que les siguen. Sin embargo, los alumnos no suelen poner tasa para lo que les pedimos en digital. Hasta que se enteren los “metadocentes”, malmetan a los alumnos y nos compliquen la vida con nuevos “casilleros” en las guías que ellos han inventado.
Por no hablar de las lecturas de referencia o de consulta, en ese caso, ya no es una generación, son tres (los de menos de 70 años) las que solo utilizan la edición digital. En cuanto a los libros de texto, sólo falta que las editoriales encuentren un camino para conseguir buena rentabilidad en digital, cada curso dan un paso más y probablemente no acabemos la década sin que se haya generalizado.
¿Qué ocurrirá entonces con el papel? Siempre tendremos ese 10% de autodidactas que escapan de los “metadocentes”. Por cierto, están entre los más lectores y los mejor formados. En definitiva, serán bastantes para mantener tiradas rentables (poco rentables, pero suficiente) de los buenos libros que todos dirán leer (como los documentales de la 2). Para el resto, será un prestigio tener algunos libros en casa, a lo que pocos van a renunciar. No es imaginable casas sin un solo libro. Quedarán también las bibliotecas y siempre habrá un libro para leer, por algo más del 10% de la población, en la cama, debajo de un árbol y al borde de la piscina o playa en verano (ningún artilugio lo podrá sustituir).
Pero la base de la cultura (la transmisión y ampliación del conocimiento de una generación a otra) y el consumo diario de letras (prensa, consultas, comunicación) es digital en un 50% y, al terminar la década, será en digital en un 90%.
Entre otros, internet tiene un problema. Ha fomentado un tipo de “escrito” mucho más leve, que cualquier persona copia de cualquiera, donde predominan los paracaidistas, sin que haya verdaderos especialistas. Otra cosa es que el concepto libro, con todos sus componentes, tiene que encontrar un formato más propio de internet para que resulte atractiva la lectura. Los escritores, cuando escribimos, seguimos pensando en un libro lineal de 15 capítulos, 300 páginas y fin. Bien fundamentado y ordenado. Habría que pensar “textos”, con el mismo rigor y fundamento, con diversos niveles que el lector fuese abriendo según su demanda (o la de sus profesores).
MH. Dentro de poco cumplirá usted treinta años como catedrático de Historia Contemporánea, ahora en la Universidad de Cantabria y anteriormente en las de Extremadura, Valladolid y otras. Desde 1984, ¿cuáles han sido, a su juicio, los cambios más relevantes en el panorama de estudios e investigación universitaria en el ámbito de la historia?
R. Comparativamente del año uno al cuarenta (mi primer año como profesor fue en 1974), tres:
1) El poco peso de los “metadocentes” en la organización de la enseñanza en el año uno y el mucho que tienen en el treinta y siguientes. Mis comienzos en la vida universitaria y el periodo de formación coinciden con el inicio de la democracia. Fuí uno de los últimos catedráticos en pasar las oposiciones nacionales de seis ejercicios con un tribunal elegido a sorteo entre todos los catedráticos (de la especialidad) de España.
Los profesores teníamos una fase provisional (con una responsabilidad limitada) de prueba y formación. Para pasar a ser profesores definitivos, cada uno elegía el momento en que se consideraba preparado y dispuesto. Para ello teníamos que estudiar toda la materia del área de conocimiento y pasar pruebas muy densas y fuertes en competencia nacional (no solo con los que se preparaban en los departamentos universitarios, sino con los profesores de enseñanza media que concurrían libremente con un éxito considerable). En consecuencia, una vez que pasábamos esas pruebas elegíamos universidad entre las vacantes (nos sentíamos universitarios de la universidad española, como un todo) y recibíamos toda la autoridad para enseñar, exigir y organizar la docencia.
Había un profesorado contrastado al 100% y nos sentimos relativamente libres porque las oposiciones no dependían de las autoridades de la universidad concreta en la que se ejercía. Como docentes, la mayoría eran buenos o muy buenos y había un porcentaje regular. La investigación, salvo un 30 ó 40 %, era menor que ahora.
El primer gobierno socialista terminó con el sistema de oposiciones competitivas y rigurosas y el Partido Popular, siempre titubeante y acomplejado, nunca lo mejoró sino que lo empeoró. Los candidatos prácticamente siempre (99,9%) son de la propia universidad convocante, que suele sacar las plazas ad hominem (durante un largo periodo, previa bronca interna en los departamentos hasta que todos se han colocado) y ya no tienen que preparar todo el programa (sólo un tema) sino hacer un temario del que no responden. Salvo excepciones del 0,1 %, no hay competencia, ni nacional, ni local y los profesores de instituto dejaron de acceder a la universidad. Como muchos profesores son muy buenos per se, al margen del sistema, hay un porcentaje elevado de buenos o muy buenos docentes, así como otro (menor) de malos o incluso muy malos, porque no ha habido ningún instrumento de verdadero contraste. En consecuencia, los profesores siempre están bajo sospecha y mediatizados por un creciente número de “metadocentes” desde organismos, ministerios, conserjerías, vagas “bolonias”, departamentos de calidad, comisiones, agencias… que no paran de crear normas coercitivas, limitativas y casi siempre para bajar el nivel. Por no hablar de los humillantes y falsos papeles llenos de cuadrículas. La capacidad adquisitiva de los sueldos (y el prestigio social) ha disminuido más o menos a la mitad.
2) Lo más positivo, el considerable avance de la cantidad y calidad de investigación en la universidad. El sistema de sexenios y proyectos de investigación, que se organizó en los primeros gobiernos socialistas (mi homenaje al prof. Juan Rojo) y que el Partido Popular mantuvo sin titubeos, ha sido una fórmula feliz. La zanahoria ha funcionado y funciona salvo en casos poco frecuentes.
3) Los alumnos medios salen de la carrera sabiendo la mitad. Un quince o veinte por ciento sabe lo mismo que los mejores de hace cuarenta años (y estos son el nervio de la universidad y me congratulo de ello) y un treinta por ciento resulta increíble no que acaben una carrera, sino que hayan pasado el bachillerato, por una ignorancia y falta de preparación vergonzosas. Casi todos los “metadocentes” están empeñados en que estos y los “medios” acaben las carreras como sea y, en general, les hacen mucho caso. En consecuencia, como dijo mi colega José Ángel García de Cortázar cuando se jubiló hace unos años, el sobresaliente de ahora es el aprobado de entonces.
MH. Al igual que en otras entrevistas no podemos omitir una pregunta que, relacionada con el fenómeno secesionista de una parte de la sociedad catalana, nos ayude a comprenderlo en clave histórica. A su juicio, y siempre desde la perspectiva del historiador y no del político, ¿cómo hemos podido llegar a esta situación de riesgo?
R. Adelanto que mi punto de vista no es muy común. Ya pensaba así hace cuarenta años, cuando murió Franco. Parto de que, como tantas cosas, el “nacionalismo” es un invento dañino de la edad contemporánea y el catalán no es diferente al resto.
Por conveniencia, creo que Cataluña tendría que haber sido independiente desde las últimas décadas del siglo XIX. En su defecto, se podría haber “aprovechado” la transición para negociar la independencia o el régimen común. Pero no por Cataluña, sino por el resto de España. También el País Vasco, si hubiesen querido (que no habrían querido, en ninguno de los dos casos). La forzada “unidad” nos ha hecho más daño que bien. Para “disimular” el problema catalán se ha creado un sistema autonómico que no es bueno y, además, está generando un cuasi-nacionalismo en otras zonas de país.
Si hubiesen forzado la situación quizás hubieran logrado la independencia. El problema es que la “casta” catalana durante ese siglo y parte del XX, quería otras cosas, quería seguir en España pero con la amenaza del nacionalismo, para obtener beneficios. Desde luego, no perder el mercado cautivo de España y las Antillas. La declaración de independencia, dentro de una federación ibérica inventada por ellos, en 1934, que propició la Esquerra, no creo que representase el sentir de la mayoría de la población catalana. Aun así, si España hubiese participado, como el resto de Europa, en la Gran Guerra o en la II Guerra Mundial, quizás, al menos después de la II, España hubiese perdido y el país se habría fragmentado. Pero no fue así.
En estos años, desde el llamado Gobierno Tripartito de Cataluña, la situación se les ha ido de las manos. Hasta ese momento, el “rollo” nacionalista era más de “arriba” hacia “abajo” y, en cierta manera, jugaban de farol. En la última década hay una nueva generación que se ha calentado demasiado y se percibe un movimiento de “abajo” hacia “arriba”. Los de “arriba” saben que sólo tienen una pareja de ases y con eso no se gana una partida de póker. Pero la situación ya no la controlan. Creo que, una vez que se enfríe la situación, habría que pedir que se levantasen las cartas y si quieren romper la baraja, que la rompan. Pero si no, habría que revisar el sistema autonómico en Cataluña (y en el que ellos han forzado en el resto de España) para evaluar lo que es positivo y lo que no, aspecto por aspecto (todos y sin miedo), analizando lo que funciona mejor o peor, lo que económica, cultural y socialmente es más o menos rentable, lo que implica mayor o menor número de funcionarios y políticos. En definitiva, sería evaluar para decidir lo más conveniente. Desde luego, no el federalismo que implica café para todos y siempre más café cueste lo cueste.
En definitiva, no estoy contento con la deriva catalana porque creo que los de la “casta” van de farol y buena parte de la población está “caliente” pero sin reflexionar. Se va a perder la oportunidad de ponerse ante la realidad de forma serena. Hasta ahora el resto de los jugadores nos hemos retirado de la partida ante el miedo que provoca el nacionalismo, sin pedir que enseñen sus cartas. Así siempre iremos a peor.