Pocas veces en la historiografía moderna un historiador ha estado tan identificado con una de sus obras como Edward Gibbon con su Historia de la decadencia y caída del Imperio romano. Este magnum opus, cuya influencia, ya desde su primera publicación, fue espectacular, modificó para siempre la percepción que la sociedad tenía de las postrimerías del Imperio romano. Imbuido por los principios de su época, progreso, educación y libertad (nos encontramos en el siglo XVIII en el que las Luces brillan con fuerza), el historiador inglés construye un relato cuyo principal cometido, más allá de la narración de los hechos que aborda, es educar a sus contemporáneos y contribuir a la instrucción de la humanidad. Por esta razón no son pocas las alusiones o comparaciones, implícitas o explícitas, que encontramos sobre la situación de la Inglaterra de su tiempo.
Edward Gibbon nació el 8 de mayo de 1737 en Putney, ciudad situada al sudeste de Londres en el condado de Surrey. Su infancia estuvo marcada por las enfermedades que en varias ocasiones le dejaron al borde de la muerte. Tras haber estudiado en la Westmister School y una vez mejorada su salud, cuando contaba quince años fue enviado a completar sus estudios al Magdalen College de Oxford, donde sin embargo el nivel intelectual que encontró estaba muy por debajo de sus capacidades. Al poco tiempo se interesó por la teología y, en concreto, por el catolicismo hasta el punto que dos años después, y quizás debido más a una cuestión intelectual que de fe, se convirtió a la religión católica, muy impresionado por sus ritos e imágenes. Su padre, indignado por la conversión, le obligó a trasladarse a Lausana, en Suiza, bajo la tutela del pastor luterano Pavillard. Durante su estancia en la ciudad helvética cultivó el francés, el latín y el griego y en 1758, tras abjurar de su nueva religión, se le permitió volver a Inglaterra. Esta nueva conversión dejó en Gibbon un cierto disgusto por lo religioso y a lo largo de su vida mantuvo un escepticismo moderado que queda reflejado en su obra.
De vuelta a casa publicó en 1761 su primera obra Essai sur l’étude de la littérature, escrita en francés, en la que revindicaba las letras clásicas. En 1763 emprendió una serie de viajes que le llevaron a París, donde conoció y mantuvo contacto con los enciclopedistas y los ilustrados franceses, Lausana y Roma. Será en la Ciudad Eterna donde, según él mismo cuenta en sus memorias, le llegó la inspiración para escribir su gran obra: “Fue en Roma, el 15 de octubre de 1764, cuando me encontraba meditando entre las ruinas del Capitolio; mientras los frailes descalzos cantaban las vísperas en el templo de Júpiter, surgió por primera vez en mi mente la de escribir sobre la decadencia y caída de la ciudad”. Hoy se cree que esta reflexión es un guiño literario y que la idea ya le había rondado antes por la cabeza.
Tras su vuelta a Inglaterra se instaló en Londres y se introdujo en los círculos literarios más reconocidos de la ciudad. En 1770 la muerte de su padre le permitió llevar una vida más holgada y dedicarse por entero a escribir. Fue elegido miembro de la Cámara de los Comunes, aunque su papel en esta institución pasó completamente desapercibido y en los ocho años de su mandato no pronunció ni un solo discurso.
El primer volumen de Historia de la decadencia y caída del Imperio romano apareció en 1776 y tuvo un éxito considerable, con varias reimpresiones. A pesar de la repercusión de su libro, las penalidades económicas le hicieron trasladarse nuevamente a Lausana. Allí permaneció hasta que la Revolución francesa y la inestabilidad que trajo consigo en el continente le obligaron a regresar una vez más a Londres, donde moriría el 16 de enero 1794.
El único trabajo histórico que Gibbon publicó fue la ya citada Historia de la decadencia y caída del Imperio romano. Libro que recorre el período comprendido desde el siglo de II d.C., cuando gobernaba en Roma la dinastía de los Antoninos y “abarcaba el Imperio Romano la parte más florida de la tierra y la porción más civilizada del linaje humano”, hasta la caída de Constantinopla en el año 1453. Más de mil años reunidos en setenta y un capítulos en los que podemos distinguir dos fases claramente diferenciadas. La primera engloba desde el siglo II hasta la caída del Imperio de Occidente en el año 476 d.C, período de trescientos años al que dedica treinta y ocho capítulos. La segunda fase ocupa un milenio y transcurre desde la caída del poder romano en occidente hasta que Mehmed II conquista la capital del Bizancio y da por finalizado el Imperio Romano. Resulta evidente el diferente tratamiento otorgado por Gibbon a ambas partes.
Una de las características más singulares de la obra de Gibbon es que, a diferencia de otros historiadores que exponen de modo pormenorizado su propio método de trabajo y explican su filosofía de la historia, él no dice absolutamente nada sobre estas cuestiones. Cualquier presunción o teoría que planteemos al respecto ha de ser entresacada de las páginas de sus libros. Tan sólo en el Essai sur l’étude de la littérature alude brevemente a la comprensión que tiene de la historia en general: “Entre la multitud de hechos históricos, hay algunos, la gran mayoría, que no demuestran otra cosa que su condición de hechos. Hay otros que pueden ser útiles para dibujar una conclusión parcial, gracias a los cuales el filósofo puede estar capacitado para juzgar los motivos de una acción o algunos rasgos particulares de un personaje; estos hechos se identifican solo con eslabones de la cadena. Aquellos cuya influencia se extiende a lo largo de todo el sistema y están conectados de modo tan íntimo como para infundir movimiento a los resortes de la acción son muy escasos, y es más raro todavía encontrar al genio que sabe distinguirlos y deducirlos del resto de modo puro e independiente”.
Gibbon fue capaz de condensar de forma coherente un proyecto de proporciones colosales. El eje de la obra es, obviamente, el Imperio Romano (que no Roma) al que el historiador inglés considera, no obstante los retrocesos y avances sufridos durante su existencia, un único gran proceso en el que cada uno de sus elementos parece estar entretejido. Pero no estamos ante una mera relación de hechos, pues Gibbon utiliza como instrumento unificador la decadencia de los valores morales y políticos y la paulatina pérdida de libertad, para construir de manera ordenada su relato y darle una continuidad que, de otro modo, hubiese sido imposible.
Gibbon, aunque pueda dar la impresión contraria, no busca hallar las causas exactas de la caída del Imperio. A lo largo de la obra y, en función de las circunstancias, son varios los motivos esgrimidos para justificar la debacle romana. Destaca la injerencia de los ejércitos en el poder político, la influencia desplegada por el cristianismo o el despotismo de la corte bizantina (insistimos en que Gibbon no culpa a ninguno de ellos, por sí solo, la responsabilidad de la decadencia del Imperio, a la que atribuye un origen plurisecular).
En los capítulos XV y XVI de su obra, Gibbon trata el impacto del cristianismo en las estructuras del Imperio Romano. El historiador inglés se muestra crítico con la Iglesia primitiva (lo que le supuso numerosas recriminaciones en su tiempo) pues considera que el Imperio, tras haber mantenido una política de tolerancia y equilibrio hacia los distintos cultos o religiones practicadas a lo largo de su territorio, al adoptar como religión oficial el cristianismo causó, primero, una fanatización de las clases populares y, segundo, un retraimiento de las élites que desde entonces sólo buscaban la salvación de su alma. Las tradiciones y las costumbres romanas quedaron abandonadas y con ellas se perdió el sentido de servicio al Estado, sustituido por el interés personal centrado en el propio ser (y alma).
Sus conclusiones sobre la caída del Imperio romano reflejan la influencia de las ideas ilustradas, especialmente de Hume y de Montesquieu. La mayor preocupación de los “liberales” del siglo XVIII era la corrupción de la clase política y la opresión de sus dirigentes. El historiador inglés quiere, de forma implícita, mostrar a sus contemporáneos cómo estos problemas podían arrastrar a un Estado a su perdición e incluso existen referencias explícitas en la obra que alertan de los riesgos aparejados a la pérdida de la libertad.
La función que Gibbon otorga a la historia está muy en consonancia con el párrafo anterior. El pasado puede ilustrar al futuro y ayudarle a no caer en los mismos errores. Para lograr este fin el historiador no debe centrarse exclusivamente en los hechos, sino estudiar todos los fenómenos que inciden en la conformación del progreso humano, más allá de los límites de los Estados o de los Imperios. Las premisas básicas con las que construye su obra le conducen a ocuparse, por un lado, de los hechos más relevantes para su propósito, dejando al margen los intrascendentes; y, por otro lado, de aquellos sucesos que, además, sean interesantes para su época. De esta forma puede al mismo tiempo instruir y fundamentar el progreso de la sociedad.
El gran éxito de Gibbon fue publicar una obra amena. Dicho así y para un historiador esta descripción no resulta muy halagüeña; sin embargo, la gran virtud de la Historia de la decadencia y caída del Imperio romano es su capacidad de cautivar al lector. Sus dotes literarias quedan de manifiesto en la construcción de visiones panorámicas de vastos procesos históricos, descritos con una prosa elegante, muy medida y cuidada. De la misma forma que ya hiciera Salustio, Gibbon utilizó numerosos recursos literarios (paradoja, ambigüedad o ironía, por citar los más frecuentes) para hacer atractiva una historia que, de otro modo, hubiese resultado difícil de leer.