Clasificar a Alfonso X como historiador es una decisión controvertida, más aun cuando resulta evidente que no fue el propio monarca quien redactó las obras que se le atribuyen. No obstante, es tal la importancia que la General Estoria y la Estoria de España tuvieron sobre la historiografía medieval que nos obliga a incluir al rey que las promovió entre los grandes historiadores. Las novedades en la preparación, elaboración, técnica y contenido de ambos textos son tales que, si éstos pueden no alcanzar la categoría de obras revolucionarias, constituyen en todo caso una ruptura con la tradición historiográfica previa. De ahí la importancia que se ha atribuido a la labor del monarca castellano como impulsor de la disciplina histórica.
Alfonso X el Sabio nació en Toledo el 23 de noviembre de 1221, fruto del matrimonio entre Fernando III el Santo y Beatriz de Suabia. Poco sabemos de su infancia y se discute si pasó sus primeros tiempos en Galicia, donde aprendería la lengua de las cantigas, o si, por el contrario, vivió en Burgos. Es probable que participase en la campaña para la conquista de Murcia en 1243 y un año más tarde estuviese en la firma del tratado de Almizara, por el que se fijaban los límites entre las Coronas de Aragón y de Castilla en el reino de Valencia y en el que, además, se acordaba su matrimonio con Violante de Aragón.
A la muerte de su padre, el 30 de mayo 1252, Alfonso accedió al trono de Castilla y León. Coronado también como rey de Sevilla, recae sobre él la obligación de proseguir la conquista de la Baja Andalucía. Paralelamente a las campañas militares buscó dotar al Reino de Castilla de unas leyes comunes a todos sus súbditos y reforzar el poder de la monarquía, lo que le llevó a enfrentarse con la nobleza. La voluntad unificadora se plasmó en el extenso código legal redactado en romance y organizado en torno al número siete (las Partidas) y en el Fuero Real, instrumento para unificar la legislación municipal, otorgado a diferentes ciudades.
Dos de los grandes hitos de la monarquía de Alfonso X concluyeron en sonados fracasos. El intento de extender el empuje de la reconquista al norte de África, a modo de cruzada, finalizó en 1263 con la toma de tan sólo algunas plazas cerca de la ciudad de Orán, que ni tan siquiera pudieron conservarse. Además, tuvo como efecto el de incitar una rebelión mudéjar en la península que llegó a conquistar varias ciudades andaluzas hasta que fue duramente reprimida. Por otro lado, el denominado “Fecho del Imperio”, esto es, la aspiración, tras la muerte del emperador Federico II en 1250, al trono del Sacro Imperio Germánico, en su condición de hijo de Beatriz de Suabia y nieto de Felipe de Suabia, tampoco dio los resultados esperados, en gran parte por la oposición del pontificado que frustró las dos tentativas de hacerse con la púrpura imperial. Finalmente, presionado por el papa Gregorio IX, Alfonso X desistiría de su intento en 1275. Ese mismo año el monarca español tuvo que hacer frente a la invasión de los benimerines que tomaron Tarifa y Algeciras.
Los últimos años de la vida de Alfonso X estuvieron envueltos en la tragedia y el conflicto. La muerte de su hijo primogénito generó tensiones entre su nieto y su segundo hijo, Sancho, por la sucesión al trono. El conflicto desembocó en la deposición del rey y el estallido de una guerra civil: los apoyos de Alfonso X se limitaron a Murcia y a Sevilla, mientras que el resto de Castilla y la gran mayoría de los nobles se decantaban por Sancho. Cuando organizaba su ejército le sobrevino la muerte en Sevilla el 4 de abril de 1284.
Alfonso X no sólo se preocupó de establecer unos principios jurídicos sólidos para el reino y de la monarquía, también quiso mejorar el nivel cultural y la educación de sus súbditos. Gracias a la llegada de numerosos sabios y científicos a la corte castellana se redactaron diversas obras sobre astronomía, ciencias puras, religión, literatura e historia. Será en esta última disciplina donde aparezcan sus trabajos más reputados, la General Estoria y la Estoria de España (también conocida como Primera Crónica General). Existe, sin embargo, cierto consenso en negar la autoría de ambas obras al monarca y parece más probable que tan sólo participase de modo indirecto en su elaboración y que, en ocasiones, supervisase algunos pasajes; pero su condición de “sabio”, aunque pueda ser cierta, no alcanzaba el nivel cultural necesario para realizar una labor de tal envergadura.
La General Estoria está divida en seis grandes apartados (los mismos que los utilizados por San Agustín): de la creación al diluvio; del diluvio a Abraham; de Abraham a David; de David a la cautividad del pueblo de Israel; de la cautividad a la muerte de Cristo y de la muerte de Cristo al reinado de Alfonso X. Todos y cada uno de ellos organizados cronológicamente y con la Biblia como eje sobre el que gira la narración. Por su parte, la Estoria de España está dividida cronológicamente atendiendo a los diversos pueblos que habían dominado la Península Ibérica (griegos, “almujuces”, cartaginenses, romanos, vándalos y godos).
La historia se concibe, en la obra del monarca castellano, como un segmento cuyo origen se remonta al inicio de los tiempos y cuyo final se halla en nuestros días. El nacimiento de Cristo acentúa el sentido lineal del tiempo al producir una fractura entre el principio y el final. Con la General Estoria pretendía Alfonso X “poner todos los fechos señalados tan bien de las estorias de la Biblia como de las otras grandes cosas que acaecieron por el mundo desde que fue comenzado fasta nuestro tiempo”. El propósito era sin duda desmedido y no llegó a concluirse: la Sexta Parte, que iba a abarcar desde Jesucristo al propio rey castellano, quedaría inconclusa.
El fluido contacto en las ciudades castellanas entre árabes y europeos hizo posible que los autores de las obras alfonsíes tuviesen acceso a la cultura histórica árabe y judía, a la historia antigua clásica y a las nuevas corrientes europeas. La General Estoria, aunque utiliza obviamente la cronología y los textos bíblicos, va mucho más allá y emplea tanto fuentes clásicas (las Metamorfosis de Ovidio, por ejemplo, o la Naturalis Historia de Plinio, o la Farsalia de Lucano) como judías (Flavio Josefo), tanto protocristianas y post romanas como medievales (el Pantheón de fuentes de Godofredo de Viterbo). Se incluyen en ella numerosos relatos “profanos”, desde los de contenido mítico hasta los propiamente históricos. En la Estoria de España encontramos, además de las fuentes anteriores, una clara influencia de las obras de Rodrigo Ximenez de Rada (De rebus hispaniae) y de Lucas de Tuy (Chronicon mundi).
A pesar de la importancia que el cristianismo tiene en la mentalidad medieval, resulta sorprendente cómo la influencia divina queda relegada a un segundo plano (al menos para los cánones tradicionales de aquella época), en especial en la Estoria de España. En algunas partes de las obras, incluso, el contenido “profano” desborda numéricamente al estrictamente “sagrado”, aun cuando se exponga en paralelo a éste. Los hechos buscan ser narrados con la mayor verosimilitud posible y sujetos a la doctrina católica, pero esto no impide que en determinados momentos se cuestionen algunos acontecimientos y se permitan visiones contradictorias.
Es destacable en la General Estoria la apelación frecuente a los textos clásicos, que se ponen a disposición de los lectores medievales siglos antes de que el renacimiento italiano los generalizase. Y llama la atención también el uso de fuentes árabes (“escritos de arávigos sabios”) que Alfonso X incorpora con no poco respeto: véase por ejemplo el capítulo titulado “del logar e del tiempo del nacimiento de Abraham según los arávigos”.
La función didáctica de la obra exige la unión entre lo espiritual y lo humano, lo profano y lo sagrado. Los relatos que se recogen muestran cómo la única forma de superar la visión pesimista de la historia (el inevitable Juicio final) reside en el esfuerzo individual y colectivo por alcanzar un mayor conocimiento. La cultura pasa a convertirse en un elemento de salvación y la historia, con sus numerosos ejemplos, nos muestra el camino para lograr el conocimiento universal, que ya no reside sólo en la tradición oral sino también en la escrita y es aplicable tanto a creyentes como a no creyentes.
Junto al objetivo puramente didáctico que impregna la labor histórica de Alfonso X, también encontramos un programa político que busca realzar la imagen del rey y de la institución monárquica. Las comparaciones casuales o las equiparaciones sutiles entre personajes míticos o reales y Alfonso X, que aparecen diseminadas a lo largo de las obras, dificultan distinguir cuándo nos hallamos ante el monarca político o ante el monarca historiador. Esta misma dualidad es perceptible en la Estoria de España donde por primera vez en la historiografía medieval el sujeto histórico va a ser un “pueblo/nación” (ténganse en cuenta los matices de este término, sin olvidar el contexto en que se produce). Hasta ese momento la mayoría de las obras abordaban o bien la historia universal (Eusebio de Cesarea o Paulo Orosio) o bien la de pueblos enteros (Isidoro de Sevilla o Gregorio de Tours). Sin embargo, Alfonso X otorga a la península una cierta unidad territorial e histórica que la convierte en protagonista, y sitúa como puntos de inflexión de su historia la llegada de los godos y su pérdida a manos de los musulmanes.
Otra de las grandes novedades introducidas por Alfonso X fue el uso de la lengua vernácula (el castellano) en detrimento del latín. No sabemos con certeza si es la primera obra sobre historia que utilizó este sistema pero, de no ser así, ninguna de las anteriores tuvo la importancia que alcanzaron los trabajos alfonsíes.
Tanto la General Estoria como la Estoria de España supusieron una significativa transformación en el método historiográfico medieval. Hasta la aparición de ambas predominaban las crónicas, es decir, la mera relación de hechos narrados, mientras que Alfonso X trata en sus trabajos de reconstruir el pasado a través de un estudio pormenorizado de las fuentes y con una voluntad divulgativa evidente. Más allá de la autoría de los escritos es innegable el impulso que el rey Sabio dio a la disciplina histórica, en una época compleja en la que los reyes estaban más interesados en batallar que en la cultura.