Luis Ribot García
Luis Ribot García
Luis Ribot García. Vallisoletano de nacimiento, cursó en esa capital sus estudios terminando con Premio Extraordinario la Licenciatura de Historia y el posterior doctorado.
Catedrático de Historia Moderna en las universidades del País Vasco y Valladolid, actualmente lo es en la UNED. Ha sido galardonado con el Premio Nacional de Historia de España 2003.
Académico de Número de la Real Academia de la Historia, comisario en numerosas exposiciones y consejero en las revistas Hispania, Mediterránea y Archivo Storico Lombardo. Entre sus abundantes obras, destacan: La Monarquía de España y la guerra de Mesina (1674/1678) y La Edad Moderna (siglos XV-XVIII).
Es miembro del jurado del Premio de Historia Órdenes Españolas.
Premio de Historia Órdenes Españolas
El Premio de Historia Órdenes Españolas es un galardón internacional que nació en 2017 con el deseo de convertirse en una referencia en esta disciplina. Supone un reconocimiento a quienes se dedican con esfuerzo a esta ciencia y un compromiso con el valor de la Historia. Su objeto es distinguir al investigador cuyo trabajo haya alcanzado general reconocimiento por la importancia de sus estudios, el rigor de su documentación y el alcance de sus conclusiones, y que alguna parte de su obra esté relacionada con lo hispánico y su proyección en el mundo.
El Premio ha celebrado ya dos ediciones. En la primera resultó galardonado el hispanista británico John H. Elliott. Felipe VI presidió la ceremonia de entrega del Premio en 2018. En la segunda fue el medievalista vallisoletano Miguel Ángel Ladero Quesada quien recibió el Premio. S.M. el rey Juan Carlos presidió el acto de entrega en mayo de 2019.
El Premio de Historia Órdenes Españolas está gestionado por la Fundación Lux Hispaniarum y cuenta con el apoyo de la Fundación Ramón Areces, la Fundación Talgo, Grupo Siro, Valmenta e Ibervalles.
Para más información: www.premioordenesespañolas.es
MH. No estamos ante la primera, ni probablemente la última de las pandemias que las naciones europeas han sufrido a lo largo de la historia. Las pestes, las calamidades y las enfermedades de todo tipo han sido recurrentes. ¿Qué podemos aprender de los comentarios y de las reacciones de las sociedades que entonces las padecieron?
LRG. Conviene diferenciar entre epidemia y pandemia. La primera es una enfermedad que se propaga por un territorio y que afecta simultáneamente a un número elevado de personas; mientras que la pandemia es una epidemia que se extiende a muchos países o que ataca a casi todos lo individuos de una localidad o región. Dicho de otra forma, todas las pandemias son epidemias, pero no todas las epidemias son pandemias. A lo largo de la historia ha habido muchísimas epidemias, aunque no tantas pandemias. Las sociedades tradicionales estaban protegidas contra ellas por las dificultades y la lentitud de las comunicaciones, que hacían prácticamente imposible una difusión tan rápida y generalizada como la que hemos visto con el Covid-19. Un caso anterior de pandemia fue la gripe de 1918, iniciada en los Estados Unidos y que afectó en poco tiempo a muchos países europeos, favorecida por las expediciones de tropas americanas hacia los frentes bélicos de la Primera Guerra Mundial, y también por la resistencia de muchos países a hablar claramente de ella, para evitar repercusiones negativas sobre las movilizaciones militares.
En los siglos anteriores, lo habitual eran las epidemias, que no solo eran frecuentes y recurrentes, sino que afectaban siempre a algún que otro territorio. El foco principal de las infecciones europeas era el oriente mediterráneo y el mundo turco, donde algunas enfermedades eran endémicas. La tipología de las enfermedades epidémicas era variadísima; además de los distintos tipos de peste, contaba con el tifus, la viruela, el sarampión, la difteria, las gripes, el paludismo… La expansión de algunas de tales enfermedades -como el tifus- se veía estimulada por la malnutrición y las malas condiciones higiénicas en las que vivían amplios sectores de la población, pero otras, como la peste, se difundían con independencia de ellas. En cualquier caso, las posibilidades de defensa eran mayores entre las gentes que contaban con más medios. Desde la disponibilidad de una alimentación mejor y una vida más higiénica, a la posibilidad de salir de la ciudad, a residencias campestres, y alejarse así de los posibles contagios; recordemos el Decamerón de Boccaccio, integrado por las historias que cuentan una decena de jóvenes huidos de Florencia a causa de la peste de 1348. La huella de las epidemias sobre la demografía era tal que constituían la causa principal -además de la guerra y las hambrunas, los otros dos jinetes del Apocalipsis- de la llamada mortalidad catastrófica o extraordinaria, distinta de la ordinaria y principal freno a la tendencia natural de las poblaciones hacia el crecimiento.
MH. ¿Cómo afrontaron las sociedades de siglos pasados los retos que les presentaba una epidemia de esta magnitud, teniendo en cuenta que sus medios eran mucho más limitados que los que hoy están a nuestro alcance?
LRG. Una pandemia como la que estamos viviendo solo es posible en un mundo globalizado como el actual, que ha propiciado el que los contagios se extendieran en muy poco tiempo, no solo por varios países, sino que afectaran a los diversos continentes. En este sentido, estamos ante una realidad nueva, mucho más generalizada que las epidemias históricas, aunque contamos, a cambio, con una ventaja que de la que ellas carecían: el enorme avance de la medicina y la capacidad de la ciencia para luchar contra los virus y otros agentes patógenos como las bacterias. Las epidemias eran particularmente mortíferas en las ciudades, donde se concentraban grandes cantidades de personas, y ante la falta de remedios médicos eficaces, la mejor defensa era salir de ellas -los que podían-. Al tratarse de enfermedades infecto-contagiosas, la opción más eficaz era el aislamiento, lo que llevaba a establecer cordones sanitarios, clausurar las ventanas y puertas de los afectados, quemar las pertenencias de los muertos, y otra serie de medidas expeditivas y duras para buena parte de la población, pero que, al cabo, habrían de ser eficaces. Uno de los logros importantes del siglo XVIII fue la desaparición -o retirada- de la peste de Europa occidental, en la que parece que tuvo gran importancia la lucha secular contra ella (cuarentenas severas, medidas drásticas, etc.). A cambio, el gran asesino de aquella centuria fue la viruela, con la particularidad además de que tenía una especial incidencia sobre los más pequeños, por lo que llegó a llamársela “el Herodes de los niños”. Dentro de lo malo de la situación que estamos viviendo, no deja de ser un alivio el ver que el Covid-19 respeta a la infancia y la juventud.
MH. Los períodos posteriores a las pandemias se suelen caracterizar por cambios y transformaciones sociales. ¿Qué nos dice la historia sobre la evolución de las sociedades que atravesaron una epidemia de esta magnitud?
LRG. Los mayores avances estimulados por las epidemias han sido los producidos por la investigación médica en la búsqueda de vacunas y remedios eficaces; pero esto solo ocurre con los grandes progresos médicos del mundo contemporáneo, iniciados, ya a finales del siglo XVIII, por la vacuna contra la viruela. Fuera de ellos, no creo que sea cierto el que las grandes epidemias -y las pandemias- hayan propiciado cambios y transformaciones sociales. La tendencia dominante de las sociedades es hacia la normalidad, y, en los momentos en que esta se ve interrumpida, hacia la recuperación de la normalidad. Fuera de esa lenta acumulación de experiencias en la lucha de Occidente contra las epidemias -que habría de resultar positiva- no veo cambios en las sociedades posteriores a grandes contagios como la Peste Negra del siglo XIV, la peste atlántica de finales del XVI, o las repetidas oleadas del siglo XVII. Las sociedades afectadas recuperaban lentamente su ritmo anterior, se reconstruían las zonas afectadas -a veces calles o barrios enteros- y la vida volvía por sus fueros, como lo demuestra el incremento de la natalidad y la reducción de la edad del matrimonio después de estos azotes, por esa necesidad de recuperar la población, que se enmarca en la tendencia natural a rehacer y reconstruir; la vuelta a la normalidad anterior.
Con frecuencia, la crisis estimulaba reacciones indeseadas, como el odio del grupo contra los distintos: minorías y extranjeros. Era una consecuencia del miedo y la incultura -cuando no de manipulaciones perversas- en unas gentes que desconocían la índole del mal que les afectaba, y se acogían a la fácil válvula de escape de pensar que eran los judíos o los extraños quienes envenenaban el agua o el aire, lo que solía tener consecuencias desastrosas para tales grupos. También, en sociedades tan altamente sacralizadas como las europeas del Antiguo Régimen, la crisis epidémica propiciaba un incremento de la religiosidad, con el recurso a santos protectores como San Roque o San Sebastián, cuya frecuente presencia, aún hoy, entre las imágenes religiosas de numerosas iglesias prueba la intensa devoción que suscitaron.
MH. Aunque todavía es pronto para hacer una valoración, ¿cómo cree que abordarán los historiadores de las próximas generaciones los sucesos que hoy estamos viviendo?
LRG. Sin duda alguna, la pandemia del Covid-19 ocupará un lugar destacado en la historia del siglo XXI. No sabemos cual será la evolución epidemiológica del mundo a partir de ahora, pero lo que es evidente es que la crisis actual ha implicado grandes novedades. Es la primera vez en que todo el mundo -sin excepción- se enfrenta al tiempo a un contagio generalizado -nunca mejor dicho-; la primera, también -y ojalá que no tenga que repetirse-, en que un elevadísimo porcentaje de la población mundial ha sido sometida por causas médicas a un confinamiento en la vivienda de cada cual; la primera en que una gran parte de la actividad económica -insisto, de todo el mundo- se ha visto parada o fuertemente ralentizada. Es imposible vaticinar las consecuencias de todo ello, si bien algunas de las primeras ya se perciben, como el enorme desarrollo del teletrabajo. No podemos saber como evolucionará el mundo a partir de ahora, pero la difícil coyuntura que estamos viviendo ocupará un lugar importante en los libros de historia, y, por supuesto, en la literatura, el cine, los estudios de economía, sociología, ciencia política, etc.
MH. ¿Cuáles fueron las mayores epidemias de la época en que es usted especialista?
LRG. Hubo muchas, siendo muy raros los años en que no hubiera alguna zona de Europa afectada. En el conjunto del continente, durante el siglo XVI hubo varios periodos de gran difusión de la peste: 1520-30, 1563-66, 1575-88, y, sobre todo, la gran peste atlántica de entre 1597 y 1604, que fue la más extendida de todas, una auténtica pandemia, que abarcó desde el Báltico a Marruecos. A ellos habría que sumar el tifus, importante en dicha centuria; la malaria, que se daba sobre todo en zonas húmedas, en muchas de las cuales era endémica; la viruela, el sarampión infantil, la tosferina, etc. Una novedad fue la sífilis, que se difundió desde finales del siglo XV, apareciendo por primera vez en el ejército francés que invadió Nápoles en 1494, y que habría de tener una gran incidencia en el siglo XVI. Otro contagio fue el llamado sudor inglés (sweating sickness), causado según parece por un virus, que provocaba la muerte en horas, y que ocasionó varias epidemias en Inglaterra entre 1485 y 1551, afectando también a varias zonas de la Europa del norte y centro, así como a Rusia; después de 1551, sin embargo, desapareció sin que se sepa muy bien la causa. Lo peor del siglo, con todo, fue la expansión al Nuevo Mundo de microbios portados por los europeos, que tuvieron una terrible incidencia al afectar a los indígenas que, a diferencia de los habitantes del viejo continente, no habían desarrollado defensas biológicas frente a ellos. El efecto fue desastroso, siendo la causa principal de la impresionante y generalizada caída demográfica, que llevó a la práctica desaparición de algunas poblaciones del Caribe, la zona más afectada.
En Europa, el siglo XVII fue más duro que el anterior, con grandes pestes como la que afectó al norte de Italia y a Francia en 1628-32; la peste mediterránea entre 1647 y 1652, que castigó fuertemente a Andalucía, reino de Valencia, Cataluña, Aragón, Mallorca y Murcia, y fue muy grave en Italia entre 1656 y 1658; o la peste que afectó al noroeste de Europa entre 1663 y 1670, siendo la última de las grandes pestes europeas pues, a partir de entonces, dicha enfermedad tendió a desaparecer, si bien el en el siglo XVIII, además de la terrible viruela, siguió habiendo otras muchas epidemias de enfermedades infecto-contagiosas (tifus, sarampión, tosferina, gripe, difteria, disentería, fiebre amarilla, sífilis, tuberculosis…)
Los efectos de las epidemias eran terribles. La gran peste atlántica a caballo entre los siglos XVI y XVII dejó en España -que fue el territorio más afectado- más de medio millón de muertos. Solo en Londres, el contagio de 1665 provocó 69.000 víctimas, a las que habría que sumar otras 100.000 en el resto de Inglaterra. Conviene recordar, por seguir con el ejemplo de Londres -similar a otros muchos-, que la capital inglesa padeció la peste en treinta ocasiones entre 1600 y 1667, siendo responsable de un 21 por ciento de las muertes. En el caso de Amsterdam -tengamos en cuenta que ambas fueron las capitales de los dos territorios más prósperos de la Europa del XVII- los contagios de 1624, 1636 y los más graves de 1655 y 1663-64 eliminaron una tercera parte de su población. Otro ejemplo -de entre los muchos que podríamos poner- es el del reino de Nápoles, que, en 1656-57, perdió 900.000 personas sobre un total aproximado de 4 millones y medio..
MH. ¿Cuándo se iniciaron los primeros avances médicos contra las epidemias?
LRG. En el siglo XVIII hubo novedades importantes, que anunciaban el alborear de una nueva era para la medicina preventiva. La primera habría de ser el descubrimiento de la inoculación, y a finales de la centuria el de la primera vacuna. La inoculación se basaba en la idea de que casi todo el mundo habría de pasar la viruela antes o después, por lo que era aconsejable inmunizar previamente a las poblaciones. Para ello, se introducía (o inoculaba) en un individuo sano una pequeña cantidad de pus varioloso de un enfermo, que provocara la reacción de su organismo. Aunque de origen chino, su introductora en Europa fue la mujer del embajador británico en Turquía en los años veinte, lady Wortley Montagu, quien observó dicha práctica en Anatolia. Lo cierto es que la inoculación generó una gran polémica y hubo muchas dudas sobre su eficacia: si efectivamente inmunizaba o si, por el contrario, provocaba la enfermedad -y tal vez la muerte- de gente sana. La mayoría de los ilustrados -y entre ellos Campomanes o Jovellanos- defendían tal práctica, en la que destacó, en España, el médico irlandés Timoteo O’Scanlan. Muchos de los reyes y príncipes europeos se hicieron inocular para difundir la práctica entre sus súbditos. Entre ellos, el rey de Francia, Luis XVI o el duque de Parma Fernando de Borbón; en España, a finales del siglo, fueron inoculados los príncipes Fernando (futuro Fernando VII), Carlos María Isidro y Francisco de Paula. A partir de 1765, en Chile, que formaba parte de la América española, el misionero Pedro Manuel Chaparro, de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, con gran éxito, había aplicado un método similar a varios miles de personas.
Pero el gran avance del siglo ilustrado habría de ser, ya en los últimos años, la vacuna, descubierta por el médico rural inglés Edward Jenner. El propio nombre -que habría de generalizarse y llegar hasta hoy, para definir cualquier preparado capaz de inmunizar contra las distintas enfermedades- nos descubre su origen: las vacas, pues lo que Jenner descubrió es que la viruela de estos animales (cow-pox), mucho menos maligna, servía para evitar que los humanos padecieran dicha enfermedad. Se iniciaba la gran historia de la medicina preventiva, que habría de alcanzar un enorme desarrollo en los siglos posteriores, con figuras preeminentes en el siglo XIX como Louis Pasteur o Robert Koch, padres de la microbiología, que constituye hoy la principal esperanza para frenar amenazas como la del Covid-19. En los primeros años del siglo XIX, la corona española patrocinó una expedición encabezada por el médico Francisco Javier Balmis, cuyo objetivo era difundir la vacuna por sus posesiones ultramarinas, y que fue un éxito enorme, pues logró vacunar a más de 50.000 personas, constituyendo la primera gran expedición que dio la vuelta al mundo con un objetivo sanitario.
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