Francisco Javier Puerto
Francisco Javier Puerto
Francisco Javier Puerto Sarmiento (Madrid, 1950) es Catedrático de Historia de la Farmacia desde el año 1986, y Director del Museo de la Farmacia Hispana en la Universidad Complutense de Madrid desde 1987.
Especializado en la Historia de la Farmacia y de la Ciencia, ha dirigido trece programas de investigación y participado en otros doce sobre Historia de la Ciencia, la Farmacia española y el medicamento.
Es académico numerario de la Real Academia de la Historia; académico numerario de la Real Academia Nacional de Farmacia; miembro de número de la Académie Internationale d’Histoire de la Pharmacie; Socio de honor de la Academia Italiana de Historia de la Farmacia; Membre-correspondant de la Société suisse d’histoire de la pharmacie; miembro correspondiente de la Institución Fernán González; y académico correspondiente de la Academia Nacional de Ciencias Farmacéuticas de México. Patrono de la Fundación de Ciencias de la Salud, encargado de las actividades culturales. Director de la Cátedra “José Rodríguez Carracido” del Ateneo Científico, Literario y Artístico de Madrid (hasta 2015). Coordinador de una materia en la Cátedra Juan de Borbón del CESEDEN y la UCM (hasta 2016).
Entre otros muchos textos, ha publicado o coordinado la edición de cuarenta y siete libros de investigación o divulgación relacionados con su especialidad; alguno de ellos con la historia de las epidemias.
Premio de Historia Órdenes Españolas
El Premio de Historia Órdenes Españolas es un galardón internacional que nació en 2017 con el deseo de convertirse en una referencia en esta disciplina. Supone un reconocimiento a quienes se dedican con esfuerzo a esta ciencia y un compromiso con el valor de la Historia. Su objeto es distinguir al investigador cuyo trabajo haya alcanzado general reconocimiento por la importancia de sus estudios, el rigor de su documentación y el alcance de sus conclusiones, y que alguna parte de su obra esté relacionada con lo hispánico y su proyección en el mundo.
El Premio ha celebrado ya dos ediciones. En la primera resultó galardonado el hispanista británico John H. Elliott. Felipe VI presidió la ceremonia de entrega del Premio en 2018. En la segunda fue el medievalista vallisoletano Miguel Ángel Ladero Quesada quien recibió el Premio. S.M. el rey Juan Carlos presidió el acto de entrega en mayo de 2019.
El Premio de Historia Órdenes Españolas está gestionado por la Fundación Lux Hispaniarum y cuenta con el apoyo de la Fundación Ramón Areces, la Fundación Talgo, Grupo Siro, Valmenta e Ibervalles.
Para más información: www.premioordenesespañolas.es
MH. No estamos ante la primera, ni probablemente la última de las pandemias que las naciones europeas han sufrido a lo largo de la historia. Las pestes, las calamidades y las enfermedades de todo tipo han sido recurrentes. ¿Qué podemos aprender de los comentarios y de las reacciones de las sociedades que entonces las padecieron?
FJP. La Historia siempre, si se desea, es maestra de la vida. En primer lugar hay que diferenciar algunos términos: endemia es una enfermedad persistente en una localidad o zona geográfica. Epidemia es cuando se generaliza a un territorio amplio, generalmente de manera efímera, y pandemia a todo el mundo. Las últimas aparecen a partir del siglo XIX, con la industrialización, que reúne a grandes cantidades de personas para hacer funcionar las fábricas, y la mejora de las comunicaciones, que permiten pasar el periodo de incubación de ciertas enfermedades durante el viaje y así contagiar territorios muy alejados.
El estudio, ataque y prevención de las epidemias, llamadas pestes, fuera de lo que fueran, hasta el siglo XVII cuando menos, requiere el conocimiento de su agente etiológico; del reservorio en donde permanece hasta contagiar a los humanos y de los vectores mediante los cuales llega a él.
Durante la antigüedad la mejor aproximación científica –si bien especulativa y apriorística- al universo y los animales la realizó Aristóteles; a las plantas Teofrasto y a los seres humanos Hipócrates y Galeno. De manera tal que se especulaba mediante el empleo de la lógica sobre el macrocosmos, o universo y naturaleza, y el microcosmos, o seres humanos, jerárquicamente situados en el vértice de la pirámide natural. Se conocía algo de lo infinitamente alejado. Se desconocía todo sobre lo infinitamente pequeño.
El holandés Anton van Leeuwenhoek (1632-1723) describió la primera bacteria en las Philosophical Transactions de la Royal Society londinense, pero su descubrimiento no tuvo mayor transcendencia hasta que Louis Pasteur (1822-1895) en Francia y Robert Koch (1843-1910) en Alemania, crearon la microbiología. A partir de entonces, una generación de médicos y cirujanos heroicos fueron descubriendo los agentes causantes de todas las enfermedades infecciosas.
Quiere esto decir que hasta mediados del siglo XIX, los seres humanos convivieron con los embates epidémicos. En los momentos álgidos de los mismos trataron de defenderse de manera intuitiva, mágica o religiosa, pues la ciencia poco podía hacer para combatir algo desconocido. Ese magma humano de miedo, defensa ante lo desconocido y reacción instintiva, permanece en todas las medidas anti epidémicas actuales, pues si en la actual pandemia la ciencia conoce el agente morboso y los vectores de contagio, por ahora puede hacer poco, al carecer de antivirales y vacuna; no puede destruirlo, de momento sólo mantenerlo a raya.
MH. ¿Cómo afrontaron las sociedades de siglos pasados los retos que les presentaba una epidemia de esta magnitud, teniendo en cuenta que sus medios eran mucho más limitados que los que hoy están a nuestro alcance?
FJP. A riesgo de ser prolijo pondré dos ejemplos: la peste negra, más antiguo y el cólera del siglo XIX.
La primera es causada por la bacteria Yersinia pestis, transportada por las pulgas Xenopsylla cheopis de las ratas. Las personas la adquieren al ser picadas por ellas, excepcionalmente al manipular animales muertos e infectados. También la peste neumónica puede ser transmitida por vía pulmonar al toser la persona infectada. Durante la tercera pandemia que prendió en el oeste de China, en 1886, Alexandre Yersin (1863-1943), llamado “Doctor Nam”, desembarcó en Hong Kong el 15 de junio de 1894, en plena crisis epidemial y caracterizó a la bacteria de la peste. La forma de pasar de la rata al hombre la descubrieron el japonés Masanori Ogata y Paul-Louis Simon en 1897. Cinco años después, la Convención Sanitaria Internacional ordenó la destrucción de las ratas en los barcos infectados. Se comenzó la utilización sistemática de raticidas e insecticidas en la lucha contra la enfermedad.
Waldemar Mordechaï Wolf Haffkine, también del instituto Pasteur, como Yersin y Simon, preparó en 1897 una vacuna anti pestosa con bastantes efectos secundarios, incapaz de prevenir la enfermedad, aunque disminuía la incidencia infecciosa. La lucha se centró en la eliminación de las ratas y las pulgas.
¿Qué se hizo hasta entonces?
Durante la Baja Edad Media se concreta la manera de abordarla: en principio se observan causas superiores: primero Dios. Los seres humanos serían culpables, consciente o inconscientemente, del castigo divino; en segundo lugar se debería a una mala conjunción astral. Entre otros, el profesor de la facultad de medicina de Lérida, Jaume d’Agramunt (+ 1349), considera a varios astros capaces de originarla. Su influjo causaría cambios sustanciales en el aire. A partir de los mismos se producirían contagios masivos. En tercer lugar, la tierra y el aire. El exceso de lluvia o sequía; los terremotos y otros fenómenos naturales, causarían el “malum aeris” o “mal aria”, el mal olor característico de un aire infectado y teórico causante de la enfermedad, conforme a los criterios galenistas.
En conformidad con Galeno, el primer remedio sería la huida: rápido, lejos y el regreso retardado, cuando hubiera pasado el embate. También se intentaba prevenir: los métodos para hacerlo habrían de ser de dos tipos: espirituales y corporales. Los sanadores se ocupaban, como es lógico, prioritariamente de los segundos, sin privarse de efectuar numerosas admoniciones a la penitencia y a ponerse en paz con Dios.
En la prevención intervenían no sólo los médicos, también las autoridades locales mediante el establecimiento de medidas para aislar los territorios sanos de los atacados. Dadas las molestias, los trastornos y las pérdidas económicas, derivadas de la declaración de lugar apestado, solían evitarlo o al menos retrasarlo, cuanto podían. Para prevenir la epidemia, se considera imperioso el arrepentimiento, la purificación del aire mediante sahumerios, diversas dietas alimenticias (muy peregrinas desde nuestros conocimientos actuales, pero ajustadas a las creencias galenistas) la sangría, los remedios farmacológicos y los sistemas de acordonamiento de ciudades –sanas o enfermas- los lazaretos para pasar las cuarentenas si se procedía de lugar dudoso, los pasaportes sanitarios…
Para curarlo, en primer lugar remedios espirituales, como mortificaciones y confesión. También la expulsión de pobres, facinerosos y “gentes de mal vivir”, según la moral de la época, y las procesiones y plegarias especiales contra la peste.
En toda Europa se levantaron hospitales para apestados con separación de hombres y mujeres, que todo el mundo trataba de evitar, pues era casi imposible salir con vida de allí. Los remedios eran variados y, en ocasiones, terribles, como las sangrías y las purgas cuando los atacados estaban ya muy débiles. Entre los fármacos la Triaca Magna se consideraba gran preservativo y curativo y costó la vida a algunos boticarios, pues al morir los afectados, los parientes se vengaron, al creer imposible que si hubiera estado realizada conforme al arte, el fatídico desenlace se hubiese producido.
El cólera, según la OMS, es una enfermedad diarreica aguda causada por la ingestión de agua o alimentos contaminados con el bacilo, Vibrio cholerae Pacini-Koch, productor de una enterotoxina, cuyas principales manifestaciones en el individuo son una diarrea profusa y vómitos. El ochenta por ciento de los casos pueden tratarse con soluciones de rehidratación oral. Los graves necesitan la administración rápida de líquidos intravenosos y antibióticos. Hay vacunas orales de seguridad demostrada.
En 1854, el gran anatomista toscano Filippo Pacini (1812-1883), estableció una correlación entre el cólera y los gérmenes móviles observados por él en el contenido intestinal de los cadáveres, víctimas de la epidemia de Florencia (1854-1855). También detectó, en las materias fecales de los enfermos, bacterias morfológicamente idénticas a las del contenido intestinal de los afectados. En agosto de 1883 una legación de bacteriólogos alemanes, dirigida por Robert Koch, identificó en Alejandría a la bacteria en forma de coma característica, en los intestinos de muchos infectados y dejó determinado para siempre el microorganismo que años antes había reconocido Pacini.
Pese a tantas evidencias, la comunidad internacional continuó reticente. En Francia, toda la comunidad científica se mostraba contraria a las teorías de Koch y casi toda en Inglaterra. En la conferencia sanitaria internacional de 1885, a la que asistió Koch y representantes de veintiocho países, la comisión inglesa boicoteó cualquier propuesta de decisión científica sobre la etiología del Cólera. Sin embargo, las evidencias y la inconsistencia de la teoría miasmática, fueron abriendo camino a las ideas mantenidas por John Snow (1813-1858) –quien defendió la transmisión del cólera por el agua en 1854- Pacini y Koch.
¿Cómo se enfrentaron a la epidemia en el mundo y singularmente en España, atacada al menos en cuatro ocasiones -1833-1835; 1854-1856; 1865 y 1884-1885?
Los partidarios del contagio la consideraban producto del contacto. Defendían todas las medidas profilácticas establecidas desde los tiempos de la peste: aislamiento de ciudades y territorios; cuarentenas de buques y personas; levantamiento de hospitales singulares y lazaretos; quema de ropas y enseres de los contagiados…
Por el contrario, los seguidores de la teoría infecciosa o miasmática, basándose en un paradigma también muy arcaico, defendían la transmisión aérea de un agente morboso, capaz de actuar dependiendo de cuestiones locales e individuales. Para ellos las medidas tradicionales contra las epidemias no tenían utilidad alguna.
A partir de 1854, Joseph von Pettenkofer (1818-1901) lo relacionó con la íntima composición del suelo.
En definitiva, si lo vemos con perspectiva, las mismas consideraciones que respecto a la peste e idénticos remedios. Quienes la consideraban contagiosa pedían acordonamientos.
En España, durante la primera epidemia, se acordonó toda Andalucía, si bien las tropas del General Rodil rompieron la incomunicación, en el traslado efectuado desde la frontera de Portugal hasta el Norte, para participar en la primera guerra carlista. Evidentemente se establecieron guardias vecinales en las ciudades, pasaportes sanitarios y lazaretos. En 1834 se prohibieron los acordonamientos, pero se mantuvo uno doble sobre La Granja de San Ildefonso, en donde estaba recluido el Gobierno y la Real Familia.
La única diferencia con las otras epidemias es el avance del higienismo. Nacido en Francia, como policía sanitaria en el siglo XVIII; desarrollado en la Gran Bretaña e introducido en España por los médicos liberales, exiliados tras la llegada de Fernando VII, como Mateo Seoane. Empezaron a dar gran importancia a la higiene pública y privada, sin preocuparse de si era contagiosa o no la enfermedad, y al cuidado de las clases menos favorecidas, no por empatía o solidaridad, sino para evitar la propagación de enfermedades de las cuales hacían responsable a la ignorancia de los menos favorecidos, sus formas de vida, su falta de higiene y su mala alimentación.
Las medidas sanitarias fueron muy similares a las de la peste hasta 1834: acordonamientos, lazaretos, expulsión de pobres y mujeres de mal vivir, establecimiento de hospitales para coléricos, de hospitalidad domiciliaria para los pobres y de casas de socorro, además de un incremento grande de la beneficencia. Los métodos de cura tan terribles o más que contra la peste; con profusión de purgas, sangrías feroces y medicamentos inútiles.
Si vemos las medidas contra el COVID nos encontramos con que conocemos el agente y los vectores pero la forma de abordarlo ha sido casi idéntica: cierre de fronteras (acordonamientos) cuarentenas para los viajeros (lazaretos), un inmenso enclaustramiento de la población, búsqueda de medicamentos eficaces por los clínicos –con poco éxito- búsqueda de una vacuna a contra reloj, aumento de las medidas de solidaridad social que antes se llamaban de beneficencia y discusiones socio-políticas sobre si es mejor morir de enfermedad o de hambre por el deterioro económico.
Podemos recordar que la primera vacuna contra el cólera la consiguió el español Jaime Ferrán y luego Santiago Ramón y Cajal preparó otra.
Podemos reflexionar sobre cómo la ira, producida por todas las epidemias, por el temor ante lo desconocido y a la pérdida de la propia vida, llevó muy a menudo a la búsqueda de un chivo expiatorio: en las de peste se realizaron numerosos pogromos de judíos en toda Europa, precursores de lo que luego pasaría con el holocausto; a linchar a personas falsamente acusadas de extenderla mediante untos; a los flagelantes, con una religiosidad bárbara y en ocasiones provocadora del asesinato de judíos. Fenómenos todos prohibidos por la Iglesia en un intento de controlar la barbarie.
Podemos reflexionar cómo las epidemias de cólera en España, en 1834 provocaron el asesinato de más de ochenta frailes, acusados de envenenar las aguas y de confraternizar con los carlistas. En la segunda pusieron en el punto de mira a los médicos –sin llegar al asesinato- y en la cuarta se produjeron graves disturbios al intentar desinfectar los mercados en Madrid.
Por ahora, ni en España, ni en el mundo, se han producido guerras o matanzas relacionadas con la enfermedad. Parece que colectivamente nos hemos civilizado algo.
Podemos ver cómo los sanitarios se veían con inmenso recelo, así como los hospitales a donde se iba a bien morir, mientras el paradigma médico era ineficaz al ignorar la ciencia las causas reales del contagio. Ahora aparecen como héroes, además de por su extraordinaria entrega –que también se daba de manera muy generosa en épocas anteriores- por la eficacia del paradigma científico y porque se cree que la ciencia produce certezas, lo cual no es exacto. El papel de las certezas sobrenaturales quieren, algunos, ocuparlo con el de las improbables certezas científicas.
MH. Los períodos posteriores a las pandemias se suelen caracterizar por cambios y transformaciones sociales. ¿Qué nos dice la historia sobre la evolución de las sociedades que atravesaron una epidemia de esta magnitud?
FJP. Las epidemias dejan muy marcada a una generación. Las epidemias hacen resaltar los logros y carencias de una época. Son trascendentales en la microhistoria, en la biografía, pero aparentemente no tanto en la gran historia. Esto es así, no porque no lo hayan sido, sino porque los historiadores no han manejado habitualmente con soltura lo referente a la historia de la ciencia o de la salud. Sólo se han ocupado de ellas, los especialistas en historia de la ciencia, en historia social, en historia de las ideas y evidentemente los demógrafos.
Un ejemplo claro lo tenemos en el año 1918. Lo recordamos porque el 11 de noviembre acabó la primera guerra mundial. Ese año se desató una pandemia de gripe, mal llamada española. Mató a mucha más gente que la guerra, aunque había sido la más mortífera de todas hasta el momento. En España se han publicado dos libros sobre el tema y, a pesar de que fue el hecho más trágico en nuestro país, junto a la guerra civil, de la segunda conocemos pelos y señales, incluso se intenta mantener con vida. De la gripe no se sabía nada, ni se recordaban cosas que podrían haber venido bien de cara a la actual epidemia, aunque ya he intentado explicar que los caminos epidemiológicos son muy similares.
Las sociedades salen cambiadas de las epidemias. Un ejemplo es la Ley de Sanidad de 1855, discutida en el parlamento español en un momento álgido de la enfermedad. Se dice que el cólera fue el gran maestro sanitario de la España decimonónica. Esa disposición legal, realizada por liberales progresistas, paradójicamente se convirtió en uno de los preceptos legales más intervencionistas de nuestra historia, por mor de la enfermedad. Las antiguas juntas sanitarias, compuestas mayoritariamente por próceres políticos y grandes propietarios, se sustituyeron por otras en donde estaban presentes, a nivel estatal, provincial y municipal, médicos, boticarios, cirujanos y, claro está, clérigos encargados de la beneficencia. Se inició con ellos el proceso de “medicalización” mediante el cual los sanitarios tomaban decisiones muy por encima de sus conocimientos técnicos, pero se desarrolló el higienismo. Este último influyó en la arquitectura. Las casas se construyeron con ventanas más grandes, posibilidad de darles el sol, espacios interiores huecos para mejor ventilar y separación entre unas y otras. Se consideró imprescindible la presencia en ellas de retretes y agua corriente. Se incrementó la limpieza de las calles; se mejoró el alcantarillado. Se crearon laboratorios municipales, encargados de la desinfección y del análisis y control de los alimentos y, ya bajo el imperio de otras disposiciones legales, a principios del siglo XX, se inició el combate contra el paludismo endémico y se continuó con la vacunación antivariólica hasta acabar con la enfermedad.
Los gobernantes se ocuparon de cosas aparentemente sin brillo, pero que supusieron mejoras muy importantes en la vida cotidiana de los ciudadanos y que, acaso por su falta de brillantez, no ocupan demasiado espacio en las historias generales.
MH. Aunque todavía es pronto para hacer una valoración, ¿cómo cree que abordarán los historiadores de las próximas generaciones los sucesos que hoy estamos viviendo?
FJP. Supongo que excepto acaso algunos historiadores de la ciencia o de las ciencias sanitarias, lo harán como se abordó la gripe de 1918 o las anteriores alarmas por coronavirus, por gripes asiáticas o el ébola: con bastante indiferencia. Se hará historia sobre las tensiones políticas en nuestro país. Sobre los enfrentamientos raciales en USA. Sobre las dificultades informativas en las naciones todavía comunistas o en la Rusia post comunista… la pandemia será, supongo una especie de telón de fondo.
Lo único que posiblemente se resaltará es que está siendo la primera respuesta global a una amenaza sanitaria, que puede derivar, como todas, en económico-política también global y que, durante la misma, aunque no se ha respetado la paz social, sí ha habido menos incidentes y menos graves que en anteriores pandemias y parece que, hasta el momento, se está manteniendo la concordia entre naciones, en un momento de debilidad que podría ser aprovechado por unos u otros, aunque también la debilidad es general.
MH. Ha hablado de la falta de certeza de la ciencia. ¿Podría decirnos algo más sobre ese tema?
FJP. Desde mi punto de vista, las únicas certezas se pueden encontrar en el ámbito de lo sobrenatural, de las creencias. La ciencia hace preguntas, mediante las cuales va conociendo la naturaleza. Cada respuesta abre un nuevo abanico de preguntas. En general, se suele confundir la ciencia con su envés: la tecnología, un instrumento que, entre otras cosas, sirve para seguir avanzando en el conocimiento científico y forma un todo indisoluble con ella. Si el paradigma científico se acomoda a la realidad, la tecnología funciona muy bien.
En el ámbito sanitario la medicina griega hizo el milagro de pasar de lo empírico-mágico-religioso a lo racional. Hipócrates y Galeno mantuvieron que la enfermedad nunca era causada por los dioses y especularon con las causas naturales de las mismas. Sin ese punto de inicio, no tendríamos el espectacular desarrollo actual de las ciencias biomédicas, pero el paradigma defendido por ellos era apriorístico, especulativo y, en definitiva falso; su tecnología, la terapéutica, resultó inútil y por eso los médicos, cirujanos y boticarios tienen tan mala imagen en nuestros clásicos literarios.
Cuando se descubrieron las causas de las enfermedades infecciosas se hubo de buscar una “bala mágica”, un producto capaz de matar a un ser microscópico vivo, sin dañar a su huésped humano. Así se inventó el salvarsán por Paul Ehrlich (1854-1915), un compuesto arsenical, útil en el tratamiento de la sífilis. Pese a ello, las enfermedades infecciosas no vieron despejado el camino hasta que Alexander Fleming (1881-1955) no descubrió la penicilina. Los antibióticos, parecía, iban a acabar con este tipo de enfermedades, pero su exceso de uso ha hecho aparecer cepas resistentes que obligan a nuevos esfuerzos investigadores (nuevas preguntas, para renovadas respuestas). La sífilis, causada por una bacteria Treponema pallidum, entró en Europa tras la conquista americana. Desde el siglo XV hasta 1911, con la aparición del citado Salvarsán, no hubo nada eficaz para tratarlo. Desde después de la Segunda Guerra mundial, cuando se comercializó la penicilina, dejó de ser un terrible problema y fue sustituido, a partir de junio de 1981, por otra enfermedad de transmisión sexual, el SIDA, en este caso vírica.
Si hay excelentes antibióticos y se sigue investigando para evitar su falta de utilidad, no hay buenos antivirales, pero sí lo suficiente como para hacer de esa enfermedad algo crónico en menos de cuarenta años.
La ciencia, por tanto, no produce certezas, sí soluciones a medida que va conociendo mejor la naturaleza. Por eso, pese a su eficacia, sorprende la excesiva valoración de los hechos científicos, cuando los seres humanos no somos únicamente razón, también sentimientos y condicionamientos culturales (entre los cuales se encuentra el desarrollo científico en cada país). Sólo obtienen certezas los creyentes de las diferentes religiones y para vivir, acaso algunos las necesitan; todos precisamos elementos para la comprensión íntima de lo circundante. Eso lo proporciona la ciencia, pero también las humanidades. Ambas se sitúan en la incertidumbre, en la pregunta y en la búsqueda. En definitiva, el necesario apoyo al conocimiento científico, por lo importante de los descubrimientos tecnológicos a que nos puede conducir, no es sinónimo de abandono de las humanidades, ni de menosprecio de los ámbitos sobrenaturales. Nietzsche creyó matar a Dios y Unamuno renegó de la ciencia. ¿Podríamos encontrar un término medio?
MH. A partir de sus palabras, ¿podría decirnos algo sobre las pandemias en América durante el descubrimiento?
FJP. Aprovechando la pandemia o las protestas raciales en USA, se está produciendo una nueva oleada de ataques a las estatuas de Colón y de otros conquistadores españoles en ese país, además de a algunos de los evangelizadores que con mayor ahínco defendieron a los naturales. Estos actos de vandalismo gamberro son testimonio de la estulticia generalizada y del influjo maléfico del llamado multiculturalismo, que según nuestro compañero y poeta Luis Alberto de Cuenca, es una nueva forma de fascismo, aunque más hortera.
En pro de un indigenismo que, desde el punto de vista histórico estaba en la edad de piedra, desconocía la rueda, se jerarquizaba en clases rigidísimas, ejercía el poder imperial sobre otros pueblos, tenía esclavos, mataba a los más fuertes y listos para congraciarse con sus sangrientos dioses e incluso practicaba el canibalismo no solo ritual, se acusa al Almirante de genocida, por la gran caída demográfica producida durante el siglo XVI y por la imposición de la cultura europea, incluida en ella, claro está, la religión católica y la ciencia. Aparte de los excesos cometidos en todo proceso de conquista, el juzgar con criterios del presente sucesos del pasado lleva a la máxima confusión y falta de criterio. En la conquista española, por primera vez, no se convirtió en esclavos a los naturales; por primera y acaso única vez, se toleró e incluso se animó a contraer matrimonios mixtos y no se impuso la lengua, porque los misioneros preferían utilizar las lenguas indígenas y… por eso… ¡derribamos sus estatuas y sus recuerdos! La conquista supuso la primera globalización, sobre todo a partir del descubrimiento del tornaviaje entre Filipinas y Acapulco a cargo de Urdaneta, empeño y logro compartido con los portugueses, que poco después se iban a añadir a las posesiones de los Habsburgo. Importamos muchas de las plantas que forman parte de la dieta mediterránea; les exportamos nuestras hortalizas y frutales y toda su ganadería caballar, ovina y caprina; pero también tuvimos una serie de enfermedades viajeras; para ellos la viruela, el sarampión, la varicela; algunas formas de gripe complicadas que diezmaron la población indígena. A la vista de lo hasta aquí escrito e incluso de nuestra experiencia con el COVID, si alguien sigue considerando que tal cuestión fue voluntaria, debería, cuando menos, repetir el más primario proceso de educación. Nosotros nos trajimos la sífilis, que no es poca cosa, cuyas vías de contagio las tenía tan confusas la medicina de la época que Lobera de Ávila la consideraba debida a dormir en habitaciones en donde estaban mujeres con malos humores. Es decir no importaba el cohabitar con ellas, solo el dormir y respirar ese aire corrupto, en consonancia con lo pensado para las otras enfermedades epidémicas.
Cabe destacar que, si exportamos la viruela, en 1803 se organizó la “expedición filantrópica de la viruela” a cargo de los cirujanos de la Armada, Francisco Javier Balmis y José Salvany y Lleopart; este último casi siempre olvidado, pues falleció en 1810, en Cochabamba, durante el ejercicio de su misión.
Esta, que fue la primera operación sanitaria global, fue también una buena manera, en opinión de algunos historiadores, de despedirnos de un continente momentos antes de que fueran declarando su independencia, más si tenemos en cuenta que la viruela es la única enfermedad epidémica erradicada hasta el momento.
En honor de Balmis se ha nombrado así la magnífica operación realizada por la Unidad Militar de Emergencias y el Ejército español en esta epidemia que padecemos.
Sería necesario, tal vez, un más intenso estudio sobre la conquista –aunque se conoce muy bien-; acaso una rotunda puesta en valor de las luces y de las sombras; sin embargo, el análisis del pasado con los criterios culturales, científicos, éticos y políticos del presente, adobados con los prejuicios de la actualidad, son inaceptables y más si pretenden tirar, con las estatuas, algunos de los logros más remarcables de la historia de España.
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