Miguel Ángel Ladero Quesada
Miguel Ángel Ladero Quesada
Miguel Ángel Ladero Quesada nació en Valladolid en 1943, Ladero es doctor por la Universidad de Valladolid (Filosofía y Letras); doctor honoris causa por las Universidades de La Laguna de Tenerife, Cádiz y Huelva, y catedrático de Historia Medieval en las Universidades de La Laguna (1971-1974), Sevilla (1974-1978) y Complutense de Madrid (1978-2013). Perteneció a los Cuerpos Auxiliar y Facultativo de Archiveros de 1961 a 1970. Fundó la revista En la España Medieval (Universidad Complutense), que dirigió entre 1980 y 2014.
Ladero es académico numerario de la Real Academia de la Historia y correspondiente de la Academia da Historia de Portugal y de la Hispano Americana de Cádiz. Su labor ha sido distinguida con el Premio Menéndez Pelayo (1974) y el Premio Nacional de Historia (1994). Especialista en historia de la Corona de Castilla durante los siglos XIII a XV, destacan sus estudios sobre la Granada nazarí, la Andalucía castellana bajomedieval, la constitución de la nueva Hacienda Real y la época de los Reyes Católicos en todos sus aspectos. Ha publicado 53 libros y más de 400 artículos de investigación, entre ellos La España de los Reyes Católicos (1999), Las guerras de Granada (2002), La formación medieval de España (2004), Europa medieval y mundo islámico (2015), Los últimos años de Fernando el Católico (2016) y España a finales de la Edad Media (2017).
En 2019 fue galardonado con el II Premio de Historia Órdenes Españolas.
Premio de Historia Órdenes Españolas
El Premio de Historia Órdenes Españolas es un galardón internacional que nació en 2017 con el deseo de convertirse en una referencia en esta disciplina. Supone un reconocimiento a quienes se dedican con esfuerzo a esta ciencia y un compromiso con el valor de la Historia. Su objeto es distinguir al investigador cuyo trabajo haya alcanzado general reconocimiento por la importancia de sus estudios, el rigor de su documentación y el alcance de sus conclusiones, y que alguna parte de su obra esté relacionada con lo hispánico y su proyección en el mundo.
El Premio ha celebrado ya dos ediciones. En la primera resultó galardonado el hispanista británico John H. Elliott. Felipe VI presidió la ceremonia de entrega del Premio en 2018. En la segunda fue el medievalista vallisoletano Miguel Ángel Ladero Quesada quien recibió el Premio. S.M. el rey Juan Carlos presidió el acto de entrega en mayo de 2019.
El Premio de Historia Órdenes Españolas está gestionado por la Fundación Lux Hispaniarum y cuenta con el apoyo de la Fundación Ramón Areces, la Fundación Talgo, Grupo Siro, Valmenta e Ibervalles.
Para más información: www.premioordenesespañolas.es
MH. No estamos ante la primera, ni probablemente la última de las pandemias que las naciones europeas han sufrido a lo largo de la historia. Las pestes, las calamidades y las enfermedades de todo tipo han sido recurrentes. ¿Qué podemos aprender de los comentarios y de las reacciones de las sociedades que entonces las padecieron?
MALQ. Tal vez podemos reflexionar sobre las limitaciones que tenemos como seres humanos pero también sobre nuestras posibilidades, hoy mucho mayores pero no ilimitadas. Se observa, en el desarrollo de aquellas calamidades, como muchos de los que las padecieron apelaron a los recursos habituales ante el miedo a lo desconocido: rechazar al forastero, buscar responsables a modo de “chivos expiatorios”, imaginar conjuras maléficas… Todo esto debería evitarse hoy y, por el contrario, promover, como también se hizo en el pasado, actitudes que mantengan la solidaridad y la capacidad para imaginar y aceptar cambios necesarios, con mayor conciencia que antaño, para evitar que se tensen excesivamente las situaciones o se pueda llegar a enfrentamientos violentos y a guerras, como sucedió en los siglos XIV y XV.
Las grandes desgracias fueron, también, momentos que impulsaron especialmente a considerar cuál es la situación de los hombres en el mundo y en el universo. En ocasiones anteriores, las epidemias nunca se vivieron de espaldas a la fe religiosa, aunque a menudo aceptando creencias e incluso supersticiones que hoy no serían de recibo. Los hombres del siglo XIV vivían en un sistema social con pocos cambios, dentro de una inmovilidad de fondo más allá de las apariencias y sucesos. Nosotros vivimos en otro con muchos y constantes cambios, donde casi todo parece móvil sobre un horizonte de progreso indefinido. Ellos podían resignarse a pensar que todo era e iba a ser así siempre y ponían sus esperanzas más allá del límite de la muerte. Nosotros no nos resignamos a que los cambios puedan tener límite, y pocas veces integramos el más allá en nuestras reflexiones. Y es que han cambiado mucho las percepciones personales y sociales sobre la realidad de las enfermedades y del morir y cómo situarlas en el discurrir de la vida: se ha pasado del memento mori abrumador a mantener el asunto totalmente al margen pero, para quienes lo acepten, podría ser valiosa una apertura hacia lo religioso vinculando lo mejor de las experiencias antiguas con las sensibilidades e inquietudes actuales..
MH. ¿Cómo afrontaron las sociedades de siglos pasados los retos que les presentaba una epidemia de esta magnitud, teniendo en cuenta que sus medios eran mucho más limitados que los que hoy están a nuestro alcance?
MALQ. Me referiré a dos o tres épocas de epidemias generales y recurrentes. Primero, la que atravesó el Imperio Romano a finales del siglo II y en el III, hasta la reorganización general que llevaron a cabo Diocleciano y Constantino, a la defensiva y en tiempos de empobrecimiento, que no fue suficiente para contener las invasiones germánicas en la parte occidental del Imperio, entre finales de siglo IV y finales del V. Segundo, la gran “peste justinianea” –por el nombre del emperador Justiniano, desde el año 541, con 15 rebrotes u oleadas generales hasta el 767 en Europa y el mundo mediterráneo: se ha estimado que la población descendió en un 50 a 60 por 100 en su transcurso. Contribuyó a poner fin definitivo al antiguo orden romano mediterráneo: el Imperio de Oriente se replegó en torno a Constantinopla, pueblos eslavos se instalaron masivamente en los Balcanes, surgió el Islam con su gigantesca expansión que incluyó el Norte de África e Hispania… En aquellas circunstancias nació la primera Edad Media, tanto en Bizancio como en Occidente.
Las epidemias de “peste negra”, a partir de 1348 se conocen mucho mejor, así como sus consecuencias. Después de la primera oleada, que solía durar de dos a tres meses, con rebrotes hasta 1351, la pandemia volvió en 1360-63, 1368-72, 1382-84, 1398-1401, con momentos y duraciones algo diferentes según las regiones europeas, y siguió habiendo episodios locales o más limitados hasta comienzos del siglo XVI. Se ha estimado que la población de Europa descendió al menos un 35 a 40 por 100 entre 1348 y 1400: de ochenta millones de habitantes a cincuenta. Las consecuencias fueron desiguales, según oleadas epidémicas: Inglaterra, por ejemplo, perdió de un 40 a un 50 por 100 de su población entre 1348 y 1377; en cambio, Polonia, Bohemia y, tal vez, Hungría, apenas padecieron. La desigualdad también se observa en los datos parciales por profesiones, con mayor exposición de las sanitarias, asistenciales o de servicio público, y por edades: la epidemia de 1360 afectó mucho más a los niños y la de 1370 a los jóvenes.
¿Cómo se afrontaron aquellas situaciones? Ante todo, hay que tener presente que el régimen demográfico era muy distinto del actual: las tasas de natalidad y mortalidad eran muy altas, en torno a un 40 por mil anual, con un ligero margen habitual a favor de la primera; la mortalidad infantil hasta los cinco años era elevadísima, y muy fuerte la ocurrida a consecuencias de los partos, las guerras y los momentos de hambre y carestía. De alguna manera, aquellas sociedades vivían ya con la muerte siempre cerca, integrada en lo cotidiano, de modo que la epidemia no dio lugar a una masa de noticias y comentarios tan enorme como sucede hoy, pese a que se percibió enseguida lo terrible de la novedad, pero no había comunicación rápida de lo que sucedía en otras regiones o países ni se tuvo al principio conciencia clara de las dimensiones globales del fenómeno, que se consideró más desde otros puntos de vista que desde el de sus efectos directos sobre la población.
No había recursos médicos eficaces contra la epidemia de peste, y mucho menos un conocimiento cierto sobre sus causas, aunque la experiencia permitió definir con bastante precisión cómo cursaba la enfermedad. Muchos la atribuyeron a “corrupción del aire” y propusieron precauciones relativas a la higiene, el agua potable, el uso de perfumes ambientales, alguna limpieza de espacios públicos, el consumo de determinados alimentos o “medicinas” naturales, e incluso la práctica de purgas y sangrías completamente ineficaces; la medicina de la época también apelaba a la astrología, considerando la posible influencia de ciertas conjunciones astrales sobre la salud. Hallamos noticias de todo esto en muchos Regimientos contra la pestilencia que luego mencionaré. En cambio, si eran eficaces medidas que se adoptaron por puro sentido común: cuarentena y aislamiento de enfermos; también de espacios: no salir de la casa, crear cinturones de seguridad frente al exterior utilizando la muralla de la ciudad e impidiendo la entrada o salida, o bien, por el contrario, huir a zonas rurales sanas; desde luego, enterrar cuanto antes a los muertos, incluso en fosas comunes, lo que era más difícil entonces porque los cementerios estaban junto a las parroquias y conventos. En fin, todo muy distinto a la actualidad, pero, a veces, no tanto como pueda parecer.
Hubo muchas actitudes caritativas -hoy diríamos solidarias- privadas y también públicas por parte de instituciones eclesiásticas y municipales, con la creación de pequeños hospitales, a veces exclusivos para los apestados, que proporcionaban alimento, cama y refugio. El número de las cofradías asistenciales creció muchísimo en los dos últimos siglos medievales y más adelante, la mayor parte de aquellos pequeños establecimientos se refundieron en hospitales “generales” para concentrar recursos. En el extremo contrario, y entre quienes podían hacerlo, el aumento de fiestas, los excesos en el comer y beber, y los mayores gastos en vestir -se ha escrito que la moda y sus cambios nacieron en el siglo XIV- vinieron a mostrar la inútil prepotencia de algunos y, a la vez, la insensatez del reto frente a un peligro grave e insoslayable: comamos y bebamos, que mañana moriremos.
Hubo, también, un fuerte apoyo moral y psíquico en la religión, a pesar de la crisis del poder pontificio, en cisma entre 1377 y 1414: fe en Dios, señor y dador de vida. Miedo, incertidumbre, esperanza y resignación, a partes desiguales, al observar los estragos de la epidemia. Agudización de las reflexiones sobre la fugacidad de los bienes, anhelos y trabajos de este mundo (contemptus mundi)… Pero, al mismo tiempo, creencia muy extendida en el “castigo divino” que se manifestaba a través de la epidemia, exacerbación de prácticas morbosas de piedad (procesiones de flagelantes, rogativas, votos) y de representaciones de la muerte como triunfadora sobre las vanidades de la vida (“triunfo de la muerte”, “danza de la muerte”). Apelación, en fin, a santos supuestamente protectores contra la peste (San Roque, San Sebastián, San Cristóbal, los santos médicos Cosme y Damián…), y veneración casi mágica de imágenes y reliquias.
MH. Los períodos posteriores a las pandemias se suelen caracterizar por cambios y transformaciones sociales. ¿Qué nos dice la historia sobre la evolución de las sociedades que atravesaron una epidemia de esta magnitud?
MALQ. Las pandemias de los siglos III y VI-VII contribuyeron decisivamente a la desaparición de la civilización romana y al nacimiento de nuevas civilizaciones y sistemas sociales. Por el contrario, las de la Baja Edad Media, al menos en Europa, consolidaron los que entonces existían. Me limitaré a presentar algunas ideas y noticias sobre este segundo caso, distinguiendo, en general, la fase depresiva que sucede durante el ciclo epidémico, y la fase de reconstrucción o salida de la crisis, cuando han terminado sus manifestaciones más agudas.
La primera fase se manifestó ya desde 1348 en la mezcla de tensiones: por un lado, el miedo y la desorganización, por otro, la voluntad política de mantener a cada uno en su puesto: medidas de las autoridades para proteger la producción e imponer coactivamente el trabajo porque, en aquella economía agraria con un ochenta por ciento de población rural, el problema no era la falta de puestos de trabajo sino la falta de personas que quisieran trabajar en tierra ajena por obligación o con salarios tasados aunque también lo estuvieron los precios, pero en este caso la eficacia era mucho menor como tampoco fue apreciable en las disposiciones tomadas para evitar la contracción de la actividad mercantil, secundaria pero útil para aminorar carestías y hambres y, en especial, para que los contribuyentes pudieran soportar grandes aumentos de la presión fiscal. Mientras tanto, el campo perdía habitantes y comenzaba una larga fase de transformación del poblamiento en la que muchos pueblos y aldeas desaparecieron, por las epidemias o por el cambio de actividades económicas rurales y de los regímenes de propiedad y uso de la tierra.
La fase depresiva se manifestó también en el aumento de tensiones políticas y luchas por el poder. Hubo más guerras que en tiempos anteriores, y más duras. Creció la diferencia entre ricos y pobres, entendiendo por tales a los que tenían recursos escasos en relación con su status social. Estallaron en algunos momentos y lugares alteraciones sociales agudas, como la jacquerie rural francesa de 1356, la revuelta campesina inglesa de 1381 o las luchas urbanas de los ciompi o los ongles bleus en ciudades italianas y flamencas. Proliferaron las falsas acusaciones y la búsqueda de “chivos expiatorios”, con persecuciones generalizadas y muerte de judíos, muchas de cuyas comunidades desaparecieron: así sucedió, por ejemplo, en el ámbito hispánico en 1351 y 1391. En definitiva, un aumento grande y colectivo de la agresividad social.
En la fase de reconstrucción y expansión del siglo XV, y pese a la continuidad de brotes epidémicos, la población creció hasta alcanzar, ya entrado el siglo XVI, niveles comparables a los que se supone que había a finales del XIII. La base económica agraria se fortaleció, en medio de los cambios del poblamiento -continuó creciendo el numero de despoblados-, del auge de la gran propiedad y de la mejoría en algunas formas de dominio útil o usufructo de la tierra. Hubo expansión de la actividad mercantil y manufacturera tanto en su intensidad como en la cantidad de espacios y relaciones comerciales, y aumentó el peso de las clases medias -los medianos en el lenguaje de la época- en las sociedades urbanas.
En el plano político, el Estado monárquico consolidó tanto sus fundamentos teóricos como sus medios legales e institucionales, continuado la tendencia iniciada desde mediados del siglo XIII, y el nuevo sistema fiscal alcanzó la madurez al mismo tiempo que disminuía la presión tributaria. La renovación de las aristocracias políticas y sociales desembocó en la mayor estabilidad de los linajes y casas de la alta nobleza y de sus señoríos, y en el predominio de los linajes locales de caballeros en los gobiernos municipales.
Paralelamente, culminaba la consolidación institucional de la Iglesia romana, superados los trances del cisma y del conciliarismo, y esto era muy importante porque de ella dependían la cohesión general y los fundamentos doctrinales del sistema. Al mismo tiempo, nuevas sensibilidades religiosas se consolidaban o se añadían a las nacidas en los tiempos de crisis: las más importantes se referían a la creciente demanda de reforma, para recuperar la pureza de los orígenes, y al auge de las sensibilidades apocalípticas o milenaristas que presagiaban el fin próximo de los tiempos presentes cuando se produjera la expansión universal del cristianismo, lo que también estimuló el interés por los mundos exteriores a Occidente, tanto hacia el E., donde ya había habido intensos contactos entre 1250 y 1350, como hacia el ignoto oeste atlántico: así lo demuestran, por ejemplo, la difusión del gran relato de Marco Polo describiendo sus viajes y su larga estancia en China, o el éxito desmesurado de un falso relato de viajes a Oriente, el Libro de las maravillas, escrito por el inglés Juan de Mandeville poco después de 1350 o, en un ámbito menor, el del Libro del conoscimiento de todos los reinos, obra de un franciscano de Sevilla.
El despliegue del Humanismo en Italia y las nuevas expresiones y técnicas artísticas nacidas allí y en los Países Bajos formaron parte de aquella salida de la crisis conseguida mediante el fortalecimiento, la flexibilización y ampliación del sistema preexistente en la Europa de los siglos XII y XIII.
MH. Aunque todavía es pronto para hacer una valoración, ¿cómo cree que abordarán los historiadores de las próximas generaciones los sucesos que hoy estamos viviendo?
MLAQ. Depende de la duración que tenga la epidemia, de su intensidad, generalidad y rebrotes. Falta mucho, afortunadamente, para que se pueda comparar la situación provocada por la pandemia actual con las terribles dimensiones y efectos de las pestes medievales. Además hay diferencias de fondo: en la Edad Media, una población mundial que se estima en algo más de cuatrocientos millones de habitantes hacia el año 1300, varias civilizaciones con muy pocos contactos entre sí y regiones en el interior de cada una de ellas mal comunicadas. Hoy, mas de siete mil millones de seres humanos en un mundo de comunicaciones rápidas e interconexiones económicas continuas, aunque siga habiendo diversidades culturales y políticas profundas.
Lo cierto es que las realidades propias de nuestro mundo “globalizado” exigen abordar la situación de maneras diferentes y obligan mucho más que antaño a atenuar o evitar las situaciones de conflicto y a encontrar salidas conjuntas basadas en las posibilidades científicas y tecnológicas de que dispone la Humanidad actual, inexistentes en épocas anteriores, incluso muy próximas a nosotros. Ningún país va a poder buscar o vivir soluciones aparte porque lo impide la misma complejidad del sistema económico y político internacional.
Supongo que, si sigue habiendo historiadores, valorarán estos sucesos no tanto en sí mismos como por las consecuencias que deriven de ellos, y más si éstas son catastróficas que si se restaura pronto un retorno a la normalidad basado en las situaciones inmediatamente anteriores a la pandemia, incluso aunque haya fuertes cambios internos en el sistema mundial de relaciones. Espero, también, que esos historiadores futuros no olviden el factor humano en sus valoraciones y no las reduzcan, como hacemos hoy tan a menudo, a fría estadística o a análisis sobre estructuras y tendencias colectivas porque, detrás o debajo de ellas, siempre hay personas.
MH. Son muchas las referencias que se hacen durante estos días al Decamerón, en cuya introducción Bocaccio narra los estragos de la peste en Florencia. ¿Hubo en España, durante la Edad Medida, algún escrito equivalente al de Bocaccio? ¿Cómo se vivieron las pestes medievales en nuestro país?
MALQ. En España no hubo testimonios literarios como el de Boccaccio, pero sí descripciones de la peste en los tratados médicos escritos entonces, como el del catalán Jacme de Agramunt, que murió en 1348, o el del granadino Ibn Játima. En Castilla, una carta de Alfonso de Córdoba, o el capitulo dedicado a la pestilencia por Juan de Aviñón en su Sevillana medicina, hacia 1363, y en Regimientos contra la pestilencia como el de Alfonso López de Valladolid, hacia 1435.
Desde luego, se agudizaron las manifestaciones literarias con una “visión pesimista ante el mundo y ante las posibilidades del hombre frente a él” (E. Mitre, Desprecio del mundo y alegría de vivir en la Edad Media): así, en la difusión del Libro de miseria de omne, escrito hacia 1300, o en el Rimado de Palacio, del canciller Pedro López de Ayala, hacia 1385, o en Lo Somni de Bernat Metge (1399) sobre la muerte súbita de Juan I de Aragón y la inmortalidad del alma. Era una sensibilidad más aguda, dentro de la fe cristiana, aplicada a la valoración de esta vida abocada a la muerte, tal como lo expresó Jorge Manrique en 1476: Recuerde el alma adormida, avive el seso y despierte…
Aumentó la aceptación de ideas que valoraban más la figura de Cristo-hombre sufriente y la reflexión religiosa interior: es la llamada Devotio moderna. Y hubo casos relevantes de conversión personal y renovación monástica, como la que protagonizó Pedro Fernández Pecha, antiguo cortesano de Pedro I, fundador de la Orden de los Jerónimos en 1374 y autor de unos Soliloquios reveladores de aquella sensibilidad, o el retiro a la vida religiosa en 1423 de Nuno Álvares Pereira, el “santo condestable” portugués vencedor en la guerra que había instaurado en aquel reino la dinastía de Avis. En general, formaron parte de esa realidad los esfuerzos por volver a la observancia plena de la regla de vida propia de sus orígenes que se sucedieron en el siglo XV entre franciscanos, dominicos, carmelitas, benedictinos y otras órdenes religiosas.
MH. La peste del siglo XIV afectó muy duramente a la Península Ibérica, hasta el punto de que, según se dice, el monarca castellano Alfonso XI murió a causa de esta enfermedad en 1350, durante el sitio de Gibraltar. ¿Qué efectos tuvo esa epidemia, u otras análogas, en la evolución de la Reconquista y en la sociedad del momento?
MALQ. Alfonso XI de Castilla murió víctima de “la primera y grande pestilencia” durante el asedio de Gibraltar, en marzo de 1350. Su Crónica da cuenta del suceso a la vez que describe algunos aspectos de la epidemia, que tuvo una incidencia fuerte pero diversa en unos u otros reinos y regiones. Parece que mucho mayor en el tercio norte peninsular, con pérdidas de hasta el 40 por 100 de la población en Navarra y en Cataluña, y algo menor en zonas sureñas menos pobladas entonces. El descenso de población continuó debido a los retornos de la epidemia y sólo se invirtió la tendencia ya entrado el siglo XV.
La fase depresiva o de crisis discurrió en los reinos españoles según las características ya descritas con carácter general en las respuestas a la segunda y tercera peguntas. Fue el tiempo de los reyes crueles, los tres Pedro, de Castilla, Portugal y Aragón, aunque sólo el primero recibió ese apelativo. Es curioso: en España no ha vuelto a haber reyes llamados Pedro y en Portugal el nombre tardó tres siglos y medio en volver.
Las guerras contra la Granada islámica cesaron entre 1350 y 1406. Esta larga e insólita paz tuvo mucho que ver con las dificultades de sus vecinos: por una parte, descomposición del sultanato benimerín de Fez, en el N. de África, y, por otra, largo encadenamiento de guerras entre reinos de la España cristiana, desde 1356 a 1389 ó 1402, en cuyo transcurso cambiaron las dinastías reinantes en Castilla (Enrique II de Trastámara, 1369) y Portugal (Juan I de Avis, 1383).
El final de la crisis coincide con la reanudación de las hostilidades contra los países islámicos: conquista de Antequera en 1410 por el infante Fernando de Castilla, y de Ceuta por los portugueses en 1415 como primer paso de una política de expansión y exploración del Atlántico africano en la que Enrique III de Castilla había intervenido antes al declarar su soberanía sobre las islas Canarias en 1402. La larga fase de reconstrucción y expansión comenzó por entonces, tal vez primero en las regiones del Sur, y continuó a pesar de muchas discordias internas en Castilla y en los demás reinos sobre el reparto del poder político y sus recursos, que sólo terminaron hacia 1480.