Luis A. García Moreno
Luis A. García Moreno
Luis García Moreno nació bajo el alto cielo de Castilla y mirando a la sierra de Guadarrama en Segovia el 8 de Septiembre de 1950. Una vida dedicada a la investigación histórica de la Edad Antigua y Media y a la enseñanza de esas materias. Cursó estudios en la Universidad de Granada donde se licenció para obtener luego el doctorado en en Filología Clásica por la Universidad de Salamanca. Profesor en varias universidades, ganó la Cátedra en Zaragoza y luego en Alcalá de Henares (1982) donde imparte Historia Antigua. La Real Academia de la Historia lo acogió como Académico de número en 2007.
Fundador y director de la revista «Polis». Miembro de los Consejos científicos de «Journal of Late Antiquity», «Quaderni Catanesi di Studi Antichi e Medievali», «Hispania Sacra» y «Cuadernos de Historia de España».
Directivo de la Asociación Internacional de Historia de la Iglesia, del Comité Español de Ciencias Históricas, de la Sociedad Internacional de Estudios Bizantinos y de la Asociación Española de Orientalistas.
Entre sus numerosas obras destacan «El fin del reino visigodo de Toledo», «Historia de la España visigoda», «El Bajo Imperio Romano» y «Leovigildo: unidad y diversidad de un reinado».
Premio de Historia Órdenes Españolas
El Premio de Historia Órdenes Españolas es un galardón internacional que nació en 2017 con el deseo de convertirse en una referencia en esta disciplina. Supone un reconocimiento a quienes se dedican con esfuerzo a esta ciencia y un compromiso con el valor de la Historia. Su objeto es distinguir al investigador cuyo trabajo haya alcanzado general reconocimiento por la importancia de sus estudios, el rigor de su documentación y el alcance de sus conclusiones, y que alguna parte de su obra esté relacionada con lo hispánico y su proyección en el mundo.
El Premio ha celebrado ya dos ediciones. En la primera resultó galardonado el hispanista británico John H. Elliott. Felipe VI presidió la ceremonia de entrega del Premio en 2018. En la segunda fue el medievalista vallisoletano Miguel Ángel Ladero Quesada quien recibió el Premio. S.M. el rey Juan Carlos presidió el acto de entrega en mayo de 2019.
El Premio de Historia Órdenes Españolas está gestionado por la Fundación Lux Hispaniarum y cuenta con el apoyo de la Fundación Ramón Areces, la Fundación Talgo, Grupo Siro, Valmenta e Ibervalles.
Para más información: www.premioordenesespañolas.es
MH. No estamos ante la primera, ni probablemente la última de las pandemias que las naciones europeas han sufrido a lo largo de la historia. Las pestes, las calamidades y las enfermedades de todo tipo han sido recurrentes. ¿Qué podemos aprender de los comentarios y de las reacciones de las sociedades que entonces las padecieron?
LAGM. La historia de la Humanidad es consustancial con la existencia de plagas y epidemias. En los tiempos más antiguos es evidente que su extensión, duración y letalidad dependieron de dos factores: la densidad de las poblaciones afectadas, cuantitativa y cualitativa; y la distancia y grado de contacto entre los distintos grupos humanos. Algunos indicios arqueológicos, por ejemplo, apuntan a que la viruela estuvo presente entre los humanos al menos desde el 10.000 a.C. Sin embargo la primera pandemia conocida no es anterior a mediados del siglo II d.C., afectando a Europa, al Imperio Romano entre el 165 y el 180. Personalmente estoy seguro que los avances en la recuperación de ADN antiguo posibilitan en un futuro conocer que más de una extinción de una especie humana, anterior al homo sapiens moderno, se debiera a la llegada de una epidemia. Estoy pensando en la extinción de los Neandertales y Denisovanos hacia el 40.000 – 28.000 a.C. Ambas especies de sapiens llevaban habitando el hemisferio septentrional de Eurasia durante muchos milenios, habiéndose adaptado muy bien a cambios climáticos profundos, hibridados entre sí e incluso con los sapiens sapiens, u hombre moderno, surgido en el hemisferio meridional, en África. Es posible que algunos de estos últimos pudieran aportar patógenos (el virus del herpes simplex, helicobacter Pylori, entre otros) para los que habían creado una eficiente inmunidad, pero que resultaran letales para los Neandertales y Denisovanos. Está demostrado que los sapiens sapiens tuvieron prácticas de nomadismo –o, mejor dicho, migratorias- a más larga distancia que sus parientes septentrionales, que siempre fueron escasos en números (tal vez, nunca más de 7.000 en Europa) y formando grupos mucho más pequeños y endogámicos (de entre 5 y 15 individuos), y muy separados unos de otros. No quiero hablar de aquello para lo que carezco de formación y datos suficientes, pero a día de hoy no puedo menos de preguntarme por la aparente menor incidencia del Covid-19 en las poblaciones subsaharianas, del África Negra, que son las únicas sapiens sapiens puras, sin ninguna huella de ADN neandertal o denisovano como el resto de la población mundial.
Pero viajemos a tiempos más recientes, a aquello en los que hay datos sobre epidemias, y comentarios más o menos exactos sobre sus características nosológicas y su letalidad. La primera descripción de una epidemia llegada de fuera la hizo el historiador Tucídides para la llamada “peste de Pericles”, que asoló la ciudad de Atenas en dos grandes oleadas: 430-429 a.C. y 426-425 a.C. Según el meticuloso historiador, que sobrevivió a la epidemia, había venido del actual Sudán, remontando el Nilo. La descripción de la evolución de la enfermedad y sus principales síntomas inclinan por considerarla un brote de fiebre tifoidea, causada por la bacteria salmoinella typhi, que se vio favorecida por el enorme hacinamiento y concentración de la población del Ática a resguardo de sus infranqueables murallas de la ciudad de Atenas. Aunque cualquier cifra que es por completo hipotética se ha pensado que pudo matar a un tercio de la población. Uno de los últimos brotes de fiebre tifoidea fue el que afectó a Chicago en 1891, que alcanzó los 174 muertos por cada 100.000 habitantes. La fiebre tifoidea puede llegar a ser letal en un 10 o 30% de los infectados en caso de no recibir tratamiento. Entre el 165 y el 180 d.C. el Imperio Romano se vio afectado por la llamada peste Antonina o de Marco Aurelio, que recibió la atenta descripción del más famoso médico de la Antigüedad: Galeno († 201-216 d.C.). La mayoría de los estudiosos consideran hoy que se trató de la primera epidemia de viruela en el continente europeo, aunque se sabe que el virus (Variola virus) convivía con la humanidad desde hacia al menos 10.000, y se había convertido en endémico en el norte de la India, donde podía alcanzar en sus periódicos brotes hasta una letalidad del 30%, especialmente en niños. En tiempos de Marco Aurelio la epidemia procedía de Mesopotamía, aunque su origen último habría sido la India y el Asia Central occidental. Llegó a causar la muerte de hasta unas 2.000 personas por día en Roma, una ciudad de más de 200.000 habitantes con mucha población hacinada y pobres condiciones higiénicas. Lo que supone posiblemente su carácter letal para un cuarto de los infectados. En algunas regiones del Imperio pudo morir un tercio de la población. Las ciudades y el ejército, con sus concentraciones humanas, fueron las más afectadas. La tercera gran epidemia de la Antigüedad europea fue la llamada peste bubónica o inguinal. Causada por la bacteria Yersinia pestis, se la conoce también como peste de Justiniano (527-565), pues fue a partir del 540 cuando, tras aparecer en Constantinopla y las ciudades del Mediterráneo oriental, procedente del Próximo Oriente, se extendió por toda la cuenca del Mediterráneo, alcanzando España cuando menos en el 570. Los orígenes y curso nosológico de este brote epidémico fue muy bien descrito por el historiador contemporáneo Procopio de Cesarea. No habría sido la primera aparición en Europa de la enfermedad, que se testimonia por sus característicos bubones en la ingle o axilas desde principios del siglo V d.C., pero sí que sería el más letal y persistente. A partir de ese momento la epidemia tuvo recidivas más o menos fuertes en nuestra península de manera cíclica entre 20 y 30 años, hasta mediados del siglo VIII. No tenemos datos fiables de la letalidad de la “peste de Justiniano”, aunque se han hecho cálculos a partir de la documentación más abundante sobre la llamada peste negra, causada por la misma bacteria y también de procedencia oriental, en la segunda mitad del siglo XIV. En este último caso en algunas zonas de densa concentración poblacional se llegaron a testimoniar mortalidades del 30% al 90%.
MH. ¿Cómo afrontaron las sociedades de siglos pasados los retos que les presentaba una epidemia de esta magnitud, teniendo en cuenta que sus medios eran mucho más limitados que los que hoy están a nuestro alcance?
LAGM. Centrándonos en esas tres epidemias mencionadas anteriormente, y en los rebrotes conocidos, hay que tener muy en cuenta los condicionantes coyunturales o estructurales, sociales económicos y políticos, en las que se desarrollaron. Cuando estalló la “peste de Pericles” la sociedad y la política atenienses se encontraban muy tensionadas. El año anterior había estallado la famosa guerra del Peloponeso. Pericles, que llevaba tiempo dirigiendo de facto la política ateniense la había buscado, a pesar de su evidente inferioridad militar, confiando en que la total superioridad naval y económica de Atenas acabaría por destruir a Esparta y sus aliados, incapaces de asaltar las murallas de la ciudad. Pero Pericles no contaba con el factor sicológico de los campesinos del Ática, a salvo y bien alimentados por mar tras los muros de la capital, pero apenados de ver sus casas y campos arrasados por el enemigo. Evidentemente tampoco contó con que el hacinamiento de la población podía constituir el mejor caldo de cultivo para una infección venida de fuera, por vía marítima. Posiblemente tampoco alcanzó a considerar que el alejamiento de la enorme flota de guerra suponía también el de sus tripulaciones. Constituidas por los ciudadanos de menores ingresos que permitían equilibrar las posiciones más conservadoras, en lo político y en lo espiritual, de los campesinos. Por eso no extraña que Pericles pensara que la mejor manera de combatir la epidemia era hacer ver a superioridad y fortaleza del régimen político ateniense, que por vez primera en la Historia definió como “democracia”, tal y como lo expresó en su famoso “discurso funerario” para recordar a las víctimas de la enfermedad. Pericles pagó con su vida sus errores de cálculo. Tras su muerte, víctima de la epidemia, la política y sociedad atenienses se resquebrajaron al radicalizarse las posturas político-ideológicas, entre demagogos amorales que veían su oportunidad para hacerse con una opinión pública manipulable y cambiante y otros sectores conservadores que ante esa inmoral demagogia veían el único remedio a los males un reforzamiento de la religión tradicional, y en la creencia firme de que, por encima de las cambiantes y demagógicas medidas que proponían algunos, existían unas normas y una moral superiores de origen divino.
También la llamada “peste antonina” tuvo lugar en momentos de particular estrés para la sociedad imperial romana. Tras más de dos siglos la llamada Europa bárbara fue capaz de realizar un asalto masivo y exitoso sobre las fronteras del Imperio, especialmente en la del Danubio. Contenerlas exigió una larga y sangrienta guerra, entre el 169 y el 175. Cuando el emperador Marco Aurelio pensó en contraatacar (177-180) y situar prudentemente la frontera al otro lado del gran río, murió en el frente, en Viena, víctima de la peste. Es significativo que el llamado “emperador filósofo” tuviera que pensar que la mejor manera de enfrentarse a las calamidades bélicas y sanitarias, que también diezmaron a su ejército, fuera implorar la ayuda divina, acudiendo a crueles y olvidados rituales (enterrar viva a una pareja de enemigos) y haciendo ver a la opinión pública que se había recuperado el favor divino, como mostraba el famoso “milagro de la lluvia”, plásticamente descrito en la columna que conmemoró la victoria en la ciudad de Roma. Pero la verdad es que la tradicional sociedad y política romanas, basadas en la explotación de los campesinos por las elites urbanas y el mantenimiento del “Estado de bienestar” para las masas urbanas mediante el mecenazgo urbano y las donaciones de alimentos (panem et circenses), estaba ya en quiebra y no se recuperaría jamás.
En el Mediterráneo ya mayoritariamente cristiano de los diversos brotes de la peste bubónica, desde el siglo V al VIII, es lógico que también la principal interpretación fuera religiosa. No quedaba más que implorar la misericordia Divina, con nuevos rituales litúrgicos y nuevas muestras de piedad con la edificación de iglesias y capillas y la deposición de las reliquias de los abundantes mártires de la tradición cristiana anterior. En otros casos quedaban soluciones más radicales, como la espera de inminentes acontecimientos escatológicos, tanto entre los cristianos como entre los judíos; confiar en la santidad de los pastores de la comunidad, obispos y santones y en que su credo cristiano era el verdadero; o incluso la predicación de un mensaje de salvación nuevo, como fue la predicación de Mahoma y la formación del Islam.
Pero la verdad es que, cuando los datos lo permiten, como es el caso de España o el mundo sirio-palestino en los siglos V a VIII, es posible observar la existencia de un auténtico ciclo de catástrofes en un infernal retorno cada 15 o 30 años, como máximo. Los brotes epidémicos, una vez convertidos en cuasi endémicos, se abatían sobre unas poblaciones castigadas por una reciente y más dura hambruna. Y esta última no era más que el producto de factores estructurales o coyunturales. Una permanente falta de brazos e inseguridad en el campo, producto de débiles productividades y fuertes exigencias fiscales o saqueos bélicos, se tenía que enfrentar a ciclos de sequía o pluviosidad excesivas, propias del dry-farming mediterráneo, que acababan por provocar incluso plagas de langostas, según el mecanismo descubierto por el sabio ruso Boris P. Uvarov (†1970). Y sobre una población así debilitada, cuyo único alivio era acercarse a los establecimientos de caridad en las ciudades y monasterios, produciendo así un mayor hacinamiento, se abatía o rebrotaba la peste bubónica. Sin duda que la fuerte mortandad venía provisionalmente a restablecer un cierto equilibrio ecológico, un cierto restablecimiento demográfico, aunque en una curva siempre descendente, hasta un nuevo ciclo.
MH. Los períodos posteriores a las pandemias se suelen caracterizar por cambios y transformaciones sociales. ¿Qué nos dice la historia sobre la evolución de las sociedades que atravesaron una epidemia de esta magnitud?
LAGM. A su pregunta sobre los cambios sociales yo añadiría los políticos e ideológicos, que son los mejor conocidos en esos siglos tan remotos, y que además algunos de ellos han permanecido hasta nuestros días, o durante mucho tiempo.
Evidentemente la llamada “peste de Pericles” no fue la causa de la derrota de Atenas y su llamado imperio marítimo, que nadie esperaba racionalmente a mediados del siglo V a.C. Pero sí que influyó decisivamente en demostrar las graves carencias de la aventurera estrategia de Pericles, y no sólo por la muerte de su promotor, tal y como he expuesto en mi respuesta a la anterior pregunta. Una muestra de la crisis moral y política de la Atenas de la derrota fue la misma tragedia personal de Sócrates. De hecho él defendió hasta su muerte la existencia de normas superiores a la voluntad de los superhombres y cambiantes demagogos, aunque esas normas, las leyes, fueran positivas y no inmutables órdenes divinas. Pero una mayoría ateniense angustiada por las pérdidas de una guerra y una derrota inesperadas, no entendió la sutilidad de su pensamiento, y se quedó en que él había tenido en sus escuelas a algunos de esos “superhombres” más nocivos, y que la enseñanza de su racional dialéctica se parecía mucho al terrible arma utilizada por aquellos en su práctica política. Su tragedia fue para su más importante discípulo, Platón, la revelación de que el verdadero culpable que había alumbrado a esos demagogos y a la masa exigiendo la muerte de Sócrates era el régimen político llamado “democracia”. Por eso este se convirtió de hecho en algo indefendible durante siglos en todo Occidente, heredero de la civilización grecorromana. Y la verdad es que lo que Platón y Aristóteles y todos los demás condenaron era en realidad el primer régimen de opinión pública de la historia humana. Como historiador me gustaría preguntar a los padres fundadores de los Estados Unidos si cuando restablecieron ese oxidado término de “democracia” para distinguir su “parlamentarismo constitucional” del “parlamentarismo consuetudinario” inglés llegaron a vislumbrar que llegaría un día en que también y fundamentalmente sería un sistema dominado por la voluble y manipulable opinión pública. Me arriesgo a contestar que sí, y por eso trataron de replicar en su constitución, con sus mecanismos equilibradores, la llamada “constitución mixta”, que el historiador Polibio (200 – 118 a.C.) un tanto inexactamente creyó ver en práctica en la República Romana de su época, que en sólo una generación había llegado a conquistar todo el mundo mediterráneo.
Desgraciadamente no podemos cuantificar las pérdidas en vidas humanas de la “peste Antonina”. Si, como parece se trató de la viruela, es evidente que su conversión en endémica del Mediterráneo y Europa supuso un nuevo freno a las débiles posibilidades de crecimientos demográficos propio de las sociedades antiguas y preindustriales. Ya he hablado antes de la estructural falta de brazos de la agricultura mediterránea en los siglos V a VIII. Sin duda esa falta venía de antes. El Estado imperial romano, en toda la amplitud de la palabra, trató de asegurar su continuidad. Ello exigía ante todo recursos económicos, dinero, y reclutas eficaces y leales. Ambas cosas estaban imbricadas entre sí y tenían que obtenerse en medio de dos deficiencias estructurales: imposibilidad de aumentar la productividad del sector primario, en fundamental con mucho, y la escasez de mano de obra agrícola. La primera opción política fue el aumento de la presión fiscal, hasta unos extremos en que se cumplió una ley eterna: su aumento excesivo acaba con una disminución de ingresos. Para contrarrestarlo se acudió a fijar por ley a los campesinos a la tierra que trabajaban. Finalmente hubo que recurrir a contratar mercenarios, acudiendo a los únicos que podían proporcionarlos: jefes de agrupaciones étnico-políticas de los lindes del Imperio, fundamentalmente germánicos. Para todo ello se necesitaba también estabilizar la moneda, creando una de oro de gran valor, deseada por todos, pero de peligrosos efectos deflacionarios. Las consecuencias de todo ello son suficientemente conocidas, y no hace falta que las repita aquí. Los ciclos infernales de hambrunas y epidemias no hicieron más que aumentar las tensiones del sistema. Incapaz el Estado imperial en amplios territorios de asegurar un mínimo de bienestar a los humildes y de asegurar a las oligarquía urbanas y regionales la continuidad de sus rentas, unas y otros tuvieron que acudir a instrumentos político-estatales más prácticos y de horizontes más pequeños: los nuevos reinos romano-germánicos, y las instituciones de caridad eclesiásticas. A finales del siglo VII esos ciclos infernales de hambrunas y epidemias hicieron creer a muchos que se aproximaban tiempos escatológicos; en el caso cristiano del Anticristo anunciador seguro de la segunda venida del Cristo en Majestad. En esa expectante espera, aunque de fecha incierta como anunciaba el famoso pequeño Apocalipsis de los Sinópticos, a bastantes les pareció una salida convertir las sociedad en una inmensa teópolis, o monasterio. En el fondo el Islam produjo a muchos esa ilusión: el Estado califal convertido en un inmenso monasterio para los creyentes… y con aparentes recompensas materiales en sus conquistas. La quiebra de esta quimera, ante la imposibilidad de nuevas conquistas, supuso el derrumbe del califato Marwaní (750 d.C.). Curiosamente este hecho vino a coincidir en el tiempo con los últimos rebrotes de la llamada epidemia de Justiniano.
Los contemporáneos mediterráneos y próximo orientales de los sucesivos episodios de la peste bubónica y también de la viruela desconocían los lugares en donde ambas eran endémicas y sus poblaciones contaban con alguna inmunidad adquirida. La viruela, como apunté antes, era endémica de la India desde mucho antes de la peste antonina. La peste bubónica lo era de Mongolia también desde mucho antes de su aparición en Occidente en el siglo V. Durante los dos primeros siglos de nuestra era había florecido el Imperio de los Kushana, en el Asia Central occidental y en el noroeste de la India, A sus soberanos debió mucho la difusión del budismo hacia el Asia extrema, constituyendo indudablemente un crucial puente de contacto entre el Mediterráneo, la India y la China. Hoy se piensa que su decadencia y final desaparición se debió mucho a la extensión de la epidemia de viruela que al fin dio lugar a la peste antonina. Los Kushana, su élite militar, procedía de mucho más al este, del Asía central oriental y regiones noroccidentales de la China actual. Su movimiento migratorio se debió a la presión de un gran Imperio de jinetes nómadas surgido al norte de las fronteras de China, en la Mongolia histórica: los xiongnu, que conocemos en Occidente como los hunos. En realidad lo que era una gran confederación de tribus de jinetes nómadas, pero con mando unificado, dominó todo ese amplísimo territorio y hasta el Asia Central propiamente dicho, desde finales del siglo III a.C. hasta mediados del I a.C., poniendo a veces en aprietos a los Han. Al final, la presión de estos últimos y su propia ruptura interna produjeron su desaparición, no sin que antes fragmentos tribales de ellos migraran hacia Occidente y la India. Gracias a la superioridad militar de su caballería ligera –arco compuesto, silla de montar y estribo, sable curvo, en lo fundamental- lograron imponerse a la mayoría de las poblaciones a las que invadieron: en Ukrania aparecieron a mediados del siglo IV a.C., en la India y el Irán incluso antes. Sin los hunos no se habrían producido de la manera que lo hicieron ni las grandes migraciones germánicas ni el debilitamiento en sus límites septentrionales y orientales del Imperio persa de los Sasánidas. ¿Se vio acompañada esa superioridad armamentística de su caballería a la llegada con ellos de otra arma invisible, para las que ellos habían creado alguna resistencia, como era la Yersinia pestis? Las fuentes antiguas nada dicen, pero la casi contemporaneidad de la llegadas de unos y otros al Próximo Oriente y a Europa lo convierten en muy probable.
Los hunos desaparecieron de los libros de Historia, pero con ellos y los vacíos poblacionales creados por su compañera de viaje, la peste bubónica, evidentemente que las grandes extensiones del Asia Central, con sus desiertos y oasis, con sus poderes políticos mucho más fragmentados y el menor peso de sus antiguas sociedades de agricultores sedentarios, acrecentaron enormemente sus posibilidades de vía por donde circularon ideas y mercancías. Los activos comerciantes sogdianos, o asimilados, hicieron circular en esos siglos monjes y predicadores maniqueos y nestorianos, como antes habían pasado budistas. Al final desembocaban en la China, tal y como el llamado “bosque de las estelas” de Xian todavía perpetúa su memoria.
MH. Aunque todavía es pronto para hacer una valoración, ¿cómo cree que abordarán los historiadores de las próximas generaciones los sucesos que hoy estamos viviendo?
LAGM. No sé si la Historia es una ciencia, desde luego hoy por hoy en nada se parece a las llamadas ciencias positivas o físico-matemáticas. Por eso, por mucho que les moleste a los marxistas o a algunos historiadores cuantitativos de la Economía, adivinar el futuro es siempre un intento imposible. Incluso más que lo que se conoce como “historia contrafactual”. Los historiadores sólo podemos contar lo que ha pasado y, en todo caso, tratar de jerarquizar sus posibles causas o explicaciones. Y ello con prudencia, para que Karl Popper no pueda tildarme de “historicista”. Por ello no voy a predecir nada, pero sí que quiero dar algunas advertencias de lo que se debe procurar entre todos que no ocurra, y qué consejos dar para afrontar esta y futuras pandemias; por supuesto que con independencia de las ciencias médico-sanitarias, que serán las verdaderas responsables de minimizar sus daños demográficos, y con ellos algunos otros.
La primera reflexión, que no deja de ser una propuesta personal de escudo psicológico, frente a esta pandemia, y las que puedan venir, es sobre los valores fundamentales de la persona, como individuo y en sociedad. Los seres humanos, como la mayoría de los seres vivos, somos frágiles. Estamos hechos para durar un tiempo, y soportar degradaciones físiológicas que nos conducirán ineludiblemente a la muerte. La humanidad ha convivido siempre con la muerte, y por más que nos empeñemos vamos a seguir conviviendo con ella, y con las enfermedades, y con los accidentes. En un libro maravilloso el bizantinista anglo-irlandés John B. Bury (†1927) mostró cómo en los tiempos modernos la creencia en el progreso científico y tecnológico infinito había sustituido a la Fe, señalando la irracionalidad de ambos. La inmortalidad, la ausencia de enfermedad y de dolor, no se alcanzarán jamás con ese supuesto progreso. Lo cual no quiere decir que no debamos esforzarnos en buscar remedios cada vez más eficaces contra el dolor y la enfermedad. Soy un cristiano creyente, que sigue la doctrina de la Gracia de mi patrono San Agustín. Por eso irracional pero intuitivamente creo que esa inmortalidad y ausencia del dolor están en el mensaje de salvación del Dios Encarnado, del histórico Jesús de Nazareth. Esa misma Fe me exige creer en la dignidad inherente al ser humano, que en todo momento, en la enfermedad y en la muerte, tiene derecho a exigir a los demás, y muy en especial a los poderes públicos, que se respete su dignidad. El principio cristiano, muy bien descrito por San Agustín, del libre albedrío y la herencia de la Filosofía clásica grecorromana posicionan también a la libertad como un valor fundamental.
Dignidad, libertad y….sí, también la vida, son valores que merecen el máximo respeto. Pero siempre sabiendo que la vida en sí misma es contingente. Por eso me ha preocupado ver en esta última pandemia que los poderes públicos no se han esforzado todo lo que podían por mantener los valores de la dignidad y libertad de la persona, individual y colectivamente, so pretexto de que exigían ciertos sacrificios en aquellas para así mejor preservar el supuesto valor superior de la vida. Sinceramente me da miedo, mucho miedo, ese proceder. Jamás en ninguna de esas epidemias de los tiempos antiguos a las que me he referido se privó a un fallecido de recibir honras fúnebres que exigían su dignidad. En plena guerra del Peloponeso y viviendo la “epidemia de Pericles” Sófocles en su Antígona mostró que ningún dirigente, ningún régimen político, podía impedir esas honras exigidas por la dignidad como seres humano que tenían los muertos; de hacerlo se convertían de hecho en tirano y tiránico respectivamente. La verdad es que en la pandemia del Covid-19 no se ha respetado escrupulosamente esa dignidad. Me da mucha pena decirlo, pero sobre todo me da miedo.
Y la libertad. Se nos anuncian, también para mejor luchar contra posibles rebrotes de la actual pandemia, artilugios tecnológicos que al fin y al cabo vigilarán todos y cada uno de nuestros pasos y del resto de los ciudadanos. Me da mucho miedo. La libertad es incluso más frágil que la vida: a nada que se comience a restringir nos podemos deslizar por una rampa que ya sabemos a dónde conduce: a la tiranía, a la realización de la verdadera pesadilla pronosticada por el “gran hermano” del ensayista inglés George Orwell (†1950). Hace muchos siglos antes, el romano Tácito († c. 120 d.C.), tal vez el más grande historiador de la Antigüedad, se preguntó melancólico cómo había podido ocurrir que los romanos, dueños del mundo, hubieran cedido la libertas, la libertad política inherente a su República, por el poder imperial inaugurado por Augusto. Y la verdad es que Tácito dio una respuesta muy sencilla: porque la mayoría de los seres humanos prefieren las cosas seguras presentes por las futuras inseguras, la seguridad a la libertad. Esas palabras han resonado como una advertencia durante siglos en los oídos de los luchadores por la libertad, como los de los padres fundadores de los EE.UU y los de los mejores triunviros de nuestras Cortes de Cádiz. Ojalá me equivoque. Pero tengo miedo. La pandemia del Covid-19 y las que puedan venir en el futuro pueden acortar nuestras vidas, traer penurias económicas si no se gestionan bien, pero sobre todo pueden traernos restricciones en nuestra dignidad y en nuestra libertad. Si, poco a poco, paso a paso de manera indolora y siempre se nos dirá que es por preservar de nuestra salud, del valor supremo, dicen, de la vida; igual que al fumador de opio los vapores le van entrando poco a poco en su cuerpo, relajándole y haciéndole creer más feliz, pero en realidad privándole de la percepción de la realidad, privándole de la libertad y de su dignidad. Como cristiano creo firmemente que la vida es un don de Dios, que tenemos que cuidar, pero que al fin está en Sus Manos. Mientras que la dignidad y la libertad son valores surgidos de ese libre albedrío con que nos dotó nuestra Creador, y que a nosotros solos compete preservar mientras haya un hálito de vida humana sobre la tierra.
Como persona, como historiador, como español, estas son las principales reflexiones y enseñanzas para el futuro que nos deja el Covid-19. Hace unos decenios Winston Churchill (†1965) criticó a los dirigentes de su país que habían cedido primero ante Hitler. Lo habrían hecho porque, según ellos, antepusieron la preservación de la paz a la de la dignidad y libertad de los pueblos. Al final, tuvieron guerra y habían perdido su dignidad. Que no nos pase esto, que por preservar un tiempo más nuestra vida, siempre frágil, al final suframos en nuestra dignidad y en nuestra libertad, personal y colectivamente; y, por supuesto, que también moriremos.