Hugo O'Donnell y Duque de Estrada
Hugo O'Donnell y Duque de Estrada
Hugo O’Donnell y Duque de Estrada es Comandante de Infantería de Marina, vocal del Patronato del Museo Naval y Vicepresidente de la Comisión Española de Historia Militar, además de su representante ante la Comisión Internacional de Historia Militar. Es académico Numerario de la Real Academia Matritense de Heráldica y Genealogía y Correspondiente de las Reales Academias Sevillana de Buenas Letras; de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes de Córdoba; de Nobles y Bellas Artes de San Luis de Zaragoza, y de la Academia de Historia Naval de Chile. Miembro electo de la Royal Historical Society del Reino Unido.
Ocupa el cargo de Censor en la Real Academia de la Historia y forma parte del jurado del Premio de Historia Órdenes Españolas.
Le fue concedido el Premio Nacional de Historia correspondiente al año 2000 y el Premio Santa Cruz de Marcenado otorgado cada cinco años a la mejor trayectoria como historiador en el ámbito de las Fuerzas Armadas (2005).
Premio de Historia Órdenes Españolas
El Premio de Historia Órdenes Españolas es un galardón internacional que nació en 2017 con el deseo de convertirse en una referencia en esta disciplina. Supone un reconocimiento a quienes se dedican con esfuerzo a esta ciencia y un compromiso con el valor de la Historia. Su objeto es distinguir al investigador cuyo trabajo haya alcanzado general reconocimiento por la importancia de sus estudios, el rigor de su documentación y el alcance de sus conclusiones, y que alguna parte de su obra esté relacionada con lo hispánico y su proyección en el mundo.
El Premio ha celebrado ya dos ediciones. En la primera resultó galardonado el hispanista británico John H. Elliott. Felipe VI presidió la ceremonia de entrega del Premio en 2018. En la segunda fue el medievalista vallisoletano Miguel Ángel Ladero Quesada quien recibió el Premio. S.M. el rey Juan Carlos presidió el acto de entrega en mayo de 2019.
El Premio de Historia Órdenes Españolas está gestionado por la Fundación Lux Hispaniarum y cuenta con el apoyo de la Fundación Ramón Areces, la Fundación Talgo, Grupo Siro, Valmenta e Ibervalles.
Para más información: www.premioordenesespañolas.es
MH. No estamos ante la primera, ni probablemente la última de las pandemias que las naciones europeas han sufrido a lo largo de la historia. Las pestes, las calamidades y las enfermedades de todo tipo han sido recurrentes. ¿Qué podemos aprender de los comentarios y de las reacciones de las sociedades que entonces las padecieron?
HODE. Algunos etimólogos opinan que la antigua denominación de “cólera”, equivalente a epidemia rebelde, indomable y muy mortífera, empleada ya por Galeno, es palabra compuesta por las griegas que significan “bilis” y “yo corro”, aplicada esta segunda a una actitud personal ante el pavor que inspiraba. Refleja ya una disposición que es la inspiradora de Boccacio en los prófugos florentinos de la “peste negra” de 1348, protagonistas de su Decamerón. Es la misma que recoge el romance de Felipe Santiago Zamorano dedicado a la epidemia que asoló Granada en 1679: “El forastero escribiendo/ tanto horror en su memoria,/ por tomar la salvadera/ pone pies en polvorosa”. A los cronistas de la crisis sevillana de 1649, en la que destacaron los servicios hospitalarios especialmente representados por el Hospital de las Cinco Llagas, conocido vulgarmente como “de la Sangre”, impresiona la sensación de vacío humano: “las calles que servían para el uso y comercio de las gentes, estaban sin verse en muchas un hombre…”. Como ha venido sucediendo ahora en nuestras grandes avenidas.
Otros contextos históricos y literarios manifiestan diferentes o añadidas respuestas intelectuales superadoras del mero “carpe diem”. Camús (1947) nos da la imagen de una “Peste” oranesa existencialista y democrática, pero solidaria: “char aux morts, char aux morts, apportez vos morts”, Igmar Bergman juega la partida de ajedrez entre el escepticismo y la fe y Louis Bromfield subraya un efecto no secundario, redentor de vidas mundanas y vacías que se acaban comprometiendo con lo que los parias de Bombay en 1930 denominaron “muerte de perro”, atroz combinación de dolor y de soledad. Nuestro Galdós se había fijado antes, respecto a los momentos epidémicos decimonónicos que le tocaron vivir y narrar en “el pánico, que es una segunda epidemia…”, como también hizo, en 1911, una revista musical de Aurelio Varela que parodiaba al sabio doctor Fernández, anunciante de un raro específico para curar el miedo a las epidemias. Pánico personal, pánico colectivo y, también y desde siempre, pánico bancario. El genio de Visconti, interpretado en 1971 por Dirk Bogard, anatemiza a las autoridades que, como las venecianas de principios del siglo XIX, se empecinaron hasta el límite en negar la evidencia pestilencial.
Este calidoscopio de percepciones sigue presente hoy con la vista en el pasado..
MH. ¿Cómo afrontaron las sociedades de siglos pasados los retos que les presentaba una epidemia de esta magnitud, teniendo en cuenta que sus medios eran mucho más limitados que los que hoy están a nuestro alcance?
HODE. Durante la mayor parte de la historia, la enfermedad contagiosa se consideró y fue juzgada y tratada, ante todo, como merecido azote divino, aunque junto a sacrificios y rogativas los médicos aprendían y paliaban, los síndicos aislaban y hospitalizaban, y los gobernantes acordonaban y aislaban focos, saneaban pozos negros y zonas infecciosas de “miasmas”, sacándose algunas conclusiones útiles de las terribles y repetidas experiencias de efecto devastador en la demografía y en el comercio, pues fueron las populosas urbes y los puertos comerciales los iniciadores y los más afectados. Las legislaciones municipales dan fe de todo ello en materia de abastecimiento e higiene públicos en tiempos desde los que la Orden de Malta se consagra a la atención hospitalaria (S. XI).
Sólo mucho más cerca de nuestros días las pandemias han pasado a ser del dominio absoluto de la ciencia, sometidas con rigor al poder de una administración sanitaria, por elemental o primariamente organizada que estuviese. La prevención de unos siguientes ataques que se sabían seguros pero inciertos en el tiempo, se empezó a tomar en consideración. La creación y reglamentos de nuestra Junta de Sanidad en 1720, sería modélica en Europa.
Cabe en la actualidad dudar de la eficacia de los remedios de la época en sus diferentes presentaciones: electuarios, píldoras, trociscos, jarabes, aguas, emplastos, ungüentos, aceites, polvos…, pero a finales del siglo XIX se producía la primera revolución epidemiológica y médica al desarrollarse actuaciones efectivas que tuvieron como remedio preventivo el logro de la vacunación, iniciada cien años antes con respecto a la viruela, junto con los cuidados paliativos de síntomas y efectos y la asepsia. Es el momento de recordar, junto con los grandes avances sanitarios, a nuestro Jaime Ferrán, el bacteriólogo triunfador, mediante su acertada praxis, del cólera, el tifus y la tuberculosis en 1884, saber del que no pudo beneficiarse la víctima más ilustre de esta última en España: Alfonso XII, incorregible, valiente y consoladora presencia, no siempre aprobada por el gobierno, de contagiados y epidémicos.
MH. Los períodos posteriores a las pandemias se suelen caracterizar por cambios y transformaciones sociales. ¿Qué nos dice la historia sobre la evolución de las sociedades que atravesaron una epidemia de esta magnitud?
HODE. La historia está llena de situaciones de este tipo que determinaron un giro constatable en el devenir de los acontecimientos. La muerte por el tifus exantemático de San Luis de Francia determinó en 1270 el fin, no sólo de la VIII Cruzada, sino de las cruzadas en general y la del marqués de Santa Cruz en la Lisboa de 1588, ocasionada por ese mismo “tabardillo de pintas coloradas”, que conocemos hoy como tifus exantemático, que fue causa de que Felipe II no pudiese contar con el marino que parecía predestinado para conquistar Inglaterra. De ayuda decisiva para la resistencia heroica de Blas de Lezo en Cartagena de Indias, en 1741, fue la fiebre amarilla o “vómito negro”, sufrido por el ejército inglés sitiador.
En tiempos modernos en que las personalidades no son tan determinantes, las pandemias han llevado, directa o indirectamente, a cambios sociales, a situaciones extremas y a la utilización política de los efectos . En el reinado de Fernando VII, el retraso en el embarque de la “Gran Expedición” para sofocar la sublevación de la América española y la dispersión de la fuerza, motivados por la peste, fueron causa muy directa de su emancipación y de la revolución de Riego de 1820.
Se viene citando como paradigmático en nuestro país el asesinato de frailes en el Madrid de 1834, en plena I Guerra Carlista, en la que se excitó al populacho con el fantasma de la contaminación de las fuentes por secuaces de una iglesia tradicionalista “uno de los más feos crímenes políticos que se han cometido en España” según Galdós.
En coyunturas ya largamente superadas, grupos sociales marginados, como extranjeros y judíos, sufrieron la ira irracional, la desesperación y la ignorancia populares. Ocurrió también con comerciantes, médicos y boticarios centroeuropeos y rusos durante la crisis sanitaria iniciada en 1831. Porque los bulos, los infundios y las “fake news” interesadas han ido siempre de la mano de las catástrofes nacionales mucho después de que la leyenda iniciada por los escritos de Las Casas sobre la despoblación indígena tras el Descubrimiento debida al maltrato sufrido por los indios, se derrumbase ante la evidencia médica de la “picada” variólica inconsciente y anónima.
Si consideramos la hambruna corporal y anímica como una plaga, y debemos hacerlo aunque sólo sea como concausa, los movimientos políticos, sociales e ideológicos que conocemos como revoluciones francesa y rusa, son en parte también sus resultados. Así mismo como lo fuera una enfermedad hortícola de largo alcance originadora de la “Irish Potato Famine” de 1845 que se cebó en su isla originaria, pero que redundó, a través de la emigración masiva, en el robustecimiento de nuevas naciones como los Estados Unidos, Canadá y Australia. Porque las epidemias, como las guerras, han sido, paradójicamente, motores del progreso, de la civilización y del afán por combatirlas. La ONU se pensó para erradicar la guerra en 1948, en pleno remordimiento por la II Guerra Mundial, y la Organización Mundial de la Salud Mundial de la Salud, su organismo dependiente, para gestionar políticas de prevención, promoción e intervención, a nivel mundial y, aunque sólo sea a nivel consultivo, evitar que las pandemias se conviertan en pandemonios locales con repercusión global.
MH. Aunque todavía es pronto para hacer una valoración, ¿cómo cree que abordarán los historiadores de las próximas generaciones los sucesos que hoy estamos viviendo?
HODE. No lo harán sólo los historiadores, sino también los sociólogos, los literatos, los pensadores, los empresarios y los políticos, los versados en conductas y los doctos en salud, como lo hicieron sus predecesores desde la “muertes negras” medievales al ébola y al COVID 19. Es de esperar que sea bajo claves más humanitarias y altruistas, considerando un mal general al que debe combatir la humanidad también en sus raíces, no sólo biológicas, sino también sociales y en atención prioritaria de los sectores más vulnerables, conscientes además hoy de su abandono, cuyo riesgo mayor ha sido olvidado o egoístamente desatendido.
La gran experiencia de la actual pandemia obtendrá, desde el punto de vista médico, una vacuna que la devuelva a la condición de afección asumible casuísticamente, conviertiendo en efectivo su tratamiento. Y desde la reflexión, favorecida por la ocasión de detenerse a pensar que ya no se trata de una catástrofe exótica y ajena más, el despertar de una conciencia y de una sensibilidad amortiguadas por el alejamiento en espacio, afectos y efectos con consecuencia culpable de menosprecio del dolor.
Han aparecido nuevas pestes universales, y puede que otros patógenos que parecían desterrados del mundo occidental del bienestar, como la tifoidea, la malaria, la disentería, la fiebre amarilla, la polio o el sarampión, se vayan adaptando con nuevas formas y mutaciones. En consecuencia, sólo una autoridad sanitaria, superadora de bloques ideológicos, fronteras políticas e intereses económicos, y reorientadora de los recursos sanitarios, puede afrontar estos retos.
MH. En los grandes viajes transoceánicos de los siglos XVI y XVII los marineros podían permanecer en alta mar durante un tiempo muy superior a nuestro actual confinamiento. Ese fue, por ejemplo, el caso de la tripulación de la nao Victoria, con la que Juan Sebastián Elcano logró dar la vuelta al mundo sin avistar tierra durante cuatro meses, mientras cruzaban el Océano Índico. ¿Cómo era la vida a bordo?
HODE. Las largas singladuras sin contacto con tierra impedían consumir los víveres frescos y agua dulce obtenida de una de una aguada reciente. Se comía de lo estibado en bodega mientras durase, conservado gracias a la desecación, la salazón, el adobo y el ahumado, acompañado de vino considerado “alimento forçosso”, por lo que se daba ración de un litro largo diario- . Vinos recios como los que embarcó Colón, del condado de Niebla, de la comarca de Jerez, del Aljarafe sevillano, y de Gibraltar, para mezclar con agua. También, junto al producto fresco y ocasional de la pesca, las conservas cárnicas y las del bacalao de Terranova y del “pescado secial”- el atún del duque de Medinasidonia.
Las etapas para renovar el agua se aprovechaban para «refrescar» también los alimentos y adquirir carnes obtenidas mediante la caza de cabras o venados. Los portugueses lo hacían en Azores y Madeira y Colón lo hizo en la Gomera. Los “datos” locales suministraron cerdos a la expedición de Magallanes, que se procuraban mantener vivos a bordo el mayor tiempo posible. En plena navegación, “deitávamos lihas do mar e tomávamos pescado”, relataría André Vaz al intentar remontar Mozambique en su viaje de 1538.
La dieta y las carencias producían enfermedades que se desconocían en la navegación cabotera. Hoy en día tienen su nombre y su diagnóstico, entonces las describían como novedades las relaciones de los viajes “Llagas muy grandes en pies y piernas –con lloros de quien las tocaba- ”, en la del viaje del adelantado Álvaro de Mendaña que hacía referencia a una segunda fase del escorbuto, tras la fase hemorrágica bucal con pérdida de dientes. Es el “mal de sague” o el “mal de Luanda” –porque no solía manifestarse hasta llegar a la altura de Angola- de los navegantes lusos y la “fiebre de naos” de nuestros mareantes. Incluso en los mejores momentos se practicaba la economía del agua, que se distribuía siempre por ración tasada que disminuía en las ocasiones en que más falta hacía y su escasez mortificaba más por encontrarse en zonas de calmas tropicales. En los medios cuartillos solían flotar podridas cucarachas que la hacían hedionda y el grano embarcado se consumía o se desintegraba, convirtiéndose en mero afrecho o salvado, en mera cáscara del trigo, que es indigerible. La galleta se reblandecía por la humedad, adquiría un gusto agrio y un olor fuerte efectos del gorgojo que las atacaba.
A la incomodidad diaria del embarcado que se hacía extrema en las ocasiones y esfuerzos de peligro mayor se añadía la presencia de indeseables “sabandijas” inmunes a la higiene personal o a las fumigaciones. Guevara, Salazar y Valencia, afirman que constituyeron verdaderas plagas en los buques. El primero de ellos considera al piojo como el primero de la lista. Entre los españoles de la época tenía nombre propio: “Juan de Garona” que rememoraba el comercio con Francia a través de Burdeos. Para otros lo era la cucaracha tropical, grande, parda como el hábito franciscano y volátil, que infectaba cuanto tocaba. Fernández de Oviedo, en su Historia general y Natural de las Indias, analiza minuciosamente sus estragos. Pero también se consideran “sabandijas” a los roedores, contra los que se organizan a bordo verdaderas batidas con premio al ganador. Eugenio de Salazar asegura de los barcos de la carrera de Indias, que a veces se convertían en ataúdes flotantes: “tienen grandísima copia de volatería de cucarachas y de montería de ratones”.
Parásitos y roedores serían transmisores importantes de enfermedades infecciosas. Una vez en América, tras el contacto con los inmunizados residentes y en las ferias de Cartagena y Montebello, nuestros marinos padecerían los terribles embates de la “fiebre chapetona”, del vómito negro endémico de la zona.
MH. Además de las grandes expediciones marítimas para descubrir nuevas rutas o territorios, los españoles también llevaron a cabo otras con fines médicos. La más conocida fue la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, o expedición Balmis. ¿Qué nos puede contar de estos proyectos? ¿Cómo se implicaba la Armada en la lucha contra las epidemias y, en general, en la investigación científica de la época?
HODE. Con la Expedición Filantrópica de la Vacuna dirigida modélicamente en 1803 por el médico militar español Francisco Javier Balmis finaliza efectivamente la larga serie de expediciones científicas y militares multifacéticas –estoy hablando de unas 60 realizadas desde 1735-, empresas del reformismo ilustrado en las que en todas estuvo más o menos presente la posible aplicación terapéutica de los datos o de los especímenes vegetales o minerales obtenidos, de importancia trascendental para la botánica médica, y el interés sanitario de las comunidades visitadas.
A España y su Armada corresponden la gloria de esta primera vuelta al mundo sanitaria destinada a la vacunación antivarólica mediante la inoculación de la “Variolae vaccinae” de Edward Jenner, hito importantísmo para la salud pública universal. Los 22 niños inoculados sucesivamente para mantener vivo, pero inocuo, el virus vacunal y su aya, dedicada especialmente a la casi imposible tarea de evitar que se rascasen las pústulas, salvaron millones de vidas en América, Filipinas e incluso en China a través del Macao portugués. Como otros grandes logros españoles en todos los campos este hecho ha permanecido bastante desconocido en los foros internacionales.
Gracias al impulso de la Real Armada los avances en Medicina y Cirugía permitieron un mejor conocimiento del cuerpo humano facilitado por las autopsias, que no siempre se practicaban en las pandemias y de cuya escasa práctica seguimos quejándonos hoy, así como del método y uso médicos y de la medicina clínica. El honor de ser el primer buque hospital de la Historia que en la actualidad se atribuye al inglés “HMS Goodwill” (1620), seguido por el francés “Clomp” (1636), corresponde posiblemente a una galera-hospital de la armada de don Juan de Austria de 1571, o, si no, al hospital que se dividió entre dos urcas: “La Casa de Paz Grande” y “San Pedro el Mayor” de la campaña naval contra Inglaterra de 1588.
El Real Colegio de Cirugía de la Armada de Cádiz llegó a convertirse en una de las instituciones médicas docentes de mayor prestigio en Europa y a lo largo de los siglos XIX y XX el Hospital de San Carlos, en San Fernando, tendría una actuación destacada durante las grandes epidemias que asolaron la provincia gaditana.
Desde la creación en Madrid por Antón Martín en 1585 de su hospital para enfermedades contagiosas, la implicación asistencial de la Marina se había llevado a cabo principalmente de la mano de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, los “juaninos”, enfermeros de don Juan de Austria en Lepanto, fundadores del hospital de Nápoles y del de Cartagena de Indias en 1596, asistentes en la “Armada Invencible”, en la de Filipinas de 1617 y en cuantas se armaron en aquella época, colaboradores habituales de sus médicos, cirujanos y boticarios.
La actividad de la Orden continuaría hasta 1835, el año siguiente al de los citados atentados anticlericales de Madrid en que se vio suprimida y obligada, en plena guerra, a abandonar los 52 eficientes hospitales que regentaba en toda España, actitud sectaria de rechazo no muy diferente a la adoptada por algunos personajes y comunidades frente a los beneméritos hospitales militares improvisados que contribuyen a desterrar el actual coronavirus.