El 31 de marzo de 1621, fallecía el monarca español Felipe III tras 23 años de reinado. Le sucedió en el trono su hijo, Felipe IV, que apenas contaba con 15 años.
Felipe IV, uno de los reyes más importantes pero menos conocidos de nuestro pasado, heredaba uno de los Imperios más grandes de la Historia. Bajo su poder estaban los Reinos de España, Portugal, Nápoles, Sicilia, Cerdeña, las inmensas posesiones de Ultramar (españolas y portuguesas), los Países Bajos y otros territorios en el centro de Europa.
En esos momentos, además, Quevedo, Velázquez, Góngora, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Zurbarán o Baltasar Gracián, entre otros grandes artistas del Siglo de Oro, elevaron la cultura española a su apogeo y la convirtieron en un referente en todo el mundo.
A pesar de hallarse en la cima de su hegemonía, la Monarquía Hispánica atravesaba una situación complicada. La Hacienda estaba exhausta y no podía soportar las pesadas cargas que tenía que asumir la Corona para hacer frente a las numerosas amenazas exteriores y a la defensa del catolicismo.
Siguiendo el ejemplo de su padre, el Rey se apoyó en un valido para llevar los asuntos de gobierno. El nombramiento recayó en don Gaspar de Guzmán, que sería más conocido como el Conde-Duque de Olivares. El valido ostentaba un gran poder en la Corte y sobre él giraba toda la política del Reino.
Cuando Felipe IV llegó al trono, en 1621, Europa se encontraba inmersa en la Guerra de los Treinta Años. España había conseguido permanecer relativamente al margen de la contienda, pero el fin de la Tregua de los Doce Años con los rebeldes holandeses provocó que entrase de lleno en la guerra.
En los primeros años de lucha, los tercios españoles cosecharon importantes éxitos militares, como la conquista de la ciudad holandesa de Breda. Con el paso del tiempo, la posición se enquistó y las fuerzas se igualaron.
La reanudación de la guerra provocó que los gastos de la Monarquía Hispánica se disparasen. Su economía, ya maltrecha, difícilmente llegaba a cubrir los costes de la contienda. Para hacer frente a esta delicada situación, el Conde-Duque de Olivares ideó, bajo el nombre de la Unión de Armas, el primer proyecto pensado para unificar el gobierno de los territorios que integraban el Imperio español.
Desde su llegada al poder, Olivares había intentado imponer una política unitaria y reformista. Su programa político quedó recogido en el Gran Memorial de 25 de diciembre de 1624, que envió a Felipe IV. Su propuesta iba dirigida a fortalecer el poder real. A la vez, propugnaba cambios que afectaban a la política, a la justicia, a la administración y a la economía.
El Conde-Duque buscaba suprimir el concepto de “Rey de las Españas” para que al monarca se le conociese solo como “Rey de España”. Su idea era reducir a una sola organización política la variedad de reinos que configuraban España.
Así se expresaba el Conde-Duque de Olivares en el Gran Memorial: “Tenga Vuestra Majestad por el negocio más importante de su Monarquía, el hacerse Rey de España: quiero decir, Señor, que no se contente Vuestra Majestad con ser Rey de Portugal, de Aragón, de Valencia, Conde de Barcelona, sino que trabaje y piense con consejo mudado y secreto por reducir estos reinos de que se compone España al estilo y leyes de Castilla, sin ninguna diferencia”.
También buscaba la unidad económica y fiscal, para lo que intentó implantar un sistema contributivo en el que todos los territorios fueran solidarios con las necesidades de la Corona. El programa político de Olivares se asemeja al que también se estaba imponiendo en el resto de las cortes europeas.
Con el paso del tiempo, la preocupación más acuciante se centraba en el terreno militar. Hasta entonces, el peso humano y económico de la guerra había recaído en Castilla. De ahí que, en 1625, el valido propusiese la creación de un ejército permanente de 140.000 hombres, distribuidos por cupos, al que todos los territorios contribuyesen de forma proporcional. Este programa recibió el nombre de Unión de Armas
Cada territorio debía abastecer y mantener a las tropas asignadas. Estas no tenían que estar permanentemente en armas, sino preparadas para cuando fuesen convocadas en razón de una emergencia. De este modo, el Rey, contando con las fuerzas de reserva, podría acudir en ayuda de cualquier territorio que fuese atacado. Además, se aliviaba a la castigada Castilla de su esfuerzo bélico.
El intento centralizador del Conde-Duque no tardó en enfrentarse a una fuerte oposición. La urgencia y el imprescindible consenso para sacar el proyecto adelante hicieron que se viera con reticencia en las distintas Cortes. Las Cortes de Aragón y de Valencia aprobaron una parte considerable de la propuesta. También se consiguió la aceptación de Flandes y de Italia, pero las Cortes catalanas se negaron a participar en el proyecto y a contribuir al fondo común. La tensión con Cataluña fue aumentando, hasta que en 1640 estalló la revuelta que tardó doce años en sofocarse.
No solo la negativa catalana puso en entredicho el proyecto de Olivares. Entre 1626 y 1640, otros acontecimientos condujeron al fracaso de la Unión de Armas: la bancarrota de 1627, el motín de la sal en Vizcaya en 1631, o la entrada de Francia en la Guerra de los Treinta Años en 1635.
El deterioro de la situación política y militar llevó a Felipe IV a prescindir del Conde-Duque, quien fue destituido de sus cargos en 1643.
A pesar del fracaso de la Unión de Armas, el Conde-Duque de Olivares diseñó el primer proyecto político de España que buscaba racionalizar, unificar y homogeneizar la política de la Monarquía Hispánica en todos sus territorios. En definitiva, lo que planteó Olivares era alcanzar un Estado orgánico y unificado, en el que todos los habitantes y todos los territorios que lo integraban tuviesen la misma consideración y contasen con los mismos derechos y obligaciones.