Monasterios y monacato en la España medieval
Carlos M. Reglero de la Fuente

Las imágenes del monasterio, la catedral y el castillo son las más fácilmente asociadas con la Edad Media. Sus impresionantes arquitecturas, incluso en ruinas, siguen salpicando el paisaje rural y urbano de la Península Ibérica”. Con estas palabras comienza la introducción de la obra que reseñamos.

En efecto, no es fácil imaginar la Edad Media europea, en Oriente o en Occidente, sin la presencia de los monjes y de los monasterios en los que convivían. Unos y otros no eran, en realidad, sino manifestaciones singulares de un modo de afrontar la vida religiosa a partir de los ejemplos de ciertos predecesores, ya desde los primeros siglos de la entonces única Iglesia cristiana. Su dimensión colectiva y su influencia espiritual, social y cultural desbordarían muy pronto el estricto ámbito individual de quienes se sentían llamados a apartarse del mundo secular para someterse a una regla de vida mucho más exigente.

El profesor Carlos M. Reglero de la Fuente había abordado, en dos obras anteriores a la que ahora reseñamos, el fenómeno de renovación de la vida monástica, degradada tras perder los rasgos originales de la regla que San Benito había formulado a comienzos del siglo VI. Los centros de gravedad de esa reforma se situarían en la Lotaringia y en la Borgoña francesa, cerca de una de cuyas ciudades (Mâcon) el duque Guillermo de Aquitania fundó y dotó el monasterio de Cluny, en septiembre del año 910, para que en él se siguiera la regla benedictina en su estricta observancia.

A la presencia de Cluny en España dedicó Reglero de la Fuente esos dos trabajos de investigación: en el año 2008, analizó el período de implantación y primera expansión en la península de los monjes negros, desde 1073 hasta 1270; en el año 2014, estudió la situación de los monasterios cluniacenses en España y Portugal desde 1270 a 1379.

En la primera de esas obras describía las redes sociales creadas por los monjes cluniacenses, sus relaciones con los diversos centros de poder, políticos y sociales, así como la vinculación de los nuevos monasterios con la abadía matriz francesa. En la segunda, cuya reseña puedes leer aquí, bajo el sugestivo título Amigos exigentes, servidores infieles. La crisis de la Orden de Cluny en España (1270-1379) dirigía su atención al estudio, riguroso y concienzudo, de los prioratos españoles en un siglo ya alejado de los de esplendor y gloria cluniacenses.

El autor amplía ahora el ámbito de su investigación, dirigiéndola al monacato español en general, más acá y más allá de los cluniacenses, desde el siglo IV a finales del siglo XV. En Monasterios y Monacato en la España medieval, * Reglero de la Fuente nos brinda un ambicioso intento de análisis y de síntesis sobre este fenómeno. Lo lleva a cabo en constante diálogo con quienes han investigado el fenómeno monástico, como demuestran las continuas citas a pie de página para corroborar las tesis del autor o para explicar las fuentes de sus afirmaciones (las referencias bibliográficas finales ocupan no menos de treinta páginas).

El resultado podrá parecer abrumador a quien espere un trabajo meramente divulgativo. No, en cambio, a quien busque una obra de referencia para conocer el panorama monástico de la España medieval, con todo lo que ha implicado en nuestra historia. Pocos son los nombres y los lugares, relacionados con los monasterios castellanos y aragoneses, que están ausentes del libro. Así lo testimonian los exhaustivos índices, onomástico y toponímico, que figuran al final de la obra (páginas 420 a 445). El enfoque se centra en los monjes y en las órdenes religiosas en las que se integraban, dejando de lado los particulares relativos a los monasterios desde el punto de vista arquitectónico o artístico (lo que, claro está, daría para otro libro).

En palabras del autor, la obra “aborda desde el anacoretismo al cenobitismo, desde la clausura estricta hasta el afán predicador de los mendicantes. Monjes, monjas, frailes; abades, priores y guardianes; monjas y viudas consagradas; conversos, cistercienses, frailes de órdenes terceras o familiares, forman un amplio grupo, heterogéneo, pero conducido de una forma u otra por ese ideal [la perfección cristiana, a través de una ascesis más o menos intensa y el cumplimiento de una serie de normas fijas por la tradición (la regla, las costumbres)]”.

El libro se divide en tres partes, respectivamente dedicadas al monacato en la Alta Edad Media (siglos IV-XI); a la integración del monacato hispano en el mundo de las órdenes religiosas (fines del siglo XI-fines del siglo XIII) y a las crisis y reformas en la Baja Edad Media (siglos XIV y XV).

Los capítulos sobre el monacato en tiempos visigodos y en la Alta Edad Media hablan de su génesis y de su primer esplendor durante los siglos IV a VII. Los orígenes del monacato cristiano en la Hispania visigoda no difieren de los que estaban teniendo lugar en otras partes de la Cristiandad. Poco a poco, empiezan a surgir cenobios, anacoretas y eremitas más o menos aislados, algunos de ellos emigrantes desde al-Ándalus a los reinos del norte. La fundación de los monasterios o conventos en los que se recogen (que implica la correspondiente dotación de bienes, para procurar el sustento económico) se debía, en otros muchos casos, a iniciativas reales o del estamento nobiliario y, en menos ocasiones, coincidía con el deseo de instaurar comunidades familiares bajo un régimen de vida monástico.

Ya entonces se diseñan las relaciones, no siempre fáciles, entre los obispos (la estructura de poder de la Iglesia ha sido y es territorial, confiada a quienes ostentan en cada zona la calidad de sucesores de los apóstoles) y los monasterios. No pocos de estos últimos quedan exentos de la jurisdicción episcopal y algunos obispos asumen sus cargos desde el monasterio. Incluso determinadas sedes catedralicias, vinculadas lógicamente a los obispos, adoptan en ciertos casos la vida monástica.

El monacato altomedieval presenta diversas formas de comunidades, aunque suelen responder a un patrón determinado, el que habían configurado algunos padres de la Iglesia y sistematizado san Benito. Destaca siempre la figura del abad, en su doble papel de pastor de las almas de los monjes y gestor de la propia comunidad monástica. En esta última función recibe la ayuda de oficiales o de otros monjes, así como de legos más o menos vinculados al monasterio.

Una mención destacada merece el papel de las mujeres en los monasterios altomedievales, tanto si se trata de los originariamente masculinos (que se convierten en dúplices, o en monasterios mixtos, a partir de la incorporación de las mujeres) como únicamente femeninos. El monacato femenino, sin embargo, acusa un declive en el siglo XI.

También se resalta en la obra la función cultural de estos monasterios, ligada a la educación de los monjes, pero con repercusiones más amplias en cuanto a la conservación del legado escrito que, en tiempo difíciles, se les confiaba. En el epígrafe correspondiente se nos proporciona información sobre los libros catalogados en las bibliotecas monásticas (no tan surtidas como las de las catedrales o de los ulteriores Estudios generales), el scriptorium monástico y las obras escritas (por ejemplo, las de Beato de Liébana) o reproducidas por los propios monjes y copistas.

En la segunda parte del libro se estudia la integración del monacato hispano en el mundo de las órdenes religiosas, desde fines del siglo XI hasta el siglo XIII. La vida interna de los monasterios altomedievales osciló entre la tradición visigoda y la ulterior observancia de la Regla de san Benito. Esta triunfa definitivamente en Cluny y numerosos monasterios y conventos se ponen bajo su tutela para conseguir los mismos fines reformadores; otros, aun conservando su independencia, se guiaron por sus principios. Todos ellos fueron protagonistas de la renovación cristiana en una Europa en crisis al comienzo del segundo milenio, para lo que contaron con el apoyo de las familias reales y de las casas nobiliarias. Al aumentar la cifra de monasterios cluniacenses subordinados, hubo que organizar prioratos dependientes, también en España.

En un determinado momento, a partir de la extensión de la orden del Císter (surgida también en Francia, en el monasterio de Citeaux), el modelo cisterciense toma el relevo. Es tal su éxito que la instalación de los monjes cistercienses –los monjes blancos, por contraposición a los negros de Cluny- se multiplica en toda Europa, de lo que España no es una excepción.

Aparecen también por entonces las órdenes militares cistercienses, cuyo desarrollo entre nosotros es acusado, especialmente para actuar en la frontera sur de los reinos peninsulares. Por su parte, los canónigos de las sedes episcopales (en las que se hallan las catedrales) no son ajenos a la vida regular y de sus cabildos surgirán monasterios cuya vida se rige por la regla de san Agustín.

La aparición de los premonstratenses y de los cartujos, llamados estos últimos a tener relevante presencia en la vida religiosa española, va seguida de la de las órdenes mendicantes, franciscanos y dominicos, con sus correspondientes ramas femeninas. Los mendicantes cambian el modelo, interno y externo, de vida monástica, volcándola más a la predicación exterior (dominicos) y al mantenimiento de la pobreza predicada por san Francisco de Asís (frailes menores). Su desarrollo en los reinos hispánicos es imparable.

Tras exponer esa evolución en términos predominantemente cronológicos, el autor se centra (capítulo sexto del libro) en describir las relaciones de los monasterios, cualquiera que fuera su filiación, con la sociedad española de los siglos XII y XIII. Estudia la suerte de los monasterios familiares y, en especial, cómo los reyes y la aristocracia se vincularon al fenómeno monástico: las devociones regias, las sepulturas o panteones de las familias reales y nobiliarias en los monasterios, las fundaciones y donaciones de esas familias a las órdenes correspondientes son exponentes de esa vinculación, mantenida siglo tras siglo. En ese mismo capítulo se pasa revista a la siempre conflictiva administración de los dominios monásticos, tantas veces objeto de apropiación por nobles, concejos o por el mismo poder real. Es significativo que una buena parte de los gastos de los monasterios, según se refleja en las cuentas que nos han llegado, se destinase al pago de las costas en los subsiguientes litigios.

El capítulo séptimo del libro se ciñe al estudio de las formas de vida de las comunidades monásticas, tanto en lo que atañe a sus componentes propiamente personales (abades, priores, guardianes, conversos, oblatos, capellanes, oficiales, fratres y, en su caso, familiares) como a los aspectos materiales (edificios, claustros, celdas, alimentación).

Destaca en ese capítulo el análisis de la actividad cultural, lo que el autor denomina “leer y escribir en el monasterio”. De nuevo, se pasa revista a la actividad de los scriptoria y a las bibliotecas monásticas, tanto de los benedictinos (de manera destacada, las de Sahagún, Oña y Santo Domingo de Silos) como de los cistercienses (Huerta, Belmonte y otros). Como muestra, Reglero de la Fuente expone que “la biblioteca de Silos contenía muchas obras [alrededor de ciento cuarenta y seis volúmenes] de la tradición altomedieval, con autores visigodos (Isidoro y Leandro de Sevilla e Ildefonso de Toledo), obras clásicas del monacato (Casiano, Esmaragdo, Vida de los Padres, Geronticon o Gregorio Magno), las necesarias obras litúrgicas (misales, breviarios, pasionarios y legendarios), pero también obras de escritores romanos (Salustio, Horacio, Estacio) y contemporáneos, entre ellas compilaciones de derecho canónico (las Sentencias de Pedro Lombardo o las Decretales) y hagiográficas (Flores sanctorum)”.

Los dominicos y franciscanos, añade Reglero de la Fuente, también mostraron gran preocupación por sus bibliotecas, interesándose por “obras muchos más modernas y académicas que las que llenaban las bibliotecas de los monasterios benedictinos”. Era lógico, pues las exigencias de la predicación requerían una formación más intensa, que los mendicantes recibían en los Estudios de las propias órdenes. En otras órdenes, los intentos de reforma y de retorno a la primitiva observancia se tradujeron en una reacción frente al intelectualismo que se achacaba a algunos de los monjes formados en las universidades.

La última parte del libro se ciñe a la crisis y a las reformas de los monasterios en los siglos XIV y XV. Durante la Baja Edad Medida, la fortaleza social y cultural de la vida monástica se mantuvo, cuando no se incrementó, continuando la relación inescindible de los monasterios con los reyes y la aristocracia. Se produjo, sin embargo “un desplazamiento de la devoción de la familia real, de la aristocracia, de la baja nobleza y las oligarquías urbanas hacia nuevos movimientos religiosos”.

Los síntomas de crisis afectaron a los antiguos monasterios benedictinos o cistercienses, pero también a las órdenes mendicantes, en particular a los franciscanos, divididos en disputas entre claustrales o conventuales y observantes. Se reflejan tanto en los aspectos propiamente temporales (dificultades económicas de los antiguos monasterios, con un menor respaldo real, y de los de menor tamaño) como espirituales, especialmente de carácter disciplinario. A la vez, los monasterios urbanos adquieren protagonismo: el autor pone de ejemplo el de San Clemente de Sevilla que, si a finales del siglo XIII no pasaba de ser uno más, acrecienta sus dominios en la segunda mitad del siglo XIV y en el siglo XV. A inicios del siglo XVI, subraya Reglero de la Fuente, “contaba con cerca de una treintena de grandes explotaciones agrarias […] más de doscientas casas y veinticuatro tiendas en la ciudad de Sevilla, muchas de ellas en el compás de San Clemente”.

La necesidad de cambios para afrontar esas crisis se percibe ya en el siglo XIV, de lo que dan testimonio las bulas de reforma expedidas por Benedicto XII “para cistercienses (1335), benedictinos (1336) y canónigos agustinianos (1339)”. La reforma se extendería no solo al monacato de origen benedictino, sino también a las órdenes mendicantes, así como a los jerónimos y cartujos. Tuvo, además de su dimensión propiamente espiritual, motivos económicos (es decir, impositivos, para reducir las exenciones de tributos) e incluso políticos (asentamiento del poder real).

De hecho, los Reyes Católicos solicitaron, años después, a Sixto IV una bula de reforma, porque “en nuestros reinos hay muchos monasterios e casas de religión, así de hombres como de mujeres, muy disolutos e desordenados en su vivir e en la administración de las mismas casas e bienes espirituales e temporales […] e si tales monasterios e casas de religión fueren reformados e puestos en la honestidad que deben, sería gran servizio de Dios”.

A los cambios introducidos por los Reyes Católicos (a través de Hernando de Talavera, Diego de Deza y Francisco Jiménez de Cisneros), que buscaron el apoyo de los grupos proclives a las reformas en el seno de los propios monasterios u órdenes, se dedican los últimos epígrafes del libro.

En la introducción de la obra, el autor pasa revista al estado de la historiografía más reciente sobre el monacato español, para acabar exponiendo que, cuando aquella estaba en prensa, “se ha publicado The Cambridge History of Medieval Monasticism in the Latin West [que] ofrece una visión de conjunto y actualizada del monacato occidental en la Edad Medida, dentro del que se enmarca el hispano”. Sin negar mérito a la investigación anglosajona, difícilmente podrá alcanzar los niveles de calidad, minuciosidad y exhaustividad que adornan al libro que ahora reseñamos.

Carlos M. Reglero de la Fuente es catedrático de Historia Medieval de la Universidad de Valladolid. Ha dedicado especial atención a las relaciones entre la Iglesia, la sociedad y el poder real y, de modo particular, a los monasterios cluniacenses en sus obras Cluny en España. Los prioratos de la provincia y sus redes sociales (1073- ca. 1270) y Amigos exigentes, servidores infieles. La crisis de la Orden de Cluny en España (1270-1379).

*Publicado por Marcial Pons Ediciones de Historia, marzo 2021.