En la historiografía sobre la Revolución Francesa existe un debate, ya centenario, que intenta dilucidar quiénes fueron los verdaderos artífices de los acontecimientos que en las postrimerías del XIX condujeron al derrocamiento de Luis XVI. Las posiciones de partida difieren: o bien fue el pueblo francés en su conjunto el que, como un ejército compacto y anónimo, tumbó a los partidarios del Antiguo Régimen; o bien fueron una serie de individuos identificables con nombres y apellidos los que impulsaron este proceso y consiguieron movilizar a las masas para lograr sus reivindicaciones. Por supuesto, las dos tesis admiten matices y los historiadores se han movido libremente entre ambas, eligiendo, según sus propios criterios, puntos de una y otra. No existe y no existirá una respuesta unívoca, porque nunca tendremos todos los datos de lo ocurrido en aquellos fascinantes años. En realidad, aún no somos capaces de comprender de forma racional cómo actúa la sociedad ante situaciones extremas.
Al margen de estas disquisiciones, que se adentran más bien en el campo de la filosofía de la historia, no se puede negar que determinados personajes sobresalieron y desempeñaron cargos relevantes en el curso de los acontecimientos. Sus nombres son bien conocidos y resultarán familiares a quienes tengan un mínimo de inquietud histórica: Sieyès, Danton, Lafayette, Marat, Robespierre o Fouché, por citar solo algunos, ejercieron, de una forma u otra, una influencia decisiva en sus compatriotas. Su papel dirigente fue tal que, cuando las circunstancias variaban y perdían poder, sus adversarios no dudaban en centrar los ataques en ellos. De hecho, la mayoría no sobrevivió al proceso revolucionario, fallecidos por “causas no naturales”. Sus biografías muestran los vaivenes de aquellos días y la actividad frenética para crear un nuevo mundo a partir de las ruinas de otro que luchaba por sobrevivir, mientras se combatía encarnizadamente en el campo de batalla con las grandes potencias de la época.
Entre esos grandes protagonistas de la Revolución Francesa, Robespierre ocupa un lugar destacado. Quizás es uno de los personajes más estudiados de la época (hemos reseñado la biografía que escribió Peter McPhee y que puedes leer aquí). Descrito por unos como un “demonio” ávido de sangre que sembró el Terror y equiparado, por otros, con la encarnación del espíritu popular de la Revolución, lo cierto es que fue (y sigue siendo) tan admirado como odiado. Resulta muy difícil elaborar un retrato nítido de su carácter, pues las impresiones transmitidas por sus contemporáneos están muy polarizadas y no permiten determinar con seguridad quién fue realmente Robespierre. Sabemos que llegó a tener un poder extraordinario, pero ese mismo poder y su uso indiscriminado fue el que le condenó. Sus correligionarios, temerosos de verse arrastrados a la guillotina como tantos otros, se movilizaron y el 27 de julio de 1794 se “levantaron” contra Robespierre y contra quienes le seguían.
Lo acaecido ese 27 de julio es retratado minuciosamente por el profesor Colin Jones en su obra La caída de Robespierre. 24 horas en el París revolucionario*. Trabajo que, como explica el propio autor, tiene como objetivo ofrecernos el relato de “uno de esos días de acción que tanto fascinaron a Mercier: el 27 de julio de 1794, o 9 de termidor del año II si nos atenemos a la nomenclatura del calendario revolucionario francés, introducida en 1793. […] Aquel día fue testigo del derrocamiento de Maximilien de Robespierre, uno de los políticos más carismáticos y sobresalientes de la Revolución, y marcó el principio del fin del tipo de gobierno impulsado por el terror en el que él había representado un papel fundamental el año anterior; un día cuyo resultado consideran de manera invariable los historiadores como algo semejante a un golpe de Estado parlamentario protagonizado por las élites políticas que se oponían a Robespierre. Espero poder demostrar que sus consecuencias no estuvieron determinadas tan solo por maquinaciones políticas, sino también por un proceso colosal de acción colectiva por parte del pueblo de París, que, desde 1789, había desempeñado una función cada vez más significativa en la política nacional”.
La obra de Colin Jones analiza hora a hora (así se estructuran los sucesivos capítulos) lo sucedido en ese frenético día. La narración es expansiva, es decir, los detalles ocurridos en esa fecha se contextualizan en cada capítulo y permiten al autor explicar a grandes rasgos el origen y el desarrollo de la Revolución Francesa, quién fue Robespierre, cómo llegó al poder y por qué se le temía tanto. Se podría decir, aunque con matices, que la muerte de “El Incorruptible” sirve al autor como pretexto para analizar la secuencia revolucionaria y el papel desempeñado por el pueblo francés. Por supuesto, en el centro del relato se halla el estudio sobre cómo se fraguó el derrocamiento de nuestro protagonista, pero el lector rápidamente percibirá que el trabajo que se le brinda va un paso más allá y no solo se limita a los sucesos de esa famosa jornada.
Para reconstruir ese día, el profesor Jones acude a un sinfín de voces. Desde insignificantes testigos presenciales a figuras relevantes de la conspiración. Lo importante es que dejaron un testimonio escrito de lo que vivieron y sintieron en aquellos aciagos momentos. El autor encaja las piezas de un gigantesco puzzle para mostrarnos cómo sintió el pueblo de París la caída de Robespierre, proceso con miles de aristas que pudo descarrilar en cualquier momento. Las dudas e incertidumbres se palpan a medida que pasamos las páginas del libro y avanza el día. Muchos de los protagonistas tuvieron que optar rápidamente y a ciegas por uno u otro bando, aunque la mayoría se posicionó en contra de Robespierre. Poco a poco, la suerte de nuestro protagonista fue decayendo y hubo de refugiarse con sus fieles en el Ayuntamiento, que finalmente fue asaltado.
Herido en la refriega, fue ajusticiado en la guillotina al día siguiente con varios de sus partidarios. Así finalizaba la vida de un hombre del que poco sabemos, excepto que ocupó una posición preeminente en la Revolución Francesa. Su caída marcó un punto de inflexión en el curso revolucionario. En los próximos años nadie volvería a ostentar un poder tan considerable, hasta que cinco años más tarde otro de hijo de la Revolución, el corso Napoleón Bonaparte, dé un nuevo golpe de mano, fagocite la Revolución y termine por erigirse como Emperador.
Concluimos con esta reflexión del autor: “Este mosaico de miles de fragmentos de experiencias condensadas y de menudencias recordadas compuso un drama que parecía más abarcador aún que la realidad. En un momento así, en que los “acontecimientos se volvieron a un tiempo tan terribles y singulares”, se produce, según señaló Mercier, una situación en la que hasta “la ficción teatral distaba de hacer justicia al hecho histórico”. El 9 de termidor fue uno de esos días en que la realidad se mostró, si no más extraña que la ficción, si, sin duda, igual de fascinante y sorprendente. Cambiar el enfoque que solemos adoptar como historiadores para “acercarnos” a los parisinos, a su ciudad y a los actos protagonizados en el escenario del 9 de termidor nos permite observar con una luz nueva e inesperada no solo a Robespierre, la Revolución, los usos del terror y a la gente de París, sino también el modo en que escribimos la historia de un acontecimiento histórico”.
Colin Jones es profesor en la universidad Queen Mary de Londres. Reconocido historiador británico experto en Francia, se ha especializado en el siglo XVIII, la Revolución Francesa y la historia de la medicina. Entre sus libros destacan The Medical World of Early Modern France (1997), The Great Nation: France from Louis XV to Napoleon (2002), Paris: Biography of a City (2004), galardonado con el Enid MacLeod Prize, y The Smile Revolution: In Eighteenth-Century Paris (2014). Es fellow de la British Academy y Past President de la Royal Historical Society.
*Publicado por la editorial Crítica, junio 2023. Traducción de David León.