En demanda de la isla del Rey Salomón. Navegantes olvidados por el Pacífico sur
VV.AA.

Puede parecer que el descubrimiento y la conquista del Nuevo Mundo son fenómenos ya suficientemente estudiados y conocidos por todos, pero lo cierto es que el gran público suele tener una noción limitada sobre la magnitud de la empresa que acometieron unos pocos hombres en apenas un siglo. Famosas son las expediciones de Colón y de Magallanes, o las epopeyas de los hombres de Cortés y Pizarro, y poco a poco van descubriéndose las que protagonizaron Vázquez de Coronado o Hernando de Soto por Norteamérica. Sin embargo, estos son solo algunas de las decenas o centenares de proyectos que se llevaron a cabo a lo largo del siglo XVI y, en menor medida, durante la centuria siguiente. La mayoría de estas anónimas exploraciones o bien acabaron en estrepitosos fracasos, pereciendo en el intento sus componentes, o bien tuvieron escasa fortuna y la fama se les escapó por poco. Solo unas pocas triunfaron donde nadie lo había hecho antes.

Muchas de las expediciones menos conocidas tuvieron por escenario el Océano Pacífico. Los viajes por mar resultaban, en general, más monótonos y tenían menos épica que las campañas terrestres, aunque los riesgos eran mayores y las penurias, considerables. Quizás por eso hayan contado con menos público y menos reconocimiento. El hallazgo del estrecho de Magallanes permitió, no obstante, recuperar la ilusión por alcanzar las islas de la Especiería a través de una nueva ruta y empujó a numerosos aventureros a emprender un viaje de incierto resultado. La fundación de Manila y el descubrimiento del Tornaviaje, años más tarde, dieron algo de seguridad a estos osados marineros, aunque los peligros seguían siendo notables. No debemos olvidar que el Mar del Sur es una inmensa masa de agua, plagada de pequeñas islas inhóspitas que apenas ofrecen algún consuelo a quienes dan con ellas. Transitar por este océano entrañaba los mismos riesgos que los actuales viajes espaciales y la probabilidad de perecer debía ser incluso superior a la actual.

Quienes embarcaban en este tipo de empresas solían hacerlo buscando fama o fortuna. Otros pretendían empezar una nueva vida y los más osados aspiraban tan solo a una aventura. La mayoría no lograba regresar y pocos alcanzaban una edad avanzada. Desaparecieron varios navíos con sus tripulaciones y grandes hombres murieron navegando por el Pacífico: así les sucedió a Juan Sebastián Elcano, a García Jofre de Loaísa o a Ruy López de Villalobos, por citar solo unos pocos. De ahí que los testimonios de los que sobrevivieron sean tan interesantes e ilustrativos, pues nos ayudan a comprender cómo se desarrollaban las travesías y cómo era la vida a bordo.

Entre esos testimonios destacan tres: los de Álvaro de Mendaña, Pedro Fernández de Quirós y Diego de Prado, quienes exploraron, ya sea como capitanes o como marineros, el sudeste asiático y, entre otros hallazgos, estuvieron cerca de toparse con Australia, si es que no lo hicieron.

La Fundación José Antonio Castro ha recuperado esos relatos en la obra En demanda de la isla del Rey Salomón. Navegantes olvidados por el Pacífico sur.* Un trabajo digno de elogio y admiración, acometido -como es habitual en las publicaciones de su biblioteca- con una cuidada edición. El estudio preliminar que lleva a cabo el académico Juan Gil no es de menor interés y ofrece un excelente análisis del contexto histórico en el que se producen aquellos testimonios. Casi se podría hablar de dos libros, pues las trescientas páginas que integran el estudio bien podían conformar una unidad independiente, como análisis minucioso de todo cuanto rodeó a esas expediciones y a sus promotores.

La elección del título no es baladí. Como explica Juan Gil, la isla del rey Salomón (también conocida como Ofir en aquella época) se convirtió en un territorio mítico, similar a El Dorado o Cíbola, que prometía riquezas inimaginables a quienes lograsen encontrarlo. Pocas ambiciones mueven más al ser humano que la de toparse con un extraordinario tesoro. El rumor de que allí se hallaba esta legendaria isla, cuya arena ya era oro, espoleó la imaginación de los españoles. El desmedido anhelo por enriquecerse fue el principal motor que empujó a nuestros protagonistas a proyectar unas expediciones con enormes riesgos y pocos visos de éxito. En el estudio preliminar se explican los complejos preparativos y los problemas que hubieron de sortear para zarpar.

Álvaro de Mendaña, Pedro Fernández de Quirós y Diego de Prado no fueron hombres de noble cuna y rancio abolengo. Más bien representaban lo contrario: eran personas hechas a si mismas, osadas y con conocimientos marítimos, que se labraron su propia fortuna. Mendaña fue el primero de los tres en buscar la gloria. Partió de El Callao, en 1567, al frente de dos navíos. Logró arribar a lo que hoy conocemos como la Isla Salomón, pero un motín, la ausencia de las riquezas esperadas y la hostilidad de los nativos le obligó a volver a América con las manos vacías. No desfalleció Mendaña, que logró, tras regresar a España y convencer al monarca, armar una nueva expedición en 1595 (su matrimonio con la hija de un acaudalado comerciante novohispano permitió sufragar los gastos). No obstante, el éxito se le volvió a resistir y murió de escorbuto. En este segundo viaje, participaba Fernández de Quirós como piloto mayor.

La experiencia acumulada en este viaje y su capacidad de hacer lobby, permitieron a Pedro Fernández de Quirós capitanear una nueva tentativa, que volvió a zarpar de El Callao en 1605. Una vez más, todo terminó en fracaso y solo se descubrieron nuevas islas, pero ninguna riqueza legendaria. Además, la marinería se rebeló y lo hizo prisionero (de este modo regresó a Acapulco). La expedición de Pedro Fernández de Quirós se desgajó y, en mayo de 1606, Diego de Prado asumió el mando. Su relato nos lleva desde este punto hasta su llegada a Manila, un año después. De los tres cronistas es el que llegó más al oeste, bordeando lo que hoy es Nueva Guinea y Australia. Los testimonios de estas odiseas se completan una serie de mapas sobre los distintos itinerarios, así como de un glosario de términos náuticos, portuguesismos y vocablos del sudeste asiático.

La prosa, la coherencia y la estructura de estos testimonios no son, como podrá imaginar el lector, sus mejores cualidades, pero no reside en esto su relevancia. El interés se halla en lo que nos cuentan, en sus vivencias, en las penalidades que hubieron de soportar y en las descripciones que hacen de un mundo radicalmente nuevo para ellos. Por supuesto, hay exageraciones y burdas mentiras, pero la belleza y la épica de sus relatos es incuestionable. La búsqueda de riquezas y de nuevas tierras los llevó a donde nunca antes había llegado nadie y cerca estuvieron de dar con ese inmenso continente que es Australia. Probablemente fueron los primeros europeos en ver aquellas tierras. La capacidad del ser humano para franquear límites inimaginables queda demostrada, una vez más, en estas crónicas.

Juan Gil Fernández es catedrático de Filología Latina de la Universidad de Sevilla (1971-2006) y ha sido pionero de los estudios del latín medieval en España, con trabajos sobre el latín de los visigodos y los mozárabes, plasmados en su obra Corpus scriptorum muzarabicorum (1973). Ha dedicado especial atención a la historia de Cristóbal Colón en libros como Mitos y utopías del descubrimiento (1989) y Cristóbal Colón. Textos y documentos completos (1992), en colaboración con Consuelo Varela. Otras de sus obras son Los conversos y la Inquisición sevillana (2000-2003); Columbiana. Estudios sobre Cristóbal Colón. 1984-2006 (2007); Horacio. Arte poética (2010) y la traducción de las Meditaciones filosóficas de Descartes (1958). Es miembro de la Real Academia Española. Puede leer la entrevista que le hicimos aquí.

*Publicado por la Biblioteca Castro, noviembre 2020.