Para acercarnos a la historia no siempre es necesario acudir a grandes epopeyas militares o a intrigas palaciegas y conspiraciones políticas. A veces, un suceso menor o un simple objeto de uso cotidiano tienen tras de sí un pasado fascinante que permite ilustrar lo acontecido en toda una época. Hay muchas formas de aproximarse a la historia y el lector, sobre todo el español, suele estar acostumbrado a relatos historiográficos que abarcan períodos más bien extensos, al estudio de sucesos políticos destacados o a las biografías. Sin embargo, existen otros métodos más “originales” que cumplen con el mismo propósito, pero que no se atienen a los cánones estrictos de la prosa académica. Los historiadores anglosajones, que en este campo nos sacan bastante ventaja, han sabido combinar la narración amena, muchas veces regada de anécdotas personales, con el sesudo trabajo y la investigación de un ratón de biblioteca. El resultado suelen ser trabajos más ágiles y sencillos, pero con la misma profundidad historiográfica.
La música ha sido un buen escenario para que el historiador ahonde en cuestiones que la fría crónica política no suele captar. Al margen de sus inquietudes y sus ambiciones, el ser humano siempre ha disfrutado de ella, como lo prueban los registros que muestran la presencia de instrumentos musicales hace miles de años. Al igual que la poesía, la pintura o la escultura, la música ha configurado la identidad de pueblos y civilizaciones y es una herramienta muy útil para comprender la mentalidad de una sociedad en un período concreto. Si hoy creemos que los músicos contemporáneos tienen una gran influencia, en las centurias pasadas esta influencia era mayor o como mínimo igual. Los grandes compositores, en paralelo con los artistas plásticos más reconocidos, tenían acceso directo a la Corte y a los monarcas, representaban sus obras para ellos y podían alcanzar una posición privilegiada que, en no pocos casos, les permitía llevar una vida acomodada, de otra manera impensable.
No solo los compositores han alcanzado la gloria de la inmortalidad. Algunos instrumentos también cuentan con un aura que ha trascendido el tiempo y así sucede con el violín. Precisamente un violín viejo y usado que tocó un músico en un determinado concierto sirve a la escritora Helena Attlee para sumergirse en la historia de este instrumento y, por extensión, en la historia de la música. Ese encuentro fortuito es utilizado como pretexto para comenzar un fascinante viaje por Europa, con la ciudad de Cremona como principal protagonista. De su relato emergen figuras sorprendentes (algunas conocidas por todos, otras olvidadas en el agujero negro que es el paso del tiempo), giros de guion y alguna que otra decepción. La cultura, el arte y la historia se dan la mano en este trabajo en el que su autora deviene un personaje más de la narración.
Veamos un ejemplo de lo que se puede encontrar el lector en este libro: “No estoy segura de cuánto tiempo estuve allí de pie hasta que vi reaparecer al violinista con una pinta de cerveza en una mano y un cigarrillo en la otra: «Lo construyeron en Cremona, pero cuando lo llevé para que lo valoraran me dijeron que no valía absolutamente nada». Nunca he podido olvidar esas palabras. En aquella época sabía tan poco sobre violines y su valor que habría podido responder mejor sobre el valor de un perro o de una tarta. Sin embargo, también sabía que la pequeña ciudad italiana de Cremona era la ciudad natal de Antonio Stradivari y —como todo el mundo— que los violines Stradivarius son de los instrumentos más cotizados del mundo. Decir que un violín proviene de Cremona es otorgarle la ascendencia más noble posible a un instrumento de cuerda, así que me indignó pensar que el violín de Lev, con su eminente procedencia, largo historial y maravilloso sonido, pudiera considerarse desprovisto de valor. De hecho, escuchar «Cremona» y «no vale absolutamente nada» en la misma frase me resultó tan perturbador como la voz apasionada y llena de fuerza que había escuchado salir del decrépito cuerpo de aquel violín”.
Resulta difícil presentar la obra de Helena Attlee solo como un libro de historia. Las vivencias de la autora en busca de respuestas a los misterios que rodean al violín que le había fascinado ocupan una porción considerable de la narración (en ocasiones con tonos hasta detectivescos). Sin embargo, detrás de estos pasajes se halla un recorrido no menos interesante a partir de la aparición y el ulterior desarrollo del mundo del violín. Ya hemos mencionado que Cremona se erige en punto de partida y referencia constante del libro. Fue allí donde se considera que nació el violín y donde se instalaron los principales lutiers (personas que construyen o reparan instrumentos musicales de cuerda) hasta finales del siglo XVIII. La obra estudia este origen y cómo se fue ampliando la presencia de los violines, a la vez que la música se transformaba, como se transformaba igualmente el uso que a aquellos se les daba. Poco a poco, vemos cómo se popularizan y empiezan a ser codiciados por un mayor número de manos, lo que dará lugar a la aparición de un verdadero mercado internacional. En él sobresalen tres nombres: Andrea Amati, Giuseppe Guarneri y Antonio Stradivari, quien probablemente sea el más conocido por el lector.
No sólo Attlee se centra en la música, sino que también ahonda en el “negocio” creado en torno a los violines. Los bosques de los que se extrae la madera para fabricarlos, los coleccionistas que acaparan estas pequeñas obras de arte, los trabajos de reparación a los que se ven sometidos cuando resultan dañados o los profesionales que se dedican a datar la edad de estos instrumentos representan otros tantos epígrafes de la obra, en la que todo tiene cabida. Es cierto que, a medida que se avanza en los capítulos, la historia global va dando paso a cuestiones más concretas y personales, centradas en el violín de origen del libro. Lo que lleva a la autora a desplazarse a Rusia para conocer a Lev (uno de sus propietarios, quien da nombre al violín y a la obra) y para descubrir los “secretos” que esconde el instrumento.
Helena Attlee es autora de cuatro libros sobre jardines italianos y sobre la historia cultural de los jardines en todo el mundo. Asimismo, es miembro de la fundación de escritores profesionales Royal Literary Fund de Londres y ha trabajado en Italia durante treinta años. Acantilado ha publicado El país donde florece el limonero. La historia de Italia y sus cítricos (2017), cuya reseña puedes leer aquí.
*Publicado por la editorial Acantilado, marzo 2023. Traducción de María Belmonte.