La relevancia que en las últimas décadas ha adquirido el pintor flamenco Johannes Vermeer se refleja en las numerosas películas, libros y estudios que han abordado su figura o algunas de sus (escasas) obras. Sin ir más lejos, en Metahistoria hemos reseñado hasta dos libros cuyo protagonista era, de un modo o de otro, el artista de Delft (El ojo del observador. Johannes Vermeer, Antoni van Leeuwenhoek y la reinvención de la mirada y El luthier de Delft. Música, pintura y ciencia en tiempos de Vermeer y Spinoza; cuyas recensiones puedes leer aquí y aquí). También se le han dedicado varias exposiciones antológicas (una de ellas, en el Prado) y está reconocido, sin reservas, como un gran maestro de la pintura del siglo XVII. Como es frecuente en la historia del arte, este reconocimiento le ha llegado póstumamente, con varias centurias de retraso, pues Vermeer murió arruinado y sin gran renombre. Tan solo era conocido a nivel local, y quizás regional, pero en ningún caso alcanzó la fama de otros grandes como Rubens, Rembrandt o Velázquez.
Al margen de la calidad de su pintura, que es incuestionable, el pintor neerlandés vivió una época turbulenta y sumamente interesante. Nos hallamos en los años posteriores a la Guerra de los Treinta Años, que arrastró a todo el continente a una espiral bélica y de zozobra económica. Las Provincias Unidas se erigían como uno de los principales adversarios de la Monarquía hispánica, de la que lograrían finalmente independizarse, además de convertirse en una importante potencia comercial. Mientras Europa se veía azotada por los estragos del conflicto, el mundo se hacía, curiosamente, mayor y más pequeño a la vez. La Era de los Descubrimientos había ampliado enormemente el territorio conocido y la carrera por las especias determinó que españoles y portugueses alcanzasen los confines del planeta. Una vez superado el ímpetu aventurero, las cancillerías y los mercaderes trabajaron para consolidar sus nuevos dominios. Fue en ese momento cuando un nuevo sistema global de intercambio de divisas, ideas y mercancía empezó a configurarse.
El historiador canadiense Timothy Brook utiliza en El sombrero de Vermeer* al pintor flamenco y a la ciudad de Delft como ejes sobre los que relatar el germen de la incipiente globalización que produjo el siglo XVII. El análisis de distintos cuadros de Vermeer (y de los menos conocidos Hendrik van der Burch y Leonaert Bramer), le permite descubrirnos el súbito, y en ocasiones violento, canje de mercancías a escala global, entre Europa, América y Asia, que se desarrolló a lo largo de aquella centuria. Su análisis le da pie asimismo para poner de relieve a sus protagonistas, anónimos en la mayoría de los casos, y el contexto histórico en el que se produjo ese proceso.
Como explica el autor, “A lo largo de los distintos capítulos de este libro estudiaremos cinco cuadros de Vermeer, así como dos lienzos de sus conciudadanos Hendrik van der Burch y Leonaert Bramer y un plato de cerámica de Delft, en busca de indicios acerca de la vida en dicha ciudad. He escogido estas ocho obras no sólo por lo que muestran, sino por los rastros de fuerzas históricas más amplias que se ocultan en sus detalles. La búsqueda de estos detalles nos permitirá descubrir vínculos ocultos con temas que no se mencionan de forma explícita, y con lugares que no aparecen en los cuadros. Las conexiones que revelan estos detalles sólo se insinúan, pero están ahí. Si cuesta apreciarlas, es porque dichas conexiones eran nuevas. Más que un periodo de primeros contactos, el siglo XVII fue una época de consolidación, en la que los escenarios de los primeros encuentros pasaron a ser lugares de reunión habitual. Ahora la gente viajaba con frecuencia entre territorios distantes, y en sus viajes llevaba objetos consigo, de modo que dichos objetos acababan lejos de donde los habían producido, y eran vistos en sus nuevos destinos por primera vez. Sin embargo, el comercio no tardó en asumir el control. Los objetos trasladados ya no eran viajeros accidentales, sino mercancías producidas para su venta y circulación”.
Brook es un reputado sinólogo especializado en la historia de China. Aunque El sombrero de Vermeer tenga un marco de estudio más amplio que el habitual en él (pues versa sobre el conjunto del mundo conocido en el siglo XVII), predominan las páginas que abordan la relación entre Europa y el Lejano Oriente y cómo los intercambios comerciales afectaron a ambas sociedades. Quizás deba a su limitada especialización que, cuando entra a valorar otras cuestiones, como, en particular, la presencia española en el Nuevo Mundo, se deje arrastrar por los tópicos de siempre y pierda cierta consistencia. No obsta lo anterior para que el autor, que adopta el estilo anglosajón de mezclar vivencias personales y anécdotas con el rigor académico, construya un relato vibrante, interesante y muy entretenido, que se lee con suma facilidad.
Dividido el libro en ocho capítulos, la estructura de estos es muy parecida. Se toma como referencia un cuadro de Vermeer (salvo en los dos capítulos que parten de un lienzo de Hendrik van der Burch y de otro de Leonaert Bramer) y, a través de los objetos que aparecen en él, se aborda algún suceso de aquella época. Este proceder permite al autor reflejar las exploraciones llevadas a cabo en Norteamérica; el comercio de la porcelana china y su recepción en Europa; las explotaciones españolas de las minas del Potosí y el destino de la plata allí extraída; las persecuciones religiosas en Asia o la llegada al continente europeo del tabaco. A medida que pasan las páginas descubrimos cómo una multitud de mercaderes, exploradores, sacerdotes, funcionarios o piratas tejieron, consciente o inconscientemente, una red que entrelazaba culturas, credos y mercados muy heterogéneos.
Vermeer y la ciudad de Delft se convierten, de este modo, en pretexto para dar una visión de un mundo poco conocido por el lector europeo, cuya atención suele volcarse en los acontecimientos que tienen o tuvieron lugar cerca de él. Solemos olvidar que, a partir del siglo XVII, el planeta se hizo más pequeño y simultáneamente más conectado, hasta el punto de que cualquier suceso que se produjese en las antípodas bien podía condicionar el destino de un Imperio. El pintor flamenco, ya sea voluntaria o involuntariamente, dejó constancia de esta primera globalización a través de pequeños detalles que recogió con minuciosidad en sus cuadros.
Concluimos con una nueva cita de Brook con la que incide en la relevancia de estas minúsculas bagatelas que, puestas en contexto, nos revelan cómo era el mundo del siglo XVII: “Si consideramos los objetos que aparecen en ellos no como piezas de atrezo visibles a través de las ventanas, sino como puertas que es preciso abrir, nos introduciremos en pasajes que conducen a descubrimientos sobre el mundo del siglo XVII que los mismos cuadros no reconocen, y de los que el propio pintor probablemente no era consciente. Detrás de estas puertas discurren corredores inesperados y caminos ignotos que vinculan nuestro confuso presente —hasta extremos que no podríamos haber imaginado, y de maneras que nos sorprenderán— a un pasado que no era en absoluto sencillo. Si existe un tema recurrente en el complejo pasado de la Delft del siglo XVII, como mostrará cada objeto que examinemos en estos cuadros, es que Delft no era una ciudad aislada. Existía dentro de un mundo que se extendía hacia el exterior, hasta abarcar todo el planeta”.
Timothy Brook (Toronto, 1951), historiador y especialista sinólogo, es titular de la Cátedra Shaw de estudios chinos en la Universidad de Oxford. Entre sus obras se encuentra Confusions of Pleasure. Commerce and Culture in Ming China, galardonada con el Joseph Levenson Book Price 2000, un libro de referencia entre los interesados por la historia económica y cultural de China. En 2005 fue galardonado con la medalla François-Xavier Garneau de la Sociedad de Historia Canadiense.
*Publicado por Tusquets Editores, abril 2019. Traducción de Victoria Ordóñez Diví.