Siempre es interesante releer a los clásicos. Siempre nos aportan algo nuevo. Aunque existan incontables monografías sobre las civilizaciones de la Antigüedad, lo cierto es que muy pocas tienen esa aura de inmortalidad con la que historiadores como Tucídides, Tácito o Plutarco supieron impregnar sus obras. Más allá de los defectos propios de una historiografía precaria, los textos clásicos consiguen cautivarnos dos mil años después de ser escritos. Probablemente, olvidaremos la inmensa mayoría de los libros que hoy leemos y, sin embargo, algo tienen los Anales, la Historia de la Guerra del Peloponeso o Ad Urbe Condita para que sigan reeditándose continuamente. Esa forma de hacer y comprender la historia, para bien o para mal, se ha perdido. La historiografía actual tiene otros objetivos y cualquiera que se aleje del sendero marcado por los “cánones del buen trabajo de investigación” termina por ser marginado o ridiculizado. Hoy son impensables obras como las Vidas Paralelas de Plutarco o las Historias de Heródoto. Es lo que nos perdemos.
Plutarco es uno de esos historiadores eternos que toda generación (y se acercan los dos mil años de su muerte) ha leído y devorado ávidamente. Sus conocidas Vidas Paralelas, compuestas por veintidós pares de biografías (a las que hay que añadir cuatro más correspondientes a Arato, Artajerjes II, Galba y Otón —estos dos últimos es probable que perteneciesen a una Vida de los Césares perdida—), han servido de inspiración a artistas, filósofos, monarcas o generales, quienes han emulado su estilo o han querido reproducir las hazañas que narraba. En total, cuarenta y ocho personajes analizados y ordenados en duplas de un romano y un griego. La fecha exacta de su composición está sujeta a debate, aunque se suele situar entre finales del siglo I y principios del II. Acantilado nos trae, en una deliciosa edición, las Vidas de Alejandro y César*, dos de los más famosos hombres de la Antigüedad a los que Plutarco diseccionó con su inconfundible estilo.
Debemos advertir al lector que no se pueden aplicar los mismos parámetros de lectura a esta obra que a los sesudos trabajos que hoy se publican. Libérense de los prejuicios y disfruten. El propio Plutarco era consciente de que su obra abandonaba la historia y se adentraba en la biografía (disciplinas distintas en aquella época). El historiador griego lo explica con unas palabras que condensan su filosofía y constituyen uno de los grandes hitos de la historiografía clásica: “En este libro escribo las vidas del rey Alejandro y de César, el que derrotó a Pompeyo. Es tal la multitud de los grandes hechos, que he de advertir al lector para que me disculpe si no refiero en detalle todas las acciones famosas y sólo las resumo. Es preciso tener en cuenta que mi propósito no es escribir historias, sino vida. Y las hazañas más gloriosas no siempre revelan la virtud o el vicio. A veces un detalle menor, una palabra o una broma proporcionan mayor información sobre el carácter de que las batallas con millares de muertos, las grandes expediciones, o los asedios de ciudades. Del mismo modo que los pintores son más cuidadosos al trazar la cara y los ojos, que es donde se manifiesta el personaje, y no trabajan tanto otras partes del cuerpo, permítaseme centrar mi atención en los signos del alma humana y retratar a partir de ellos la vida de cada cual, dejando a otros la descripción de las grandezas y batallas”. Rara vez tan pocas palabras dijeron tanto.
Plutarco, pues, no trata tanto de narrar los hechos pasados, como de exponer las pautas morales que guiaron las acciones de estos reputados hombres, para que sirvan de ejemplo al resto de la polis. Ahora bien, su método de trabajo no implica que descuidara los criterios que la historiografía clásica venía empleando: enjuicia los hechos y racionaliza los mitos; analiza críticamente las diferentes versiones antes de optar por una y rechaza los elogios o las invectivas malintencionadas. Su propósito es lograr que el lector intuya, a través del relato, en este caso de las vidas de Alejandro Magno y Julio César, principios éticos y virtudes que orienten sus propias vidas.
La estructura de las biografías se ajusta a este designio. Ambas comienzan con un breve prólogo, seguido del repaso a la educación, a la juventud y a algunos aspectos personales del personaje; luego abordan sus comienzos en la vida pública o militar y continúan con los hechos más notables realizados durante su vida de cada uno de ambos. Plutarco, en su afán por resaltar las virtudes (o defectos), da mayor importancia a la juventud y a la educación de los protagonistas, además de difuminar las batallas y la vida pública en detrimento de las anécdotas y las peculiaridades del carácter de cada biografiado. Para el perspicaz lector, habrá ciertos pasajes, aparentemente triviales, que encierran una profunda carga moral y ejemplificadora. La relación de Alejandro con la Ilíada o la frugalidad de César durante las campañas militares van dirigidas a un público al que se busca influir.
Hay dos curiosidades que llaman la atención en estas biografías de Plutarco. Por un lado, el tratamiento que ofrece de los dos personajes es considerablemente elogioso, pero no exento de crítica, especialmente a César. Sirvan de ejemplo estos pasajes: “La más abominable medida política durante el consulado de César fue nombrar tribuno al mismo Clodio que deshonró el matrimonio y las prohibiciones en las vigilias nocturnas”; y más adelante, tras la conclusión de la guerra civil afirma: “Fue la última guerra emprendida por César y la celebración de su triunfo molestó a los romanos por encima de todo”. Por otro lado, sorprenden las continuas referencias a los oráculos, predicciones o presagios, que anegan toda la obra. Tanto César como Alejandro estuvieron muy condicionados por este tipo de auspicios.
¿Fue Plutarco realmente un historiador o sólo un moralista que, para exponer sus ideales éticos, utilizó como excusa el pasado? Aun cuando no cabe una respuesta tajante a la pregunta, nadie puede negar el interés histórico de su obra, no ya sólo por sus referencias a los grandes acontecimientos de la antigüedad, sino como reflejo de la sociedad romana imperial. A través de la descripción que hace de Alejandro Magno y Julio César conocemos detalles que de otra forma se habrían perdido, a la vez que comprendemos cuáles eran los principios morales de la Roma del primer siglo de nuestra era y de la Grecia helenística.
Plutarco nació en la ciudad de Beocia de Queronea entre los años 45 y 50 d.C. (se desconoce la fecha exacta) en el seno de una familia acomodada. Sabemos que estudió matemáticas y filosofía en Atenas y que entre sus profesores destacó el egipcio Amonio, quien le introdujo en los círculos de la Academia. Tras finalizar su enseñanza desempeñó diversas misiones diplomáticas para su ciudad natal. Su vida estuvo marcada por los distintos viajes, culturales o diplomáticos (sabemos que en torno al año 67 viajó a Egipto y a Asia Menor) y, en especial, los que hizo a Roma. Desconocemos las razones que le llevaron a la península italiana, pero en todo caso el influjo que el Imperio causó en Plutarco permitió que hiciese de interlocutor entre sus conciudadanos y Roma. El prestigio que adquirió hizo que fuese nombrado para cargos como sacerdote del santuario de Delfos (bajo su dirección el templo tuvo una nueva fase de prosperidad) y arconte de Queronea. Murió alrededor del año 120 d.C. presumiblemente en su ciudad natal.
*Publicado por la editorial Acantilado, febrero 2016.