BURNEY - ACANTILADO - VIAJE MUSICAL

Viaje musical por Francia e Italia en el s.XVIII
Charles Burney

Es cierto lo que dice Ramón Andrés –editor y traductor del libro– en la nota introductoria. Resulta paradójico que un personaje de la relevancia de Charles Burney (1726-1814) no haya tenido el encumbramiento ni la atención de la crítica hasta bien entrado el siglo XX. La edición primera y más completa de The Present Estate of Music in France and Italy corrió a cargo de Percy Scholes en 1959. Pero de los cincuenta años restantes hasta hoy, sólo queda una documentación fragmentaria que se ha ido acrecentando de manera dispersa a través de la obra de historiadores como Edmund Poole o Michel Noiray. Incluso tuvieron que pasar veinte años para que Enrico Fubini se hiciese eco de la versión inglesa de Scholes para componer su edición italiana de 1979.

Burney fue un importante musicólogo inglés, pero encarnó el rol de hijo de su tiempo, el brillante Siglo de las Luces, y aunaba las contradicciones propias del XVIII. Admiró la tradición de la escuela italiana por encima de todas las cosas pero adolecía del rechazo hacia lo arcaico. En realidad lo que quiso fue–esta era su intención primera y el motivo del viaje–componer una historia de la música, pero para ello era necesario acudir a los lugares, ver, oír y escuchar de cuerpo presente lo que se estaba haciendo en esos momentos.

Este libro recoge por primera vez en español esa travesía europea que comenzó un 7 de junio de 1770, día que embarca en Dover rumbo a Calais, y dio por concluida la víspera de Navidad del mismo año. Ya desde el principio su punto de mira está en Italia, pero sabe que para llegar allí ha de cruzar Francia. Se siente deudor de lo italiano en la medida en que cita la elegancia y la excelencia como señas de identidad de aquella patria.

Tribuna de los Uffizi (Zoffany 1772-1778)La escritura es la que se espera de una criatura de la Ilustración, refinada, sin muchos alardes ni aspavientos, pero precisa. A esta intención sistemática de registro se suman las anécdotas, opiniones e impresiones que el viajero recoge en cada una de las paradas. Su paso por las distintas capillas, el encuentro con algunos grandes compositores, el trato fugaz con maestros del momento o intérpretes señalados, confiere al texto un carácter intimista que ni tan siquiera la intención documental que quiere imprimir puede sobreponerse. A nuestro juicio, esto es precisamente lo que convierte este diario en un objeto valioso. Y ya no sólo porque sea un hito de la historiografía, que también, sino porque es un perfecto ejemplo de cómo la curiosidad del aventurero, en último término, no puede doblegarse ante la voluntad de conocimiento.

De ese modo recorre Calais, Lille, París, Lyon, y nota–para desgracia suya–que los órganos sólo funcionan eventualmente en los oratorios, y que ellos, los franceses, hacen uso de un extraño instrumento llamado serpentón con el que sustituyen las funciones del instrumento sacro por excelencia. Es la primera decepción. Pero tiene tiempo de degustar algunas veladas de opera buffa con las que disfruta, la seria lo desilusiona nuevamente, acude a la Biblioteca Real en busca de algún manuscrito inédito y se encuentra con algunas personalidades influyentes del mundo de la música, cuyas cartas de recomendación le irán abriendo las puertas de su viaje.

Más tarde llega a Ginebra, ciudad cosida por el recio hilo del calvinismo, donde llega a comprobar el sentido de la austeridad al descubrir que sólo existen dos órganos en toda la ciudad. A su vez, es allí mismo donde parece que la fortuna le tiende la primera trampa haciéndole perder la oportunidad de entrevistarse con Voltaire (un Voltarie casi octogenario) cuya figura, más que admiración, le provoca temor por la hosquedad con la que se sabía que el filósofo recibió por aquellas fechas a algunos ingleses sin credenciales. No reprime, aún así, su curiosidad y visita de manera anónima, sin dar cuenta de su presencia, la hacienda y los jardines del seigneur mientras este se encuentra fuera. De nuevo una jugarreta caprichosa del azahar, tal vez coadyuvada por el afán intrépido del aventurero, hace que finalmente ambos se encuentren: «sus ojos guardaban todavía fuego, y su rostro, pese a la delgadez, era el más vivaz que uno podía imaginar«. El acervo ilustrado puede resumirse aquí: «Todavía quiso enseñarme unas granjas y planos de otras edificaciones que tenía pensadas, pero el temor a importunarle me hizo pedir licencia para retirarme, so pretexto de no robarle más tiempo –y ahora viene lo importante– ni sustraer a los lectores el gozo que suponía la escritura de este gran genio de la humanidad«.

Retrato de Charles Burney (Joshua Reynolds 1781)El 12 de julio llega a Turín. A pesar de encontrarlo todo tan afrancesado, no pierde el tiempo y visita a varios maestros violinistas que lo hacen reencontrarse con el ideal italiano. Es su primer contacto con la península. De aquí pasa a Milán, cruza Brescia y Padua y recala, finalmente, en una de las grandes capitales de la música, Venecia. Nos confiesa que los ecos supervivientes de Adrian de Wilaert, Giuseppe Zarlino, Baldassare Galuppi, Antonio Lotti o Benedetto Marcello, justifican la razón de ser de esta parada. También se maravilla con los músicos ambulantes: «Esos músicos, que no estaban entre lo más florido de la sociedad, y acaso eran iguales a nuestros carboneros y vendedoras de ostras, tocaban tan primorosamente que en cualquier otro país de Europa no sólo hubieran detenido el paso de los caminantes, sino arrancado un merecido aplauso«. Destaca el sinnúmero de conservatorios y escuelas de música que sirven de hospicio para huérfanos, y que, al contrario que en Nápoles, aquí están reservados exclusivamente para mujeres. Burney también es invitado a algunas de las accademie, conciertos privados en diversos palacios de la laguna organizados por la aristocracia veneciana y, por lo general, sus expectativas se ven satisfechas. Sorprende que entre todos los oratorios mencionados, entre ellos el Ospizio della Misericordia, no mencione ni de pasada a Antonio Vivaldi. Tal vez se deba al espíritu de la Ilustración, pero desconozco por entero esta omisión.

A Bolonia acude con el objetivo de ver al padre Martini, también a Farinelli. De la entrevista con este último da cuenta pormenorizada en su diario con fecha de 25 de agosto. Por otra parte, es de resaltar el hecho de que en todas las ciudades se muestra sensible ante las obras de arte que el tiempo, a veces escueto, le permite frecuentar. Hay ciudades, como por ejemplo Ferrara, que en nada llaman su atención, habida cuenta de todo lo que se cobija allí salvo, en este caso concreto, por la iglesia que guarda el cuerpo del «divino Ariosto«. De nuevo tenemos que suponer que son los nuevos ideales ilustrados los que lo impulsan a fijarse en otros factores del viaje, tales como la disposición urbanística, los sistemas de transporte o la amabilidad de sus portales. En el padre Martini encontrará el contacto más decisivo si cabe de toda la travesía italiana.

También pasa por Florencia y, al igual que le sucede en Milán, el Duomo no le parece tan grande y magnífico. Es notable, por otra parte, la cantidad de errores historiográficos que arrastra en la memoria. En este sentido, la edición de Ramón Andrés suple bien estas carencias, aunque a veces son demasiado escuetas cuando no claramente evasivas. Otra peculiaridad de este volumen es la omisión total de un índice de nombres y lugares, que tanto para el estudioso como para el amateur resultaría de gran utilidad tratándose, como se trata, de una obra historiográfica de carácter enciclopédico. El caso es que al final de su estancia florentina Burney deja constancia de la cicatería toscana cuando se sabe víctima de un complot entre dos cocheros que, finalmente, se resuelve con un vil engaño.

Johann Zoffany (Familia Gore, ca. 1775)Las últimas etapas italianas son Siena, Viterbo, Roma, Nápoles y Pisa. En ésta ciudad toma el barco hacia Génova y desde aquí vuelve a cruzar Francia de Lyon a Calais (pasando por París) para finalmente tomar el barco que lo llevará de regreso al puerto de Dover, desde donde dio comienzo su travesía hace ya más de seis meses. Tan inapropiado es hacer una glosa de su experiencia en estas ciudades como emocionante es leerla en esa prosa tan homogénea y diplomática de la que incluso, después de cerca de 500 páginas de diario, se consigue extraer cierta ternura. Es preciso leer esta última parte del libro con mayor atención, pues Burney se siente sabio de gentes y empieza a esbozar algunos tópicos en los que incluso nosotros nos vemos reflejados. Así y todo, como persona prudente, cauta e inteligente que es, recula y atempera sus opiniones al ser consciente de que tal o cual visión puede ser fruto de la casualidad y no del carácter autóctono. Añadir como dato anecdótico–y significativo–que la pasión de Burney por encontrar rarezas editoriales (cosa que vemos en sus etapas porque visita incansable todas las bibliotecas que tiene a su disposición) es tan grande que volvió a Londres con más de medio millar de libros. Quizá esto pueda esclarecer un tanto el carácter ilustrado de nuestro protagonista, y no sólo, pues habla de la pretensión del viaje como tal.

En definitiva, un libro amabilísimo del que se extraen múltiples conocimientos en materia musical. Resulta de especial interés por tratarse de un viaje a través de los ojos de un protagonista relevante, y sin embargo casi anónimo, del siglo XVIII. Recordemos que el texto tiene mucho de Grand Tour, de ese viaje de aprendizaje y formación que todos los hijos burgueses del XVIII realizaban a Italia en busca de las obras de los antiguos maestros del arte, ya fuera música, pintura, escultura o arquitectura. Insisto, el único inconveniente reside en la omisión de un índice onomástico, aunque bien es verdad que la aparición de este texto en español dará lugar a posteriores enmiendas y correcciones. Como dice el propio Burney al final del libro: «Una obra como la que me propongo no puede ser sino hija de su tiempo […] No voy a tratar sobre la historia de un arte que se halla en los rudimentos, y cuyos padres están todavía presentes, sino de un arte que nació con el mundo, y cuya remota antigüedad hace que su origen sea para nosotros todavía incierto, como inciertos son el origen del lenguaje y de aquellos primeros balbuceos de la voz humana«.

Mario S. Arsenal

@Mario_Colleoni

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