No deberíamos juzgar los acontecimientos acaecidos hace cinco siglos con los criterios con los que analizamos el presente. Esa manera de enfocar el pasado solo conduce a la equivocación y a su errónea interpretación. Los principios y costumbres que regían en la Edad Moderna son considerablemente distintos a los de hoy. Actitudes que ahora consideramos deleznables, entonces eran vistas con normalidad: la tortura, la esclavitud, la desigualdad conformaban el día a día de la sociedad. ¿Significa esto que nuestros antepasados eran personas más atrasadas y peores? Calificarlos así olvidaría que las conductas están condicionadas por los patrones sociales del momento y que, por regla general, esos hábitos ejercen una poderosa fuerza sobre el conjunto de la población.
El fervor religioso de la sociedad española de los siglos XVI y XVII es uno de los elementos que marcaron la vida de aquella época y que hoy nos puede parecer demasiado exacerbado. La Iglesia era, junto con la Corona, la institución más importante del aparato social de la Monarquía Hispánica. Su influencia llegaba a todos los rincones de la Administración, de la Corte y de la sociedad. La fe católica, como es bien sabido, condicionó la política española. De ahí que la Reforma protestante provocase un verdadero terremoto en el continente europeo, pues hacía añicos el orden social que había imperado durante centurias. Contra la herejía, vista como uno de los pecados más graves que podía cometer un hombre, no se dudaba en aplicar cualquier medida que contribuyera a erradicarla. La lucha entre confesiones religiosas siguió presente en el Mediterráneo, con el enfrentamiento secular del islam y el cristianismo, y halló un nuevo impulso tanto en la Europa central como tras el descubrimiento del Nuevo Mundo.
Como suele suceder (y esto es algo atemporal), cuando un grupo humano se ve amenazado por un agente externo, los lazos internos se fortalecen y se acentúa la defensa de sus valores. Así sucedió con el catolicismo cuando eclosionó el movimiento protestante. La Iglesia romana respondió con brío y contundencia. El Concilio de Trento y la aparición de nuevas órdenes religiosas, entre otros factores, canalizaron el espíritu reformista (o, desde otra perspectiva, contra-reformista) que cundió por doquier. En aquellos años, además, aumentó el número de mártires: aunque estos habían sido, desde los primeros siglos del cristianismo, una pieza clave en la historia de la Iglesia, su cifra se había reducido considerablemente. Para sorpresa de muchos, los siglos XVI y XVII vieron cómo su número repuntaba de manera notable.
El historiador Alejandro Cañeque analiza este fenómeno en su obra Un imperio de mártires. Religión y poder en las fronteras de la Monarquía Hispánica*. Logra presentarnos un trabajo interesante y bien construido, en el que que explora, sobre el fondo de las relaciones entre la religión y la política, el empleo de los mártires como instrumento para reforzar la fe católica, frente a las amenazas que se cernían sobre ella.
Así lo explica el propio autor: “Al examinar la importancia histórica del fenómeno martirial en la sociedad hispánica debemos situarlo por fuerza en un contexto imperial. La presencia de mártires no se limitó al Nuevo Mundo, sino que se dio en muchos otros lugares, siguiendo las fronteras del imperio español, un imperio que, no hace falta recordar, era de ámbito global. Será en estas fronteras, precisamente, donde el fenómeno martirial adquirirá su mayor importancia. Si se ha argumentado que, en el transcurso del proceso de evangelización de Europa a lo largo de la Edad Media, dondequiera que la cristiandad se encontraba con una frontera, necesitaba de mártires; podríamos afirmar que, en la Edad Moderna, allá donde las órdenes religiosas se topaban con una frontera, se hallaban asimismo necesitadas de mártires. Por tanto, partiendo de la proposición de que el fenómeno martirial no fue estrictamente religioso, en este libro se argumenta que las historias de mártires fueron poderosos instrumentos que, en manos de las órdenes religiosas, sirvieron, por un lado, para combatir el protestantismo en Europa y el islam en el Mediterráneo y, por el otro, para intentar consolidar o expandir el imperialismo y colonialismo hispanos en Asia y América”.
La obra de Alejandro Cañeque se construye en torno a cuatro grandes fronteras martiriales. La primera se estableció en Europa en torno a 1580, a raíz de la persecución contra los católicos de Inglaterra durante el reinado de Isabel I y tuvo como protagonistas, principalmente, a los jesuitas. Como señala el autor, este fue el punto de partida de la recuperación del fenómeno martirial (y no el descubrimiento del Nuevo Mundo, cuyo impacto fue menor). La segunda frontera se desplaza hacia el sur y tiene como escenario la lucha entre cristianos y musulmanes en el Mediterráneo. Aquí son los cautivos (el más célebre de ellos, Miguel de Cervantes) y las órdenes redentoras las que copan el protagonismo. La tercera frontera viaja al Lejano Oriente y se sitúa en Japón, país que, en palabras del historiador, fue “el locus martirial por excelencia, constituyendo, quizás, la más importante frontera martirial, que desde la perspectiva de las órdenes se veía como la frontera del paganismo civilizado”. La última frontera, la más tardía respecto de las tres anteriores, se concreta a partir de mediados del siglo XVII en el continente americano, en particular, en las regiones limítrofes a los territorios españoles, y puede definirse como “la frontera del paganismo salvaje”.
La extraordinaria difusión que alcanzaron las historias martiriales en la Península tiene su origen en las numerosas obras que se publicaron para divulgarlas. Cañeque construye su investigación en torno a esas obras, que analiza y contextualiza. Los abundantes escritos, ya sean crónicas o textos literarios (Lope de Vega o Calderón de la Barca, por ejemplo, abordaron estos relatos en sus obras) que se editaron trascendían lo meramente religioso. Al producirse los martirios en puntos tan alejados de la metrópoli, esos escritos eran la única forma de trasladar al Reino las penurias que padecieron sus víctimas y, de este modo, reforzar la fe católica con ejemplos de vida cristiana llevada a sus últimas consecuencias.
Concluimos con esta reflexión del autor: “La propagación de historias e imágenes martiriales, al energizar el ardor evangelizador de los miembros de las órdenes, desempeñó un papel de gran trascendencia en la consolidación y expansión de las fronteras del imperio español en América, puesto que, en gran medida, los misioneros aparecen en este periodo como los más activos agentes de la penetración colonial hispana, intentando con insistencia establecer nuevas fronteras misionales y, con ello, hacer avanzar las fronteras del imperio a expensas de las poblaciones indígenas. Por ello, una de las premisas de este trabajo es que el hecho martirial en el mundo hispánico poseyó un decidido carácter imperial y, por ende, planetario, por lo que su historia no se puede estudiar disociada del marco imperial en el que se desarrolló. Es más, en este estudio la Monarquía Hispánica, que no es equivalente al concepto de «España», se toma como una unidad de análisis lógica y coherente. Las historias martiriales, que con tanta abundancia circularon por todos los territorios del imperio, sirvieron para conectar a sus habitantes y cimentar la identidad católica de la monarquía”.
Alejandro Cañeque es profesor en el Departamento de Historia de la Universidad de Maryland. Licenciado en Geografía e Historia por la Universidad de Sevilla, obtuvo su master en estudios de América Latina y el doctorado en Historia por la Universidad de Nueva York. Es autor de The King’s Living Image: The Culture and Politics of Viceregal Power in Colonial Mexico (2004) y de numerosos artículos sobre la cultura política y religiosa de la Nueva España y de la Monarquía Hispánica.
*Publicado por Marcial Pons Ediciones de Historia, febrero 2020.