El Rubicón apenas es un arroyo torrencial situado al nordeste de la península italiana y cuya desembocadura da al mar Adriático. Su curso nada tiene de particular y sería un accidente geográfico más, de los miles que hay en el mundo, de no ser por la carga simbólica que ocupa en la Historia. En la mañana del 10 de enero del año 49 a.C. (el día exacto es objeto de debate), una legión al mando de Julio César atravesó sus orillas, dando comienzo, de este modo, a la conocida como Segunda Guerra Civil de la República de Roma. El Rubicón marcaba, en aquel entonces, el límite entre las provincias romanas y la Galia Cisalpina y, con este acto, César violaba una de las leyes más sagradas del pueblo romano, además de realizar de facto una declaración de guerra. Tal fue la trascendencia de este hecho en la historia de la humanidad que, dos mil años después, se sigue utilizando como ejemplo de toda decisión de la que ya no hay vuelta atrás.
Muchos han querido ver en este suceso el fin de la República romana. Es probable que fuera el acontecimiento que mejor ilustra (o que tenga mayor fuerza alegórica) el colapso de las instituciones republicanas y el inicio de una guerra que desembocaría, una vez muerto César, en el Imperio. En realidad, la República llevaba décadas al borde del precipicio, azotada por un clima político sofocante y sumida en una constante inestabilidad, que se traducía en conspiraciones y revueltas sin descanso. Julio César y su heredero, Cayo Octavio (quien más adelante adoptará el nombre de Augusto), tan solo dieron la estocada final a un régimen de casi quinientos años de antigüedad, pero ya moribundo. Figuras como Mario, Sila, Pompeyo o Craso, entre otros, habían contribuido en los años previos a pudrir las bases sobre las que se había erigido la virtus romana. A medida que se engrandecía la República con conquistas y victorias a lo largo del Mediterráneo, la lucha por el poder en Roma se volvía más violenta y encarnizada. La anarquía, la ambición y el miedo obligaron a buscar nuevas formas de hacer política, alejadas de las instituciones tradicionales. El fin de la República se tornó entonces inevitable.
El historiador británico Tom Holland analiza este proceso de engrandecimiento y descomposición de la República en su obra Rubicón. Auge y caída de la República romana*. Como el autor señala en el prefacio de la obra, “Más de dos milenios después del colapso de la República, todavía nos sorprende el ‘extraordinario carácter’ de los hombres —y mujeres— que protagonizaron este drama. También nos sorprende —puesto que, a pesar de ser menos conocida que un César, un Cicerón o una Cleopatra, es más notable que cualquiera de ellos— la propia República romana. Si bien hay mucho de ella que jamás podremos conocer, también hay mucho que podemos hacer volver a la vida, logrando que sus ciudadanos emerjan del antiguo mármol, con sus rostros iluminados por un fondo de fuego y oro, el resplandor de un mundo que nos es ajeno y, a la vez, extrañamente familiar”.
La historia que narra Holland comienza en un punto indeterminado tras la caída de la monarquía en Roma y concluye en el año 14 d.C con la muerte de Augusto, ya proclamado emperador e instaurado un nuevo régimen político. Entre ambos acontecimientos transcurren cinco siglos a lo largo de los que la pequeña ciudad-estado se fue convirtiendo en una potencia temible —no sin esfuerzo y tras haber superado momentos críticos— hasta adquirir, finalmente, una posición hegemónica sobre las orillas del Mare Nostrum. Su sistema político, que tan bien describió el historiador griego Polibio, se asentaba en una serie de instituciones de las que destacaba el Senado, verdadero centro del poder de la República. Los romanos aborrecían la monarquía: ni tan siquiera durante los momentos más despóticos del Dominado, ningún emperador osó atribuirse el calificativo de rex. Para luchar contra la lacra de la realeza, idearon una estructura política fundada en el equilibrio de poderes, de modo que una sola persona no acumulase demasiado poder. Eso sí, no todos los ciudadanos gozaban del mismo peso: los patricios se cuidaron de mantener el control de las principales instituciones, en detrimento de la plebe.
El historiador británico deja que sean los hechos los que marquen el ritmo del relato. El lento fluir de los personajes y de los sucesos va creando una sensación de fatalidad, que parece arrastrar a Roma al abismo. Se puede afirmar que la República murió de éxito. Las gestas militares crearon héroes a los que la plebe admiraba incondicionalmente. Su fama les elevó por encima de la tradición y los convirtió en políticos casi intocables, entre otras razones, porque disponían de una fuerza militar fiel con la que imponer su voluntad. Los dos únicos grandes personajes de la obra de Holland que no destacaron por su destreza en el campo de batalla fueron Catón y Cicerón, quienes representaban ese viejo ideal republicano poco a poco en extinción. Los demás brillaron como generales y no tuvieron reparos en utilizar su gloria para beneficio propio, dejando a un lado el bien de la ciudad. Este proceso de ascenso y debacle sirve de hilo conductor al libro.
Aunque resaltemos la importancia de los hechos, el trabajo de Tom Holland no se limita a concatenar unos sucesos con otros. Más que las batallas o las revueltas, le interesa la descomposición (o transformación, depende de cómo se mire) moral que se produjo en el seno de la sociedad romana durante este período, principal causa del fin de la República. La degeneración de los comportamientos sociales explica, en parte, el caos que se instauró en la capital. Las bandas, los delincuentes y las masas enfurecidas se convirtieron en armas al servicio del mejor postor o adulador. Clodio o Milón erigieron su autoridad gracias a sus matones, sin que el Senado pudiese hacer nada para remediarlo, pues su autoridad iba desapareciendo. El historiador británico transporta al lector a este ambiente turbulento de las calles de la Ciudad Eterna, pasando revista a las conductas, las tradiciones y las aficiones de muchos de los protagonistas, además de radiografiar el clima social de la República.
El trabajo de Holland destaca por su prosa. El escritor británico sabe como pocos contar una historia y, al final, su obra se lee como una novela que te atrapa desde el primer momento. Sin apenas darte cuenta, has recorrido cuatrocientas páginas y cinco siglos de historia. No es, en absoluto, el típico libro de historia denso y lleno datos y referencias, que puede asustar al no especialista por su tecnicidad: el historiador británico tiene claro, desde el principio, que su lectura ha de ser fluida y amena, si quiere atraer a un público reacio a los trabajos más universitarios. La finalidad divulgativa es evidente y demuestra, una vez más, que el rigor académico no ha de estar reñido con la habilidad narrativa. Resulta obvio decir que la materia tratada rezuma interés, pues pocos períodos de nuestro pasado son tan fascinantes como los últimos años de la República romana.
Concluimos con el epitafio que Holland dedica a la República en las últimas páginas de su obra, una vez muerto Augusto y consolidado el nuevo régimen político: “La República llevaba muerta mucho tiempo, pero ahora, además se estaba pasando de moda. ‘La simplicidad desaliñada es la noticia de ayer. Roma está hecha de oro y acuña todas las riquezas del globo conquistado’. La grandeza quizá había costado la libertad de los romanos, pero, a cambio, les había entregado el mundo. Bajo el mandato de Augusto, sus legiones siguieron desplegando todas las antiguas cualidades marciales, como extender las fronteras del imperio y masacrar a los bárbaros, pero para el consumidor urbano del Campo de Marte, todo eso no era más que ruido de fondo. La guerra ya no molestaba sus reflexiones ni tampoco la moralidad ni el deber ni el pasado. Ni siquiera las advertencias de los cielos. ‘De las predicciones —escribía un historiador contemporáneo con perplejidad— ya no se habla ni se registra nada hoy en día’. Pero había una explicación automática para esto: los dioses, al ver el panorama de ocio y de placer en el que se había convertido Roma, claramente habían decidido que ya no les quedaba nada por añadir”.
Tom Holland (1968) se tituló en inglés y latín en el Queen’s College de Cambridge, y poco después estudió en la Universidad de Oxford. Entre sus obras destacan Fuego Persa (ganadora del Premio Runciman de la Liga Anglohelénica), Milenio y A la sombra de las espadas. Por Rubicón recibió el premio Hessell-Tiltman de Historia y fue finalista del premio Samuel Johnson. Ha adaptado a Heródoto, Homero, Tucídides y Virgilio para el canal 4 radiofónico de la BBC.
*Publicado por Ático de los Libros, diciembre 2016.