El estudio de los usos culturales de la aristocracia de corte en los siglos iniciales de la Edad Moderna puede hacerse desde varias perspectivas. La que nos ofrece Fernando Bouza en Palabra, imagen y mirada en la Corte del Siglo de oro. Historia cultural de las prácticas orales y visuales de la nobleza* es particularmente sugestiva, pues emplea, a modo de pinceladas, fuentes de la época, acompañadas, en ocasiones, de los retratos de algunos personajes ilustres, para ponernos ante los ojos, con todo detalle, cómo eran aquellos usos culturales o cómo los describían sus protagonistas, quienes estaban a su servicio o los escritores del momento.
Mediante este método, al igual que si de una pintura impresionista se tratara, Fernando Bouza no duda en acudir, por ejemplo, a la correspondencia del secretario de Don Pedro Téllez Girón, Duque de Osuna, o a los asientos que contienen los cuadernos de cargo y data de quien era contador de su casa durante su virreinato en Nápoles (1616-1620), para relatar, de modo pormenorizado, en qué se traducía la largueza del Virrey en sus relaciones con los artistas y con la entera sociedad de aquel Reino. El capítulo VII del libro, titulado Fiestas, pinturas, hechizos y bufones del Duque de Osuna en Nápoles, describe así, en tonos pictóricos, la imagen y la mirada de quien fue unos de los personajes más ilustres de la época.
Algo similar sucede con los extractos de la correspondencia que desde 1542 a 1581 sostuvo el Cardenal Granvela (Antoine Perrenot de Granvelle, obispo de Arras y arzobispo de Malinas) con los Duques de Vistahermosa, que figura como apéndice al capítulo V de la obra, bajo el título Nobles y artífices. Los retratos como servicio caballeresco. Esa correspondencia, suscrita por dos de los grandes coleccionistas de arte de la época, permite a Fernando Bouza adentrarse en las relaciones de la nobleza con los artistas, en particular, con los retratadores, en unos momentos en los que “para la cultura europea de la alta Edad Morena un retrato, fuera del rey o no, podía servir para otras cosas que para la simple figuración de la presencia de una persona y lo que es más, raramente servían solo para esto último”.
En esa misma línea, lo que hoy llamaríamos cuaderno o crónica del viaje que un caballero portugués (Manuel de Ataíde, tercer Conde de Castanheira) hizo desde su tierra a Montserrat, en los años 1602 y 1603, proporciona a Fernando Bouza el material idóneo para redactar el capítulo IV de su trabajo, con la rúbrica O qual eu vi. Escritura y mirada nobiliarias en el Discurso nas jornadas que fiz a Montserrate. El autor destaca cómo los relatos de otros viajeros nobles de la época no descendían a los detalles que figuran en el roteiro ibérico de Manuel de Ataíde, expresivos de las prácticas y de los usos con los que el noble portugués, a la vez que daba noticia de lo que veía, trata de representar las cualidades que lo calificaban como digno sucesor de sus antepasados.
La nota de dos intervenciones orales de Don Juan de Austria en la campaña de 1578, durante la rebelión de los Países Bajos (a modo de acta de una de las reuniones de su Estado mayor, celebrada en Namur), con el fin de adoptar las decisiones oportunas sobre las inminentes acciones de los tercios bajo su mando, da pie a Fernando Bouza para corroborar sus conclusiones sobre el habla nobiliaria de la época, que conforman el primer capítulo de su libro, De clara voz.
A pesar de las dificultades para identificar los modos verbales realmente empleados por la nobleza, de los que solo tenemos, obviamente, referencias escritas, se analiza en este epígrafe (el más extenso del libro) “la regulación de la palabra que es característica de la tratadística de corte”. El autor transcribe algunos pasajes de manuales sobre la oralidad caballeresca, con las reglas para distinguirla de la común. Se pretendía así que los hijos de los nobles aprendieran “aquella habla pulida de la corte, no solo en los vocablos […] sino en los acentos [de modo que] cuando se conduzca[n] a la ciudad y metrópoli o la corte y practique[n] con sus iguales [no] haga[n] el ridículo”.
A la cultura indumentaria del Siglo de Oro se dedica el capítulo II, Vivir en hábito de. Sostiene Fernando Bouza que, en aquellos tiempos, “vestirse no era una cuestión que dependiese exclusivamente de la capacidad de gasto o de los vaivenes del gusto. Entonces, el estamento o grupo social al que se pertenecía conllevaba, en principio, una manera de presentarse individual y colectivamente en comunidad”. Hasta tal punto que la pena por determinados delitos podía ir acompañada de la prohibición de “traer sobre sí ni sobre sus personas oro, plata, ni perlas, piedras preciosas, corales, sedas, chamelote, paño fino […]”, como sucedió, relata Bouza, con la condena dictada en 192 contra Antonio Pérez.
La vinculación entre vestidura y condición social, que se remontaba a los tiempos medievales, era una constante en todos los niveles estamentales, que hacían de sus hábitos un signo de identidad y de distinción. No escapaban a ese fenómeno, sino al contrario, los monarcas, cuyos sastres (así se expone en este capítulo) rivalizaban entre sí o criticaban a los que servían en otras casas reales. Felipe II, que vestía siempre de negro, como color lleno de simbolismo (y de exclusividad, ante el precio y la dificultad de lograr tintes negros permanentes para los trajes) se quejaba, en carta a sus hijas, de “cómo me quieren vestir de brocado, muy contra mi voluntad”, en el acto de proclamación como Rey de Portugal, ante las Cortes de Tomar de 1581.
Lo caballeresco visual es el título del segundo capítulo (de los siete que contiene el libro), que no abandona la importancia del vestuario en la representación de la nobleza de corte, a la vez que lo completa con otras manifestaciones visuales (gestos, desfiles, bailes, procesiones) ilustrativas de su posición social. La cita correspondiente al inicio de uno de los tratados manuscritos de la época (“No consiste el lucimiento en las demasiadas galas, sino en el acierto bien correspondido de ellas”) permite a Fernando Bouza entrar en un mundo en el que los trajes, las joyas y otros elementos análogos definían la imagen y la percepción pública que un grupo privilegiado trataba de dar de sí mismo.
En fin, a lo largo del capítulo VI de la obra se analiza cómo las justas, los torneos, los juegos de cañas o lances de toros y similares, servían para que un estamento cuyo origen estaba ligado a los valores militares recordara que el ejercicio de las armas era parte inescindible de la buena crianza de sus integrantes.
El trabajo de Fernando Bauza, que se inscribe en la corriente historiográfica dedicada al análisis de los fenómenos culturales, ofrece una perspectiva poco común de ciertos rasgos propios de la aristocracia en los siglos XVI y XVII que ilustran, a la vez, sobre la conformación social de aquella época. El texto (y la bibliografía que lo acompaña) pone de manifiesto el dominio innegable del autor sobre el objeto de su estudio, al que ha dedicado buena parte de su curriculum académico. De hecho, esta es una edición revisada de un volumen precedente, a cuyos tres capítulos se suman ahora otros cuatro.
Fernando Bouza (1960) es catedrático de Historia Moderna en la Universidad Complutense de Madrid. Especialista en historia cultural de la Edad Moderna y autor de numerosos artículos en revistas, entre sus libros destacan Del escribano a la biblioteca. La civilización escrita europea en la alta Edad Moderna; Imagen y propaganda. Capítulos de Historia cultural del reinado de Felipe II; y Portugal no tempo dos Filipes. Política, cultura, representaçoes.
Publicado por Abada Editores, enero 2020.