En la película El tercer hombre (1949) dirigida por Carol Reed, su protagonista Harry Lime (interpretado por Orson Wells) hacía la siguiente reflexión: “Recuerda lo que dijo no sé quién: en Italia, en treinta años de dominación de los Borgia, hubo guerras matanzas, asesinatos… Pero también Miguel Ángel, Leonardo y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron quinientos años de amor, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? ¡El reloj de cuco!”. Exageraciones al margen, lo cierto es que pocas veces se ha condensado mejor el espíritu de una de las épocas más convulsas y brillantes de nuestra historia. El Renacimiento supuso un despertar de la conciencia del hombre, aletargada durante siglos por el miedo y la ignorancia, pero vino acompañada de una nueva forma de hacer política y de entender el mundo, en el que la violencia fue el principal instrumento al que acudieron los hombres más poderosos del momento.
El legado del universo renacentista se ha perpetuado en sus obras de arte. No hay otro período de nuestro pasado cuya esencia haya quedado tan identificada por sus representaciones artísticas como ha ocurrido con el Renacimiento. Conocemos más a los artistas que a los condes, duques, papas o reyes que gobernaron la península italiana durante estos años. Todos sabemos quiénes son Leonardo da Vinci, Rafael, Miguel Ángel o Bramante, pero quizás nos cueste más reconocer a León X, Julio II, Alfonso d’Este, Ludovico Sforza o Federico da Montefeltro. Ahora bien, es imposible disociar el arte de la política durante el Renacimiento, ambos están estrechamente unidos y no comprenderemos el uno sin el otro. El arte fue una de las principales preocupaciones de los dirigentes italianos, quienes sufragaron generosamente los proyectos de escultores, pintores o arquitectos. Buscaban con ello ganar fama y prestigio y, a la vez, legitimar su poder (no siempre obtenido de forma legal o pacífica).
De entre los grandes personajes de aquella época sobresale la figura de Miguel Ángel, autor de obras universales como el David o los frescos de la Capilla Sixtina. Millones de visitantes acuden todos los años para contemplar los trabajos del genio florentino, hoy conocidos por todos. Sin embargo, ¿Cuáles son sus raíces? ¿Cómo logró alcanzar tal grado de maestría? ¿Dónde transcurrió su infancia? ¿Cómo era su carácter? ¿Fue famoso en vida o el reconocimiento le llegó tras su muerte? ¿Cuáles eran sus inclinaciones sexuales? ¿Qué relación tenía con los otros artistas de su época o con los dirigentes políticos? ¿Dónde y cómo vivió? ¿Cuáles eran sus aficiones? Las respuestas a estas preguntas (y muchas otras) son generalmente ignoradas por el gran público, de ahí el indudable interés de la biografía, Miguel Ángel. Una vida épica*, de Martin Gayford, que disecciona todos los aspectos de la vida del maestro renacentista.
Dentro del renovado y recuperado género biográfico, el trabajo de Gayford es excepcional. Estamos ante un libro ameno (a pesar de sus más de seiscientas páginas), con una prosa sencilla y cautivadora que logra arrastrarnos a la compleja personalidad de uno de los artistas más grandes de todos los tiempos. Mención especial requiere su cuidada edición, repleta de ilustraciones y de información complementaria que facilita mucho su lectura. No sólo descubrimos los aspectos más íntimos de la personalidad de Miguel Ángel, sino que al mismo tiempo se abre ante nosotros el Renacimiento; y sus protagonistas, con quienes trató Miguel Ángel a lo largo de su longeva vida, son también retratados.
La estructura de la obra, como es lógico, sigue los hitos más importantes de la vida de Miguel Ángel: su infancia y juventud en Florencia, su aprendizaje en la casa de los Médici, sus primeros encargos, su huida a Bolonia tras la muerte de Lorenzo el Magnífico (estas partidas abruptas serán una constante en su vida), su llegada a Roma, seguida años más tarde por su vuelta a Florencia y unos últimos años a caballo entre Roma y la capital toscana. Gayford, no obstante, organiza los capítulos de un modo original: cada apartado suele corresponder a una de las obras realizadas por el artista florentino. Hay que tener en cuenta que Miguel Ángel casi nunca trabajaba en más de un proyecto a la vez y dedicaba mucho tiempo a concluirlos (si finalmente lo hacía), por lo que esta división del libro se nos antoja muy acertada: a la vez de darnos a conocer los sucesos que marcan la biografía del artista, Gayford nos ofrece una explicación detallada de los grandes trabajos acometidos por Miguel Ángel.
De los numerosos (y generalmente elogiosos) adjetivos que suelen describir la obra de Miguel Ángel, nos gustaría destacar el de “incompleto”. Tras la lectura del libro de Gayford llama la atención los escasos trabajos que nos han llegado del genio florentino, que sólo representan una fracción de los proyectados a lo largo de su vida. Ya sea por desidia (suele ser la principal razón), ya sea porque el mecenas o el promotor de la obra abandonaban la idea falto de fondos o de interés o porque caía en desgracia, muchos de los encargos realizados al artista nunca se completaron. Quizás el ejemplo más representativo sea la tumba del papa Julio II, cuyo diseño inicial era monumental (se consideró análoga a una de las siete maravillas de la Antigüedad) pero finalmente acabó por realizarse de forma mucho más modesta y muy alejada del modelo original. Debemos dar gracias a la prolongada edad de Miguel Ángel (vivió más de ochenta y ocho años, algo excepcional para aquella época), pues de lo contrario la humanidad se hubiese visto privada de varias obras geniales del artista florentino.
A pesar de ser contemporáneo de figuras como Leonardo da Vinci o Rafael, no podemos calificar a Miguel Ángel, una vez leído el libro de Gayford, como el modelo de hombre del Renacimiento, al menos si lo comparamos con otros grandes artistas de su tiempo. Aunque se dedicó a la pintura, a la arquitectura e incluso compuso poemas y sonetos, él siempre consideró la escultura como su verdadera vocación. En la abundante correspondencia que ha sobrevivido del artista son numerosos los lamentos y quejas que vierte sobre esta cuestión. Además, su carácter le convertía en un personaje peculiar y extravagante: mientras que la gran mayoría de los intelectuales de la época acabaron por mimetizarse en las “cortes” de las ciudades italianas o del Papado como verdaderos cortesanos, Miguel Ángel siempre fue un verso libre. Su carácter hosco, irascible, pasional y tacaño provocó, en más de una ocasión, roces con las figuras más poderosas del panorama político. De no ser por su genialidad, no se le hubiera consentido alguna de las liberalidades que se tomaba con quienes le encargaban los proyectos y probablemente no hubiese vivido tantos años.
Los choques que tuvo con papas, reyes o embajadores muestran cómo la personalidad de Miguel Ángel era, por lo menos, problemática. Gayford dedica gran parte de su obra a describir el poliédrico carácter del artista. El libro, alejado del tono adulador, acaba por convertirse en un fidedigno retrato de una persona genial, con un talento fuera de lo normal y con una capacidad de trabajo sobrehumana, pero que al mismo tiempo adolece de un temperamento voluble, arrogante (discutió y criticó el trabajo de casi todos sus contemporáneos), cicatero (casi toda su correspondencia está plagada de referencias al dinero y llevó una contabilidad milimétrica de todo aquello de que disponía), solitario e impetuoso. Uno de los temas presentes a lo largo de toda la obra es la condición sexual de Miguel Ángel: sin caer en ningún momento en el morbo o el simple cotilleo, Gayford expone las distintas relaciones que el artista mantuvo a lo largo de su vida.
Concluimos con la siguiente reflexión de Martin Gayford: “La vida de Miguel Ángel estuvo marcada por cualidades épicas. Al igual que un héroe de la mitología clásica (como Hércules, cuya estatua esculpió de joven), estuvo sujeto a pruebas y tareas incesantes. Muchas de sus obras fueron inmensas y supusieron formidables dificultades técnicas […]. Los mayores proyectos de Miguel Ángel –la tumba de Julio II, la fachada y nueva sacristía de San Lorenzo, la gran basílica de San Pedro– fueron de una magnitud tan ambiciosa que, por falta de tiempo o de recursos, no pudo completar ninguno de ellos de la forma prevista en un principio. Sin embargo, hasta sus edificios y esculturas incompletos fueron venerados como obras maestras y ejercieron una enorme influencia sobre otros artistas”.
Martin Gayford ha sido crítico de arte del Spectator y del Sunday Telegraph. Actualmente es el responsable europeo de la crítica de arte de Bloomberg. Autor de Constable in Love y The Yellow House, es uno de los mejores autores de biografías artísticas y ha colaborado en la elaboración de numerosos catálogos.
*Publicado por la editorial Taurus, noviembre de 2014.