Una de las grandes transformaciones que se produjo en la historia del hombre fue el abandono del nomadismo y su conversión en una especie sedentaria. Los cambios sociales, políticos y culturales que provocó este paso fueron colosales y terminaron por ser la principal causa del surgimiento de las primeras civilizaciones. Si se suele fijar el tránsito entre la prehistoria y la historia en la existencia de testimonios escritos, la aparición de enclaves urbanos también podría ser un buen indicador de ese cambio de época. Una ciudad, por pequeña que sea, exige una mínima organización social para sobrevivir. Eso implica la existencia de normas de convivencia y de acuerdos entre sus habitantes, de modo que todos sus miembros respeten (y acaten) un mismo orden social y compartan unos principios básicos. Si en el siglo XXI estos elementos nos parecen obvios, hace miles de años fraguaron un cambio revolucionario.
Las ciudades son los centros neurálgicos de la civilización contemporánea. En ellas se adoptan las grandes decisiones que condicionan el destino del planeta. Son polos de atracción masiva de ideas, personas y mercancías. En las últimas décadas, algunas han crecido exponencialmente y se han convertido en centros urbanos gigantescos, hasta el punto de devenir casi pequeños estados dentro de otros estados. Tan es así, que la conurbación de Tokio tiene los mismos habitantes que toda España: más de cuarenta millones de personas viven en un espacio limitado. Pero no es la única gran ciudad que alcanza cifras desorbitadas: México, El Cairo, Lagos, Delhi, Yakarta o Shanghái (por citar solo algunas) superan los diez, veinte o treinta millones de habitantes, con porcentajes de densidad muy elevados. Los retos de movilidad, higiénicos, sanitarios y económicos que presentan estas macro aglomeraciones son extraordinarios.
¿Siempre fue así? La respuesta no es sencilla. En todas las épocas las ciudades han constituido un elemento importante dentro de los reinos o de los estados (Roma, Córdoba, Bagdad… llegaron a contar con cientos de miles de habitantes), pero la mayoría de la población no vivía en ellas, sino en los ámbitos agrarios. A partir del siglo XIX empieza un éxodo masivo del mundo rural al urbano. Ese factor, sumado al descontrolado crecimiento demográfico, generó un aumento exponencial de los centros urbanos, hasta alcanzar las cifras que antes apuntábamos. Lo que nadie pone en duda es el elemento dinamizador de las ciudades, en las que confluyen lo mejor y lo peor de la sociedad. Desde tiempos inmemoriales, son el motor de los grandes cambios que se producen en el mundo.
Todas estas facetas son tratadas por el divulgador Ben Wilson en Metrópolis; una historia de la ciudad, el mayor invento de la humanidad*. Su enfoque de las ciudades es muy original: no se centra en un repaso histórico y cronológico para analizar “académicamente” su evolución, sino propone un planteamiento que va más allá. Rastrea sus características principales, su aportación a la evolución del hombre, sus virtudes y sus vicios, combinándolo con anécdotas y teniendo muy presente la actualidad. Como el propio autor señala, “este no es un libro sobre grandes edificios o planificaciones urbanísticas, sino sobre la gente que se asentó en las ciudades y las formas de cooperación que encontraron y que les permitió sobrevivir a esa olla a presión que es la vida urbana. No quiero decir que la arquitectura no sea importante. Es la interacción entre el entorno —determinado por las edificaciones— y los humanos lo que conforma el corazón de la vida urbana, y de este libro. Me interesa más el tejido conectivo que mantiene el organismo unido que su apariencia externa o sus órganos vitales”.
El punto de partida se sitúa en Uruk en el 4.000 a.C. y desde ahí avanza hasta llegar a nuestro 2020, cuando surge lo que denomina la “Megaciudad”. En este recorrido de seis mil años (dividido en catorce capítulos), las paradas en el relato son urbes que tuvieron gran importancia en su tiempo y que, por una u otra razón, representan a su época (Babilonia, Atenas, Alejandría y Roma, para la Edad Antigua; Bagdad y Lübeck, para el Medievo; Lisboa, Malaca, Ámsterdam o Londres, para la Edad Moderna; y Chicago, Manchester, Nueva York o Lagos, para la Edad Contemporánea, por citar varios ejemplos para cada momento). Que un epígrafe lleve por título “Gastrópolis. Bagdad, 537-1258” o “¿Las puertas del infierno? Manchester y Chicago, 1830-1914” no significa que la narración se circunscriba únicamente a esos años y a esa ciudad concreta. El autor aprovecha algún aspecto de la elegida (su comida, su higiene, su planteamiento urbanístico, sus espacios para el entretenimiento…) para contextualizar todo lo que rodea a las ciudades.
Un punto esencial de la obra es la importancia que otorga a las ciudades en la consecución de los avances sociales. Ahora bien, más que un alegato a favor de los centros urbanos (en no pocas ocasiones crítica su deshumanización y los peligros que conllevan), Ben Wilson busca reflejar cómo en estos enclaves la humanidad, hacinada, enfrentada, incomodada, enfermada, ha logrado sobreponerse a las adversidades y avanzar. Parece como si una ciudad fuese más rica y diversa cuanto más caótica; y más anodina y mediocre cuanto más ordenada y sistematizada. Quizás la imagen que más se ajuste a la visión del autor sea la de un organismo vivo que nace, se desarrolla y acaba languideciendo. No suelen morir, pero acaban por perder su importancia, convirtiéndose a veces en meros escaparates turísticos.
El presente ocupa un lugar destacado en las reflexiones de Wilson. En cada uno de los capítulos hay alusiones a la actualidad. Las preocupaciones van desde el cambio climático hasta la propagación de enfermedades por el covid, entre otros problemas que pueden derivar de la edificación y la expansión de las ciudades. El último capítulo, de hecho, poniendo como ejemplo la situación de la actual capital nigeriana, está dedicado a analizar las urbes superpobladas, lo que permite al autor reflexionar sobre cómo serán las ciudades del mañana.
Concluimos con estas palabras de Ben Wilson: “Por su manera de construirse sobre capas de la historia humana, por su casi infinito e incesante entrelazamiento de vidas y experiencias, las ciudades son tan fascinantes como insondables. En su belleza y fealdad, sus alegrías y sus miserias y en lo desconcertante, desordenado, de su complejidad y sus contradicciones, las ciudades son un retablo de la condición humana, algo que amar y odiar en la misma medida. Sus grandes edificios enmascaran su inestabilidad, sin duda, pero alrededor de estos símbolos de permanencia se arremolina el implacable cambio. La continua destrucción y reconstrucción convierten las ciudades en sitios fascinantes, pero también muy frustrantes si tratas de comprenderlas. En Metrópolis he buscado capturar las ciudades en movimiento, no en reposo”.
Ben Wilson estudió Historia en Cambridge. Colabora habitualmente en programas de televisión y de radio tanto en el Reino Unido como en Estados Unidos e Irlanda, además de escribir en The Spectator, The Literary Review, The Independent, The Scotsman, Men’s Health, The Guardian y GQ.
*Publicado por la editorial Debate, febrero 2022. Traducción de Abraham Gragera.