Si alguien quisiera describir la penosa situación en la que se encuentran las humanidades hoy día, el prefacio de la obra de Edith Hall Los griegos antiguos. Las diez maneras en que modelaron el mundo moderno* (en la versión original inglesa, de 2015, Introducing the Ancient Greeks) le podría servir de muestra. No por lo que dice, ni por cómo lo dice (el libro no ofrece ninguna dificultad de lectura y es una excelente descripción de la historia de la civilización griega, desde sus inciertos orígenes hasta el siglo V d.C.), sino por las explicaciones que la autora se ve obligada a dar, no sea que la califiquen de enaltecedora de lo excepcional de aquella civilización en relación con otras vecinas, especialmente semitas o africanas, o de partidaria de una visión que solo atienda a la imagen, supuestamente colonialista y supremacista, de “los más antiguos varones europeos blancos muertos”.
Probablemente esos disparates de la nueva ortodoxia (que se está imponiendo, en particular, en algunas universidades norteamericanas) no requerían ninguna atención de Edith Hall, a quien le basta subrayar cómo el milagro griego consistió, precisamente, en poner de manifiesto una serie de “cualidades brillantes, difíciles de identificar en una combinación y una concentración semejantes en otras partes del Mediterráneo o en el Oriente Próximo antiguo”. Cuando se refiere al influjo de esas otras culturas, no duda en reconocerlo, pero también en destacar los logros, únicos en la historia, de los pueblos que poblaban Grecia continental y sus islas, Asia Menor, Macedonia y las numerosas colonias que fundaron por todo el Mediterráneo.
Así, tras afirmar que los babilonios ya conocían el teorema de Pitágoras siglos antes de este; que las tribus del Cáucaso habían hecho progresos en la minería y la metalurgia; que los fenicios fueron unos magníficos marinos y nos legaron el alfabeto; que los hititas ya tenían muestras literarias de relieve; que los egipcios contaban historias semejantes a la Odisea o que los persas habían alcanzado un desarrollo arquitectónico notable … Edith Hall no puede sino exclamar que, sin embargo, “ninguno de esos pueblos produjo nada equivalente a la democracia ateniense, a la comedia griega, a la lógica filosófica o a la Ética a Nicómaco de Aristóteles”.
El libro intenta dar una versión de los griegos antiguos a lo largo de dos mil años, desde aproximadamente 1600 a.C. hasta 400 d.C. Aunque el período más destacado sea el que corresponde a los años 800 a.C. hasta 300 a.C., durante el que “los pueblos que hablaban griego hicieron […] una serie de descubrimientos intelectuales que llevaron al mundo mediterráneo a un nuevo nivel de civilización”, la historia que se relata “comenzó ochocientos años antes de ese acelerado período de progreso y duró al menos siete siglos más. Cuando los textos y las obras de arte de la Grecia clásica se redescubrieron en el Renacimiento europeo, cambiaron el mundo por segunda vez”.
La estructura del libro, articulada sobre los diez rasgos que la autora atribuye a los antiguos griegos, es ciertamente original. Esos diez rasgos se identifican con otros tantos períodos de la historia griega y se localizan en diez zonas geográficas distintas, pues “el centro de gravedad de su cultura fue cambiante, situándose alternativamente en el Mediterráneo antiguo, Asia y el Mar Negro”. Sin renunciar a insertar en cada uno de esos períodos las personalidades más destacadas que los protagonizaron, Edith Hall los analiza en sus contextos sociales e históricos, ofreciéndonos un atractivo relato de sus respectivas peculiaridades.
La afición por los viajes, especialmente navales, se liga al mundo micénico que Homero nos transmitió en la Ilíada y en la Odisea (las referencias a estas dos obras son constantes en el libro) y abarca desde 1600 a 1200 a.C. A este período se dedica el capítulo primero (Los marinos de Micenas).
La desconfianza frente al poder, expresada en la sensibilidad política de sus habitantes, es la segunda característica destacada del modo de pensar de los antiguos griegos. En ella se centra el segundo capítulo (La creación de Grecia), consagrado a la aparición de la identidad griega, entre los siglos X y VIII a.C.
El sentido de la independencia intelectual y la idea de libertad individual subyacen en la tercera característica de los griegos antiguos, orgullosos de sus diferencias, que sería fundamental para su progreso en los diversos ámbitos del saber humano. En torno a ella gira el tercer capítulo (Ranas y delfines alrededor del estanque), dedicado a la época de la colonización y de la sustitución de monarquías por regímenes despóticos o tiranos, durante los siglos VII y VI a.C. Ya se perfilan entonces las notas de inteligencia, agudeza mental, independencia del pensamiento y competitividad que acompañaban a los navegantes griegos, hasta originar, pocos siglos después, la ciencia y de la filosofía occidentales.
La aparición de los primeros científicos y filósofos, en Jonia y en la Magna Grecia, en los siglos VI y V a.C., obedece a otro rasgo destacado de los antiguos griegos, a saber, su insaciable curiosidad y su mentalidad inquisitiva, que abrieron las puertas a una floración intelectual sin precedentes. Sobre este rasgo versa el capítulo IV (Los jonios, esos curiosos), en el que se estudian, como factores que propiciaron ese desarrollo, la flexibilidad de la lengua, el gusto por la analogía, el amor a la polaridad y a la contradicción o el principio de la unidad de los contrarios. Los presocráticos y Heródoto están presente en sus páginas.
Una de las manifestaciones de esa profunda curiosidad intelectual fue la apertura mental que adornó a los antiguos griegos, con la que hicieron realidad una verdadera sociedad abierta, que no dudaba en asumir influencias foráneas en su crisol. El capítulo V del libro (Atenas, sociedad abierta) trata precisamente sobre la Atenas democrática del siglo V a.C., el período de mayor esplendor que tuvo como protagonistas, entre otros, a Pericles, Sócrates y Platón.
Esparta era el contrapunto de Atenas y a ella se dedica el capítulo VI del libro (Los inescrutables espartanos), centrado en el siglo IV a.C. Frente a la visión habitual de la república de los Lacedemonios, sorprende que Edith Hall les asigne, como rasgo griego común, el del sentido del humor, que uno esperaría encontrar en otros parajes. “El pueblo espartano hacía gala de una ingeniosidad mordaz y lacónica que contribuía a mantener alta la moral de su cultura guerrera. Sin embargo, no eran ellos los únicos griegos divertidos”.
La competitividad es el séptimo rasgo de la cultura de los griegos antiguos, que en el libro personifican los macedonios (“gente pendenciera donde los haya”), con Filipo y su hijo Alejandro Magno a la cabeza. El correspondiente capítulo (Los competitivos macedonios) da cuenta de la situación a finales del siglo IV a.C., cuando las conquistas de las gentes del norte de Grecia extendieron el imperio hasta límites antes no conocidos. En este epígrafe figura Aristóteles pues, aunque natural de Estagira, tuvo una destacada influencia de la formación de Alejandro, de quien llegó a ser tutor.
La búsqueda de la excelencia en todos los órdenes de la vida (el físico, el literario o el artístico) se tradujo en la denominada civilización helenística, desde la muerte de Alejandro (año 323 a.C.) hasta la de Cleopatra (año 31.a.C). A esta nota, protagonizada por los sucesores de Alejandro, se consagra el capítulo octavo (Reyes-dioses y bibliotecas), cuya lectura tiene, a nuestro juicio, una excesiva enumeración de figuras no siempre destacadas (como, por ejemplo, los poetas helenísticos), en comparación con las de épocas anteriores.
La relación de Grecia con Roma, a partir de la expansión militar de los romanos, que culmina en la batalla de Pidna (168 d.C.) con la derrota del último rey de Macedonia y en la caída de Corinto, se estudia en el capítulo noveno del libro (Inteligencia griega y poder romano), en conexión con una característica de la cultura griega, la elocuencia, que se transmitió a sus conquistadores. La inevitable (y nunca superada) cita del poeta romano Horacio (“Graecia capta ferum victorem cepit”, “la Grecia conquistada a su fiero vencedor conquistó”) refleja, también durante esta época de declive, la supremacía intelectual de los griegos, de cuyos autores da cuenta el libro.
El último rasgo de la cultura griega, la capacidad de disfrutar y la búsqueda del placer, se deja para el capítulo décimo del libro (Los griegos paganos y los cristianos), que abarca hasta el triunfo de la nueva fe monoteísta, a finales del siglo IV d.C., ejemplificado en el cierre de Delfos. Las polémicas culturales entre los defensores de los antiguos ritos y los nuevos cristianos se analizan destacando cómo estos últimos (cuando tenían la suficiente altura intelectual) se veían forzados a “distinguir las partes del patrimonio cultural griego que de verdad querían (la tradición retórica y literaria y el acento puesto en las escuelas filosóficas de la virtud y la reflexión) de las partes que rechazaban (el culto, los mitos más escandalosos, las imágenes de los dioses paganos, los entretenimientos y la celebración de la bebida y el sexo)”.
La obra de Edith Hall ofrece, en suma, al interesado por la cultura occidental todo lo que debe conocer sobre sus orígenes griegos. El suyo es un excelente libro de historia de la civilización griega, en su conjunto, y de sus principales logros intelectuales, artísticos y literarios.
Edith Hall (Reino Unido, 1959) es una de las más prestigiosas clasicistas británicas, especializada en literatura griega antigua e historia cultural. Es Profesora en el Departamento de Lenguas Clásicas y en el Centro de Estudios Helénicos del King’s College de Londres.
*Publicado por Editorial Anagrama, febrero de 2020. Traducción de Daniel Najmías.