GRANDE - CATEDRA - FILOSOFOS HITLER

Los filósofos de Hitler
Yvonne Sherratt

La obra Los filósofos de Hitler*, escrita por Yvonne Sherrat, nos ofrece un recorrido por la filosofía alemana de la primera mitad del siglo XX, con sus antecedentes y sus consecuencias. Es indudable el impacto intelectual, dentro y fuera del mundo académico, que la filosofía alemana ha tenido a lo largo de la historia, especialmente a partir del siglo XVIII y, sobre todo, del XIX. No obstante, fuera de algún pensador y filósofo de lengua alemana aislado, la filosofía alemana de la primera mitad del siglo XX es casi por completo olvidada.

La profesora Yvonne Sherratt, a través de un relato bastante ameno, casi novelado, nos va presentando el papel de la filosofía en la Alemania nazi a través de la vida, vivencias y confesiones de algunos de sus protagonistas. Nos cuenta, por ejemplo, cómo Hitler reclamaba para sí, entre otros títulos, el de «lider filósofo», algo que uno no se acostumbraría a imaginar de tan tosco y gris personaje. También nos relata cómo el control de las mentes a través de la filosofía y de las universidades fue siempre un pilar fundamental del nuevo sistema totalitario que Hitler y sus seguidores intentaron implantar, en ocasiones con casi total éxito. Pero la filosofía no solamente está presente en su cara oscura, también en la vivencia de grandes personajes, intelectuales que sufrieron un auténtico calvario «gracias» a la labor de depuración llevada a cabo por el nazismo en el mundo intelectual y social alemán. El exilio, el cautiverio e incluso la muerte esperaban a muchos de los grandes intelectuales del país, en algunos casos debido a sus orígenes judíos y en otros, simplemente, por su oposición a la brutalidad del régimen nazi. Pero si solamente fuese esto (que ya es bastante), el relato quedaría cojo. Es preciso ir todavía un paso más allá. Todos conocemos que los alemanes perdieron la Segunda Guerra Mundial. Pero… ¿qué sucedió con las universidades alemanas (al este y al oeste del dividido país) una vez que la guerra finalizó y los planes nazis salieron derrotados?

FOTOGRAFIA JUNGER SCHIMTNo adelantemos acontecimientos. Este libro nos cuenta una historia, y toda historia tiene un comienzo. Nuestro comienzo está en una tétrica celda, concretamente la celda número 7 de la Fortaleza Landsberg, situada al suroeste del estado alemán de Baviera. Estamos en la primavera de 1924. Allí, una tétrica figura permanece recluida mientras dice devorar toda la literatura filosófica alemana que cae en sus manos (Kant, Fichte, Hegel, Schopenhauer, Nietzsche o Wagner entre otros) y preparar la redacción de la que, afirma, será la gran obra de la filosofía alemana, de profundo contenido antisemita y que finalmente verá la luz con el título «Mein Kampf» (en su traducción española, Mi lucha). Hoy, todos sabemos que aquella supuesta «obra maestra» del pensamiento no es sino un panfleto antisemita, con una pésima redacción y nula calidad literaria o filosófica. Pero en el imaginario de aquel lunático golpista (pues el motivo por el cual estaba encerrado en Landsberg era haber tratado de cometer un golpe de estado) y de sus seguidores, aquella obra sería el culmen de la filosofía alemana. Y no obstante su mediocridad, cambiaría el curso de la historia alemana (y no precisamente para mejor). Aquel funesto personaje mediocre y con ansias de grandeza respondía al nombre de Adolf Hitler, y se convertiría menos de 10 años después en líder de Alemania y en uno de los políticos más sanguinarios de la historia de la humanidad.

Pese a que la lectura que Hitler desarrolló de la tradición filosófica alemana era superficial y carente de rigor, no es menos cierto que la filosofía alemana estaba, como la profesora Sherratt nos muestra en varios ejemplos, trufada de comentarios y mensajes antisemitas. Desde Kant hasta Wagner, el antisemitismo es una constante en prácticamente todos los filósofos alemanes de renombre hasta el siglo XIX inclusive. Puede que Hitler no fuese especialmente ducho en las cuestiones filosóficas, pero no cabe duda de que era capaz de bucear y rastrear en busca de la más leve muestra de judeofobia en la obra de los «Grandes» con el fin de incorporarla y repetirla en su frenética causa contra los judíos.

Pero Hitler no estaba solo. Multitud de nombres se unieron, con grados diferentes de compromiso e implicación, a su causa política y racista. La mayoría de ellos eran figuras ciertamente normales, incapaces de destacar en el mundo académico e intelectual, y probablemente jamás hubieran llegado hasta donde llegaron en el mundo de la universidad y de la opinión pública si los nazis, en el poder desde 1933, no hubiesen purgado toda la universidad alemana de sospechosos de vinculaciones con el judaísmo o con la oposición política (ésta misma también cada vez más laminada). El libro relata muy bien ambas fases: tanto la supresión del mundo intelectual judeo-alemán como el modo en el que los profesores nazis arribistas comenzaron a escalar puestos en las universidades de todo el país aprovechando el vaciamiento de plazas docentes.

walter-benjaminDos figuras, no obstante, destacan entre todas las anteriores. No solamente por la importancia que tuvieron en la difusión de las ideas nazis, sino sobre todo por el elevado reconocimiento intelectual e internacional con el que siempre contaron: se trata de Carl Schmitt, el gran jurista nazi y gran experto en filosofía del derecho y en derecho internacional, y Martin Heidegger, uno de los filósofos más destacados no solamente en Alemania sino en el mundo entero. Mucho se ha discutido sobre el papel que ambos pensadores jugaron durante el nazismo: ¿se trataba de un compromiso absoluto? ¿fue más bien un oportunismo buscando moverse aprovechando las circunstancias para mantener una vida cómoda? Los datos y el relato que presenta la autora llevan a pensar claramente lo primero: eran conscientes de las implicaciones del nazismo, compartían la mayoría de los postulados (y en concreto su marcado antisemitismo), y se prestaron veloces a ejercer el papel de voceros del nacionalsocialismo en todo el mundo, allí donde tenían ocasión y tribuna disponible.

Pero siendo interesante la primera parte del libro, lo es si cabe mucho más la segunda, cargada del relato conmovedor de una serie de vivencias de unos personajes totalmente diferentes: aquellos que sufrieron en sus vidas, de una u otra forma, la persecución intelectual y física de los nazis. En concreto el libro se centra en narrar las experiencias de cuatro importantes figuras intelectuales, alguna de ellas hoy casi por completo olvidada: son las de Walter Benjamin, Theodor Adorno, Hannah Arendt y Kurt Huber. Los tres primeros forman una interrelación de historias muy particular, mientras que el cuarto es un caso completamente diferente.

Benjamin, Adorno y Arendt, los tres de origen judío, representan unas vivencias hasta cierto punto interconectadas. Tanto Adorno como Arendt eran grandes amigos de Walter Benjamin. Sin embargo, entre ellos siempre hubo un gran resquemor. Para empezar, Arendt jamás entendió por qué Adorno rechazó la tesis doctoral de quien fuese su primer marido (Günther Stern, después Günther Anders), y acusó de inmoralidad al filósofo de Frankfurt por las complicaciones de la publicación de las obras póstumas de Benjamin. Por su parte, Adorno recriminó a Arendt su seguidismo de Heidegger, al que siempre consideró un filósofo peligroso. En cuanto a Huber, era muy diferente: pese a venir de un entorno católico, conservador y nacionalista alemán, jamás estuvo dispuesto a colaborar con el sistema de los nazis, sino que hizo todo lo posible para oponerse a él. Especialmente emotivas me parecen las historias de Benjamin y Huber, y son, por lo tanto, los capítulos del libro a ellos destinados los que voy a destacar como lectura imprescindible.

Walter Benjamin, filósofo de origen judío, tuvo que atravesar toda clase de huidas y penalidades (incluido un exilio en Ibiza y otro en París) hasta que finalmente, viéndose rodeado por los nazis que le perseguían y tras serle rechazado su paso por España para embarcarse hacia América desde el neutral Portugal, acabó quitándose la vida. Pese a que se trataba de un intelectual cargado de sensibilidad y, al menos en general, poco dado a la polémica y el enfrentamiento, Walter Benjamin fue considerado un autor peligroso para la nueva Alemania imaginada por Hitler. Acosado y separado de toda actividad, hasta de la posibilidad de ver publicada su obra, Benjamin tuvo que optar por huir de Alemania dejando atrás a su ex-mujer y su amado hijo (ella rechazaba salir de Alemania a la espera de que el futuro de los judíos en Alemania no fuese tan nefasto como entreveía Benjamin) en una decisión ciertamente dolorosa. Tras años de huida y exilio, Walter Benjamin halló la muerte de un modo que se describe en el libro, tras referirse a los recuerdos de cuando de niño Benjamin jugaba al escondite, con estas palabras:

«Cuando el niño Benjamin se veía en trance de ser atrapado, en lugar de dejarse vencer por el miedo, tomaba las riendas de la situación con sus propias manos y exhalaba un grito para revelarse a sí mismo. “Si la persona que me estuviese buscando descubría mi escondite, yo daría un grito estentóreo para expulsar al demonio que me había transformado, y ni siquiera aguardaba el instante del descubrimiento, sino que anticipaba su llegada con un grito de autoliberación”.

HEIDERBERG NAZIPonerse a dar gritos ahora, cuando la Gestapo entrase en su habitación, sería inútil. A Benjamin le quedaba solamente una alternativa, así que aquella noche, mientras que, escaleras abajo, los hombres de la Gestapo bebían a placer en el comedor después de la cena, él extrajo de su bolsillo una pequeña ampolla que había traído consigo. Era, en sus propias palabras, una dosis de morfina suficiente “para matar a un caballo”.

Benjamin ingirió el veneno, su poción mágica de “auto-liberación”. En el registro de defunciones de Portbou se hizo constar la de un tal “Walter Benjamin”. La muerte fue registrada a las 10 p.m. del día 26 de septiembre de 1940.»

Así la voz de Walter Benjamin quedó silenciada para siempre ese 26 de septiembre de 1940. No obstante, de él nos queda el recuerdo de su obra, sacada clandestinamente de Francia gracias a Hannah Arendt que la llevó hasta Estados Unidos, y gracias a la labor de Theodor Adorno y del Instituto de Investigación Social de Frankfurt (fundado por el propio Adorno junto a Max Horkheimer), pudo ver la luz en 1955.

La muerte le tocó también a Kurt Huber, concretamente la muerte guillotinado, en la prisión de Stadelheim en Munich un día de julio de 1943. Huber era un filósofo y musicólogo muy conocido en Baviera en aquel entonces (y sin embargo hoy tristemente olvidado) que sirvió de inspiración a una serie de estudiantes de filosofía que formaron un grupo de oposición clandestina al régimen nazi llamado «Die weiße Rose» (La Rosa Blanca) dirigido por los hermanos Hans y Sophie Scholl. Huber era un hombre diferente de los anteriores. Procedente de toda una tradición católica, germana y conservadora, era en principio candidato idóneo para progresar en su carrera en el seno de la universidad nazi. Sin embargo, siempre consideró que su creencia en Dios y sus fuertes compromisos morales eran totalmente incompatibles con prestar complicidad alguna a semejante régimen tiránico, y, haciendo buen uso de su retórica y de una fina ironía, siempre logró mantener vivo en su universidad el espíritu de una verdadera filosofía moral y libre. Este sensacional pasaje del libro da clara cuenta de cómo era el personaje:

«Huber, al contrario que otros opositores ideológicos de Hitler, no era ni de izquierdas ni judío; era un nacionalista conservador que se preocupaba por la nación y para quien la tradición era sagrada. Se sentía orgulloso de las conquistas de la cultura alemana, pero no dudaba en oponerse a cualquier forma de violencia y consideraba que Hitler era el destructor de los valores alemanes en vez de su encarnación. En contraste con Heidegger, a Huber no le seducían los discursos de Hitler y no se molestaba en ocultarlo, al contrario que muchos de sus colegas académicos. Cuando hablaba con alguno de ellos de derechos individuales o de la misericordia religiosa acostumbraba a recurrir a la ironía para velar su disentimiento. A pesar del peligro, Huber no podía evitar las referencias punzantes contra Hitler. Si en sus lecciones se mencionaba a algún judío, exclamaba con sarcasmo: “¡Cuidado, es judío; no dejéis que os contamine!”. Expresar oposición, aunque fuera de aquella manera sutil, era peligroso; pero no está claro que la mordaz e ingeniosa retórica de Huber llegara alguna vez a oídos de los oficiales nazis.

Huber se esforzó por mantener con vida la presencia judía en la universidad; disertaba sin ocultarlo acerca de filósofos judíos proscritos, como Spinoza. Husserl había sido depurado, y mientras que otros eran arrestados, ejecutados o forzados a exiliarse, el valiente Huber alzaba la llama agonizante de la tradición intelectual judía.

Kurt HuberHuber era un apasionado de los idealistas, Kant y Hegel, filósofos que constituían el núcleo de sus cursos y de los que hacía una interpretación muy diferente de la que se atribuía a Hitler. Huber aprovechaba sus lecciones sobre Kant para deslizarles a sus alumnos el sutil mensaje de que desafiaran a Hitler: destacaba que Kant era un gran moralista que defendía la tesis de que los seres humanos tenían que ser libres para poder ejercitar su capacidad racional. La razón, exenta del imperativo de tener que someterse a cualquier tipo de autoridad distinta de ella misma, era la base de la moralidad. En su tiempo Kant se opuso a toda forma de obediencia irreflexiva, aseverando sin cesar que el ejercicio libre e independiente de la razón era la base de la buena conducta. Huber establecía sutiles paralelismos entre las creencias irracionales que Kant pretendía superar en el siglo XVIII y la ideología de Hitler. Kant se convirtió así en una de las principales armas con las que contó Huber en su resistencia intelectual al nazismo y en tema habitual de sus lecciones.»

La de Huber fue otra voz que Hitler y los suyos callaron para siempre y que además, a diferencia de lo sucedido con Benjamin, permanece hoy todavía callada. Dice la profesora Sherratt hacia el final del libro: «La obra filosófica y musicológica del mártir Kurt Huber, único profesor de filosofía que se opuso activamente a los nazis, no se publica. Ni su monografía clásica sobre Leibniz, publicada póstumamente, ni sus deslumbrantes contribuciones a la musicología y la estética han servido para que su nombre aparezca siquiera en un solo plan de estudios de filosofía del mundo occidental. Asimismo, aunque algunas instituciones académicas recuerdan su valor con breves alusiones, su pulso intelectual late hoy tan débil en Occidente como bajo el nazismo». Todo un fracaso moral e intelectual que espero sinceramente algún día sea remediado.

Sin embargo, todavía más dramático es comprobar cómo realmente no hubo ninguna consecuencia para aquellos que, como Martin Heidegger, apoyaron tan activamente el nazismo. Un lustro apartados del mundo académico, transcurrido el cual pudieron volver a sus puestos en las universidades, mientras gente como Max Horkheimer eran recibidos con recelo tras volver del exilio a su Alemania natal. La mayoría ni siquiera se arrepintieron nunca de su pasado nazi. Es el caso del gran y celebrado Heidegger.

El panorama es desolador, y podemos concluir resaltando justamente el cierre del último capítulo del libro:

«A pesar de haber dado origen, en un intento de forjar un arma contra el autoritarismo, a toda una tradición crítica y escéptica en materia política y filosófica, solo a duras penas se han abierto camino los pensadores judeo-alemanes de la Escuela de Fráncfort en los planes de estudios de las principales instituciones académicas. Los inmensos logros de Walter Benjamin, Hannah Arendt y Theodor Adorno nunca han sido suficientes para que el mundo de habla inglesa los admita como autores canónicos. Horkheimer, Marcuse y Cassirer están marginados en sus esferas académicas y Karl Jaspers, Gerhard Scholem y Karl Löwith han caído en un olvido casi absoluto.

La situación de la cultura intelectual europea debe por tanto ser motivo de reflexión. La expansión de las ideas de Schmitt y Heidegger y el prestigio de Frege tanto en las universidades británicas y estadounidenses como en las continentales no pueden dejar hoy en día sino un regusto inquietante, al igual que las siniestras deudas, rara vez mencionadas, que acumula la herencia intelectual alemana. Son también preocupantes las escasas referencias a pensadores judeo-alemanes en la práctica filosófica. Alegremente se priva a los estudiantes del contexto en el que se desarrollaron los conceptos de los que trata su disciplina y de ciertas adhesiones de los grandes pensadores que hoy pueden resultar incómodas para muchos. La filosofía desciende de las “ciencias morales” y, a la vista de esa herencia, quienes se dedican a ella no deben olvidar los claroscuros de su desarrollo.»

Puede que se compartan o no las conclusiones que presenta este libro, tras todo un ameno relato de vivencias, experiencias, contextos y decorados vitales. Lo que desde luego no puede decirse es que no nos obligue a hacernos varias preguntas una vez terminada su lectura.

*Publicado por Cátedra Ediciones, diciembre 2014.

Andrés Casas