A primera vista, parecería que poco tienen en común un español y un sueco o un irlandés y un italiano: sus caracteres son muy dispares y las formas de vida casi antagónicas. Sin embargo, todos ellos comparten una cultura forjada durante siglos a través de una estrecha relación que ha trascendido las guerras y los intereses políticos. La Unión Europea tan solo ha sido el colofón de un proceso en el que, a lo largo de centurias, se han ido intercambiando ideas y conocimientos más allá de las fronteras o de las enemistades. Da la sensación de que la revolución tecnológica y de los medios de transporte han sido factores recientes para abrir el mundo a nuevas realidades, pero ese fluir no es algo nuevo del siglo XX, lleva ocurriendo desde hace siglos.
Los intercambios culturales son consustanciales al ser humano y, si hay algo que los distingue en la centuria anterior, ha sido la escala de ese proceso, no el fenómeno en sí. Heródoto en la Grecia clásica ya recorrió el mundo conocido para descubrir los misterios que encerraban otros pueblos. En la Edad Media, monjes de distinta procedencia convivían en los grandes monasterios. En el Renacimiento, artistas y pensadores iban de una Corte a otra buscando mecenas y ofreciendo sus habilidades. La Revolución Industrial y el desarrollo del telégrafo y del ferrocarril dieron el espaldarazo decisivo a los procesos de transmisión de conocimientos. Es cierto, no obstante, que el acceso a esos focos culturales no siempre estuvo al alcance de todos y solo las élites estaban al tanto de lo que sucedía en otros puntos del continente.
La cultura europea es una “hidra” de mil cabezas, cuyo tronco común se asienta en una larga tradición de influencias y de contactos. En el siglo XIX, era habitual encontrar a un príncipe ruso conversando animadamente en un café de París con un compositor italiano y con un filósofo alemán sobre la última exposición de un pintor francés. Esto era y debería seguir siendo Europa. Nacionalistas y populistas están, en cambio, rescatando fronteras y prejuicios erosionando una convivencia que, con sus profundos altibajos, ha sabido iluminar a todo el planeta.
El historiador Orlando Figes nos describe magistralmente el escenario diverso y abigarrado de la Europa decimonónica en su obra Los europeos. Tres vidas y el nacimiento de la cultura cosmopolita*. Aunque adopta un estilo distinto, sigue la senda que marcaron autores como Stefan Zweig en su Legado de Europa o George Steiner en La idea de Europa.
Así explica el autor el propósito de su trabajo: “El modo en que se fue creando esta «cultura europea» es el tema de este libro. Se propone explicar cómo llegó a suceder que, en torno a 1900, en todo el continente se estuvieran leyendo los mismos libros, haciendo reproducciones de los mismos cuadros, tocando la misma música en los hogares o escuchándola en las salas de conciertos e interpretando las mismas óperas en todos los teatros más importantes de Europa. En resumen, se propone explicar cómo se estableció el canon europeo —que constituye la base de la alta cultura actual, no solo en Europa, sino en todas aquellas partes del mundo en las que hubo asentamientos europeos— durante la erra del ferrocarril. En el continente, había existido una cultura internacional entre las élites al menos desde el Renacimiento. Esta se erigía sobre la base del cristianismo, la literatura clásica, la filosofía y el estudio, y se había extendido por las cortes, academias y ciudades de Europa. Pero no fue hasta el siglo XIX que pudo desarrollarse una cultura de masas relativamente integrada en todo el continente”.
Dado el restringido círculo de intelectuales, aristócratas y artistas que conformaban la “cultura” europea del XIX, era frecuente que muchos de ellos intercambiasen correspondencia. Figes aprovecha esta circunstancia para centrar su relato en torno a tres importantes figuras de la época, hoy algo olvidadas. Son la cantante de origen español Pauline Viardot (1821-1910), su marido, Louis Viardot (1818-1883), y su amante, el escritor ruso Iván Turguénev (1800-1883). La biografía de estos tres personajes permite al historiador británico describir la vida en las grandes ciudades europeas y el círculo de artistas e intelectuales que alumbrarán el paisaje cultural de aquella centuria. Por las quinientas páginas que conforman la obra transitan nombres tan ilustres como Chopin, Flaubert, Wagner, Berlioz, Brahms, George Sand, Coubert, Dostoevsky o Zola. Con todos ellos tuvieron nuestros tres protagonistas una relación, en ocasiones muy estrecha, en otras más tangencial.
La obra no solo aborda el desarrollo de la cultura europea desde la óptica del matrimonio Viardot y de Turguénev, sino que explora una cuestión pocas veces es abordada al hablar del arte: su estrecha relación con el capitalismo y el mercado. A partir del siglo XIX, el mundo del arte empieza a ser autosuficiente, a no depender del mecenazgo o de la fortuna personal de cada autor: se desarrolla una industria cultural que permite a varios de sus integrantes llevar una vida holgada e incluso adquirir cierta riqueza. Las experiencias de los tres protagonistas sirven para darnos a conocer los entresijos de este microcosmos en el que convivían la expansión de las novelas por fascículos, el éxito de la ópera italiana, la aparición de los editores, los honorarios habituales de una cantante de éxito, las exposiciones en las galerías de arte o la generalización de los agentes comerciales, por no citar sino algunos de los fenómenos descritos en este fascinante ensayo.
De fondo, emerge una Europa en plena ebullición en la que el ferrocarril, que acorta las distancias y facilita los desplazamientos entre sus grandes urbes, representa la nueva realidad que empieza a consolidarse. Es una Europa convulsa, en plena transformación, que poco a poco olvida el Antiguo Régimen y se adapta al Estado liberal, triunfante por doquier. Las guerras entre países europeos disminuyen, aunque no desaparecen, y el principal foco de inestabilidad lo provocan las revoluciones internas, la mayoría marcadas por las protestas sociales y las nuevas ideologías. En este escenario, Turguénev y el matrimonio Viardot actúan como intermediarios culturales y promotores de escritores, artistas y músicos de todo el continente. Ellos fueron un vivo ejemplo de todo cuanto acontecía en la Europa del siglo XIX y, en esa misma medida, contribuyeron a conformar lo que hoy podemos definir como cultura europea.
Concluimos con esta reflexión de Orlando Figes que sintetiza las líneas esenciales de su trabajo: “La noción de Europa como espacio cultural —tanto un espacio compartido como un espacio de unión de los «europeos»— surgió por primera vez durante las primeras décadas del siglo XIX. Saint-Simon concebía a Europa como la portadora de una «misión civilizadora» que se definía por su espíritu secular, en el que las artes tomarían el lugar de la religión, la raza o la nación como elemento de unión de los dos pueblos del continente. Goethe creía que el crecimiento del tráfico cultural y del intercambio entre naciones formaría un tipo híbrido de cultura europea. Pero solo durante el último cuarto de siglo abrieron paso estas ideas a la noción de existencia de una sensibilidad europea o de una identidad cultural distintiva, una sensación de «europeidad» compartida por los ciudadanos de Europa, con independencia de su nacionalidad”.
Orlando Figes (Londres, 1959) es un historiador británico, nacionalizado alemán. Profesor de Historia en el Birkbeck College de la Universidad de Londres, ha publicado varias obras centradas en la historia de Rusia y ha recibido numerosos premios. Es colaborador habitual de The New York Review of Books y miembro de la Royal Society of Literature desde 2003.
*Publicado por la editorial Taurus, junio 2020. Traducción de María Serrano.