Aunque a determinadas personas no les guste, el papel jugado por el cristianismo ha sido decisivo en la modelación de la sociedad occidental. La Iglesia, para bien o para mal (aquí ya son posibles las valoraciones personales), ha guiado el discurrir del pensamiento desde que se afianzó como religión oficial del Imperio romano hasta que la Razón le arrebató la tutela de la educación y, aun así, todavía hoy ejerce un influjo considerable. Ahora bien, la doctrina de la Iglesia (entendida en sentido amplio) no siempre ha sido uniforme y ha sufrido, especialmente en sus orígenes, o bien importantes disyuntivas que la dejaron al borde de la ruptura, o bien incluso divergencias doctrinales o litúrgicas causantes de cismas que aún hoy perduran.
Las grandes disputas teológicas surgidas en el seno del cristianismo a lo largo de la historia se han resuelto, o al menos se han intentado resolver, mediante concilios. Muchas de estas «asambleas religiosas» tenían tras de sí un fuerte componente político y los debates iban más allá de las cuestiones exclusivamente teologales Es imposible comprender la Europa del siglo XVI, por ejemplo, sin conocer las conclusiones alcanzadas en Trento y cómo estas influyeron en la Contrarreforma; del mismo modo que hablar del Imperio Bizantino en los siglos VIII y IX es inimaginable sin tener en cuenta la disputa iconoclasta debatida en el Concilio de Nicea II. De ahí la importancia e interés de la obra de Norman P. Tanner, Los concilios de la Iglesia*.
El libro de Tanner es un trabajo breve (apenas supera las 120 páginas) pero muy didáctico que ayudará a entender, tanto a creyentes como a no creyentes, en qué consiste un concilio y cuáles fueron las conclusiones alcanzadas en los más importantes de la historia de la Iglesia, así como sus repercusiones. El autor, sacerdote, se centra más en las cuestiones teológicas que en el trasfondo político que los impulsó, pero él mismo reconoce que en ocasiones ambos elementos son indisociables y así queda reflejado en su obra.
En la introducción del libro Tanner, tras explicar la reciente distinción entre sínodo y concilio, busca dar respuesta a cuatro preguntas ¿Cuáles [concilios] deben considerarse ecuménicos? ¿Qué documentos deben considerarse decretos de un determinado concilio? ¿De qué autoridad goza un determinado decreto? ¿Cuáles son los textos de los decretos? Estas preguntas, en apariencias secundarias, son esenciales para analizar la repercusión y alcance de las asambleas conciliares. Una vez aclaradas, el autor pasa a describir los veintiún concilios que han configurado la actual Iglesia, divididos en tres grandes grupos: concilios ecuménicos de la Iglesia antigua (Nicea I, Constantinopla I, Éfeso, Calcedonia, Constantinopla II, Constantinopla III, Nicea II y Constantinopla IV); concilios medievales (Lateranense I a IV, Lyon I y II, Vienne, Constanza, Basilea-
Los concilios de la Iglesia antigua (los únicos a los que Tanner considera realmente ecuménicos, salvo Constantinopla IV) fueron fundamentales para fijar el dogma cristiano. Los ocho que componen este grupo tiene una serie de características comunes: el predominio de la Iglesia oriental, tanto en las personas que intervienen como en los asuntos tratados; el griego como lengua principal y el criterio de unanimidad en los decretos promulgados. Nicea I (325 d.C.) fue el primero de ellos y el que, en cierto modo, sentó las bases de los restantes. De hecho el credo o símbolo de la fe acordado en Nicea (y luego retocado en Constantinopla I en el año 381) es prácticamente el mismo que el recitado hoy. Lo que se discutía en este primer concilio era la herejía arriana (cuyas repercusiones políticas se hicieron sentir incluso en la España visigoda) que menoscaba la divinidad de Jesucristo.
Tras Nicea I se sucedieron el concilio de Constantinopla I, el de Efeso en el año 431 (que impedía modificar el credo fijado en los concilios anteriores) y el de Calcedonia (451), donde la participación de la Iglesia de occidente fue mayor y que, bajo la pesada losa de la prohibición del de Éfeso, intentó adecuar el contenido del Credo además de abordar, sobre la enseñanza de Eutiques, la relación entre la divinidad y la humanidad de Jesucristo.
Los siguientes tres concilios son, en palabras de Tanner, son «importantes, pero no tanto como los cuatro anteriores [….] Los dos primeros, Constantinopla II en el 553 y Constantinopla III en el 680-
Con Constantinopla IV se dar por concluida la primacía oriental en los concilios pues, a partir de entonces, el centro del debate se trasladará a la Europa occidental y el Papa, hasta aquel momento un actor secundario, asumirá el control sobre ellos. No es esta la única novedad pues en los concilios de la Edad Media también cambia el contenido de los decretos aprobados: si antes la mayoría recaían sobre materias doctrinales ahora lo harán sobre cuestiones disciplinares, Cambia también en ellos la lengua y los participantes (hay que recordar que el cisma entre Oriente y Occidente se había producido en 1054).
Al igual que hacía con los concilios de la Antigüedad, Tanner agrupa en dos categorías los medievales. En la primera incluye los que van desde el Lateranense I hasta Vienne, que denomina concilios papales en la medida en que «las convocatorias, la presidencia y la promulgación de los decretos fueron realizados por el papa«. En ellos las presiones políticas de uno y otro lado son evidentes: así, la ejercida por el rey francés Felipe el Hermoso sobre el papa Clemente V en Vienne o el intento de Inocencio IV de deponer al emperador Federico en Lyon I. Tanner se centra en el concilio Lateranense IV celebrado en 1215, del que analiza sucintamente los 71 decretos aprobados (sólo dos ellos sobre cuestiones doctrinales y que hacen alusión a la herejía cátara y a la disputa entre Joaquín de Fiore y Pedro Lombardo) para concluir que «cualquier intento por comprender la historia de la Iglesia occidental tiene que pasar por el estudio de este concilio«.
El segundo grupo de concilios medievales está formado por los de Constanza (1414-
Los tres concilios de la Edad Moderna se pueden resumir en estas palabras del autor: «Trento estuvo dominado por los desafíos de la Reforma protestante, y constituyó el principal punto de arranque para la respuesta católica romana conocida, normalmente, como Contrarreforma. En el Vaticano I, la infalibilidad de papa se convirtió en el asunto central. El Vaticano II fue consciente –más que cualquier otro concilio-
Norman P. Tanner, jesuita, profesor de Historia Medieval en Campion Hall de la Universidad de Oxford, y de Historia de la Iglesia en la Heythrop College de la Universidad de Londres, así como de la Universidad Gregoriana de Roma, es autor de The Church in Late Medieval Norwich, 1370-
*Publicado por la Biblioteca de Autores Cristianos, enero 2014.