Las palabras «crisis» y «banqueros» están hoy indisolublemente unidas y, puestas en común, tienen una connotación bastante negativa. Los grandes banqueros, es decir, aquellas personas a quienes se identifica con las entidades financieras más importantes (aunque éstas sean en realidad un conglomerado de accionistas, consejeros y directivos) son considerados, junto con los políticos, como responsables de la pésima situación económica que atraviesa nuestro país, motivada en gran parte por su afán de lucro. La situación no es nueva y casi cuatrocientos años atrás una crisis más profunda que la que hoy sufrimos hizo aflorar en la sociedad española el rencor hacia el banquero (o en aquella época, hacia el asentista) que, además, generalmente era extranjero. En palabras del gran Francisco de Quevedo: «[…] porque teniendo por domésticos a quienes no lo son, dejamos correr la diligencia de los que sorben desde lejos por cañones de ganso«.
Una de las primeras impresiones que ofrece la lectura del libro de la profesora y académica Carmen Sanz Ayán, Los banqueros y la crisis de la Monarquía Hispánica de 1640* (publicado por Marcial Pons Ediciones de Historia) es lo poco que, en el fondo, han variado las cuestiones económicas desde el siglo XVII hasta la actualidad. Pueden haberse perfeccionado las técnicas financieras, mejorado las comunicaciones que permiten transmitir la información de forma instantánea y quizás las transacciones se hayan vuelto mucho más complejas, pero ninguno de estos elementos impide que la esencia siga siendo la misma que en 1640. El riesgo, la posibilidad de obtener beneficios, las relaciones entre el dinero y el poder o la capacidad negociadora del Estado, criterios fundamentales a la hora de invertir y verdaderos instrumentos del desarrollo económico, han permanecido inmutables durante siglos y así queda reflejado en la obra de Carmen Sanz.
La España de 1640 era un Estado que corría un serio riego de implosionar debido a las revueltas que se producían en varios de sus reinos, alzadas en armas como estaban Cataluña y Portugal, en guerra los Países Bajos, y con disturbios en Nápoles o Sicilia (aunque con variaciones en su grado de propagación y en su virulencia). Además la monarquía tenía que hacer frente a la Francia que iniciaba su período de apogeo y a las Provincias Unidas enriquecidas por una política comercial que les había convertido en dueñas de buena parte de los océanos. Pocas veces un reino ha tenido que lidiar con tan diversos escenarios bélicos y con tan escasos recursos económicos, que seguían menguando a gran velocidad.
Si el siglo XVI había sido un período de cierta abundancia, debida a la llegada de numerosas remesas de metales preciosos procedentes de América (a pesar de que a finales de aquel siglo la situación financiera se deterioró obligando a Felipe II a suspender pagos), el reinado de Felipe IV estuvo marcado por la inestabilidad y por una profunda crisis económica. La necesidad de financiación de la monarquía para sufragar los gastos de guerra se hizo cada vez más imperiosa y hubo de acudir, como ya venía haciendo desde tiempo inmemorial, a los hombres de negocios para obtener crédito. Estos banqueros, en su gran mayoría genoveses o portugueses, fueron quienes a través de sus préstamos mantuvieron a flote la economía española durante este período pero, como financieros que eran, exigían una compensación acorde con los riesgos asumidos. La relación entre la Corona y sus prestamistas es el objeto de la excelente obra de la profesora Carmen Sanz, en la que realiza un pormenorizado –y acertado-
Los banqueros y la crisis de la Monarquía Hispánica de 1640 aborda en primer lugar el análisis del sistema fiscal y crediticio español, es decir, estudia los distintos instrumentos impositivos y cambiarios a través de los cuales la monarquía obtenía sus ingresos y que, en la mayoría de los casos, iban destinados a compensar los «asientos». Es el capítulo más «técnico» y en él se pasas revista a los recursos financieros e impositivos que sustentaban la hacienda real, como las «consignaciones» o la «media anata de los juros» y, desde el punto de vista monetario, a las criticadas alteraciones del valor de la moneda (por la utilización del vellón).
También es estudiada la influencia, mucho menor de lo que se cree, de la plata indiana en la contabilidad nacional. Carmen Sanz desvela cómo la imagen que tenemos de los galeones cargados de plata que arribaban a las costas andaluzas como fuente principal de las finanzas españolas está muy desvirtuada y no se ajusta a la realidad. Fueron las rentas castellanas (los «Millones», «Primer Uno por Ciento» o el Papel Sellado, entre otros) las que sostuvieron la hacienda pública durante este período. Sí tuvieron mayor repercusión las remesas americanas en la configuración de un mercado global que alcazaba hasta el Lejano Oeste (en especial a China).
La segunda parte del libro desbroza la evolución que sufrió el crédito durante la década iniciada en 1640. El principal rasgo fue la aparición en escena de financieros portugueses en sustitución de los genoveses, hasta entonces los mayores prestamistas de la monarquía española, pero que en aquellos años pasaron a ocupar, quizás por motivos políticos, un segundo plano. El predominio portugués tuvo su cénit en los años 1641 y 1642 cuando llegaron a representar cerca del sesenta por ciento de los asentistas del Estado. La caída en 1643 del Conde-
En los años inmediatamente anteriores a los tratados de Münster-
La tercera parte de la obra («Los protagonistas») retrata a los principales banqueros de la década de los cuarenta. Hay que matizar que el concepto «banquero», tal como hoy lo entendemos, no se ajusta exactamente a la actividad que desempeñaban estos personajes en el siglo XVII. Gran parte de los hombres de finanzas tenían negocios repartidos por todo el mundo y los préstamos a la Corona sólo constituían una parte de sus actividades. Por ejemplo, la mayoría de los portugueses tenían intereses en las Indias y solían estar involucrados en el tráfico de esclavos. En muchas ocasiones los tratos con la Hacienda castellana se producían por motivos de prestigio y reconocimiento social, más que por los beneficios directos obtenidos.
La profesora Sanz Ayán nos describe la biografía de algunos banqueros que para el lector no especializado serán completamente desconocidos (como Jorge de Paz Silveira, Duarte Fernández y los Piquinoti) pero cuya ascendencia sobre la economía española está fuera de toda duda: sólo estas tres firmas sostuvieron el cincuenta por ciento del crédito negociado en los años cuarenta. Ya hemos mencionado que los grandes prestamistas de aquel período fueron extranjeros, especialmente portugueses y genoveses (al margen de este grupo destaca el flamenco Luis Rugero Clarisse) pero sus lazos con los miembros del Consejo de Hacienda, con las Juntas o, incluso, con el propio Rey fueron muy estrechos, siendo algunos de ellos recompensados – o compensados – con títulos nobiliarios. Entre los portugueses se contaba un grupo de judíos convertidos al cristianismo, vigilados por la desconfiada mirada de la Inquisición.
La última parte del libro, muy ligada a la anterior, nos pone de manifiesto la influencia, política y social, que estos banqueros ejercieron sobre la monarquía española en todas sus vertientes. La dependencia que la hacienda pública tenía de sus préstamos hizo que fuesen tratados con suma delicadeza e incluso en cuestiones religiosas se les mantuvo al margen de las pesquisas del Tribunal de la Inquisición. Poco a poco fueron introduciéndose en los resortes de la Administración y copando puestos importantes, tanto locales como estatales, para contrarrestar la oposición de la vieja aristocracia, los corregidores y las ciudades, cuyas rentas acababan finalmente en manos de los asentistas. Destaca la autora cómo también fueron accediendo a la nobleza: la cuarta parte de los marqueses nombrados en la época eran prestamistas genoveses que habían concedido algún crédito a las arcas castellanas.
El ascenso social de este grupo de «banqueros» exigía de ellos un comportamiento digno y discreto. En una situación de extrema crisis, la opulencia y el despilfarro eran vistos como un agravio a los españoles y, por lo tanto, era preciso que guardasen las formas si querían seguir gozando de los privilegios reales. El fervor religioso y las muestras de caridad también estaban muy presentes en el comportamiento de estos hombres, especialmente de los portugueses, quienes para demostrar su fervor cristiano costearon iglesias y escuelas.
La obra es, en suma, un magnífico trabajo historiográfico que, sobre la base del profundo conocimiento de la autora respecto del período estudiado, nos acerca a los últimos años del predominio español en el mundo, al funcionamiento de la financiación de la Corona y a sus personajes más destacados, todo ello haciendo gala de un riguroso tratamiento de las fuentes documentales.
Carmen Sanz Ayán (Madrid, 1961) es licenciada con Premio Extraordinario y Doctora con Premio Extraordinario por la Universidad Complutense de Madrid. En dicha Universidad ha ejercido la docencia en el Departamento de Historia Moderna, desde 1989 como profesora titular y desde 2007 como catedrática. Ha sido finalista del Premio Nacional de Historia y Premio Ortega y Gasset de Ensayo y Humanidades. Vocal de la Fundación Española de Historia Moderna (2002-
*Publicado por Marcial Pons Ediciones de Historia, septiembre 2013.