La historia puede ser estudiada desde diversos ámbitos (político, social, cultural o económico, por citar los más habituales) e interpretada desde ópticas distintas, de modo que las conclusiones sobre un mismo hecho pueden ser diametralmente opuestas. Esta forma de trabajo es sana e invita a la reflexión y a la crítica, que a la larga favorecen la investigación. Ahora bien, por muy sesuda y rigurosa que sea la labor del historiador, difícilmente podremos estar seguros de que acontecimientos acaecidos hace cientos de años sucedieron tal como hoy creemos que ocurrió. La infinidad de motivaciones, ambiciones y factores que mueven a los hombres hacen imposible hallar las causas últimas y verdaderas de sus acciones. La labor del historiador, no obstante, ha de sobreponerse a esta difícil premisa básica y utilizar todo su tesón e inteligencia para descubrir lo que Leopold von Ranke denominaba «Wie es eigentlich gewesen» («como realmente sucedió«).
Cuando el historiador abandona esta noble tarea y se mueve por otros intereses, deja de producir una obra histórica y se adentra en el mundo de la propaganda y del partidismo. Si trata de imponer una visión de las cosas por encima de los hechos, se introduce en el ámbito de la tergiversación y de la manipulación, especialmente cuando interviene la política. En España, por desgracia, esta ha sido una práctica no poco frecuente y en los últimos años ha ido extendiéndose, protagonizada tanto por unos como por otros.
Ante este dañino fenómeno son de agradecer obras como la de sir John H. Elliot, La rebelión de los catalanes. Un estudio sobre la decadencia de España (1598-
La obra que ahora publica la editorial Siglo XXI es una reedición de la publicada en inglés cincuenta años atrás (en 1966). Como el propio autor reconoce en el prólogo a esta segunda edición, tuvo que decidir entre revisar todo el texto original (mucho se ha escrito sobre este tema desde los años sesenta) o mantenerlo como «testimonio de la época en la cual se escribió«. Elliot opta por la segunda opción por motivos de unidad y coherencia con el original y porque considera que sus argumentos se han visto poco afectados por la nueva bibliografía. Aclarado este punto, el historiador inglés se lanza a «investigar las causas de la ruptura, y explicar con la mayor objetividad posible los motivos de ambas partes, el gobierno de Felipe IV en Madrid, presidido por el conde duque de Olivares, y el Principado de Cataluña, con su preocupación por la conservación de sus antiguas constituciones y libertades«.
La imagen que Elliot utiliza para describir el Imperio español del siglo XVII queda definida en dos palabras: monarquía compuesta. Será el propio historiador inglés quien explique este término: «monarquías en las cuales el monarca gobernaba dos o más territorios adquiridos por herencia o conquista que conservaban más o menos intactas las leyes e instituciones que poseían en el momento de su adquisición«. Esta estructura estatal no era algo exclusivo de España, estaba muy extendida en la Europa de la época. Ya en los primeros capítulos de la obra vemos cómo, tras el matrimonio de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, se establecen los mecanismos de coordinación y supervisión de dos reinos hasta entonces separados.
Con Carlos V y, especialmente, con Felipe II el centro del poder se afianzó en Madrid y quedó consolidada la organización polisinodial, bien mediante los Consejos, individuales (Aragón, Portugal o Italia) o bien mediante los generales (de Estado o Hacienda). En palabras de Elliot: «A través de esta estructura doble de consejos individuales y generales fue como se reconoció instintivamente la naturaleza dual de la Monarquía: un imperio de estados independientes que prestaba obediencia al mismo soberano. Las ventajas del sistema eran obvias, pero también tenía sus inconvenientes. Mientras que el reconocimiento institucional de la identidad independiente de los distintos territorios hizo al menos tolerable, ya que no atractivo para sus habitantes, el gobierno de un monarca ausente, no contribuyó en nada a fomentar una asociación más estrecha entre las partes«. El sistema podía perpetuarse en un Estado de tamaño pequeño o mediano pero España, a medida que se incrementaban los territorios bajo su control y surgían nuevos conflictos, no podía cargar todo el peso de la Hacienda sobre la espalda castellana y tuvo que acudir a la de los otros reinos. Fue entonces cuando empezaron los problemas.
Los antiguos reinos de la Península, independientes durante siglos, tenían sus propias instituciones, tradiciones y constituciones a las que estaban muy aferrados. Aunque reconocían al monarca como propio, eran muy celosos en el respeto de sus libertades. En los capítulos «La sociedad ordenada» y «La sociedad desordenada» Elliot examina la sociedad catalana del siglo XVII, su organización y características. La Cataluña que describe es una región venida a menos. Después de un pasado glorioso cuya influencia, en el seno de la Corona de Aragón, se extendía por todo el Mediterráneo hasta llegar a Atenas, se había convertido en una provincia encerrada en sí misma, muy localista y con Barcelona como único gran referente. Económicamente había perdido su empuje y, salvo en la industria textil, exportaba muy poco. La sociedad, similar a la del resto de Europa, estaba muy jerarquizada y de ella Elliot destaca algunos rasgos peculiares: las profesiones más estimadas o con mayor ascendente eran los clérigos y los notarios (de entre sus filas saldrán los dirigentes de la rebelión); la familia y la comunidad eran los elementos básicos del pueblo; el bandolerismo era un mal endémico en la región que se acentuó en el primer tercio del siglo XVII y sus instituciones más importantes eran la Diputación y la Audiencia, regidas por unas normas y constituciones propias muy arraigadas.
Elliot afirma que «si la sociedad catalana podía fragmentarse en gran número de unidades familiares, cuando esas unidades se juntaban de nuevo formaban una comunidad nacional» y añade más adelante: «No obstante, aunque pàtria era la ciudad de origen, la palabra se usaba también para todo el Principado. A pesar de las lealtades locales, los catalanes tenían conciencia de pertenecer a una comunidad más amplia. Cataluña era su patria y era una nación; la frase la nació catalana se usaba ya en el siglo XIV«.
Este fuerte sentimiento localista o regional, acentuado por la pérdida de influencia internacional, diverge de la visión «global» del proyecto monárquico de Olivares, personalizada en la Unión de Armas (que se analiza con profundidad en el capítulo «Olivares y el futuro de España«). Elliot apunta a que estas formas opuestas de entender la política fueron una causa muy a tener en cuenta a la hora de estudiar las desavenencias entre Cataluña y Castilla. La defensa por los catalanes de sus tradiciones, además de sus intereses más inmediatos, sorprendió e indignó a los ministros en Madrid, quienes no comprendían cómo una provincia más del Imperio no era capaz de sacrificarse por su rey o podía seguir exigiendo mercedes cuando la situación de la monarquía era tan desesperada, a diferencia de lo que habían hecho Valencia y Aragón, por ejemplo. Esta reflexión aparece repetida en numerosas ocasiones en el libro y queda reflejada en diferentes fragmentos de los memoriales y cartas que en él se reproducen.
Tras analizar el sistema político catalán, el historiador inglés comienza en el capítulo cuarto («El fracaso del gobierno«) la relación de hechos. Es entonces cuando nos encontramos con la posibilidad de llevar a cabo una doble lectura de la obra. Por un lado figura la narración de los sucesos que desembocaron en la rebelión catalana del año 1640 y, por otro lado, el derrumbe del poderío español y el fracaso de la política del Conde-
Elliot sitúa el punto de partida en las Cortes celebradas en Barcelona en 1599. Felipe III, necesitado de ingresos, acudió dispuesto a ser generoso y atraerse a las ciudades y nobles catalanes. Mediante el soborno, la entrega de mercedes, la concesión del permiso para construir cuatro galeras y la confirmación de que mantendría las constituciones intactas, entre otras medidas, el monarca regresó a Madrid con un subsidio de 1.100.000 de lliures (nunca más volvería a entregarse tal cantidad de dinero). A partir de este momento el historiador inglés divide el conflicto catalán en tres fases: «Hasta 1626 el problema de Cataluña había sido el problema de toda la Corona de Aragón: el de cómo podía obtener Madrid los recursos de provincias que no estaban contribuyendo a las necesidades de la Monarquía en proporción a su supuesta capacidad. Desde 1626 hasta 1635 se había convertido en un problema independiente, que había permanecido engorrosamente sin resolver«. La tercera fase comprende desde 1635, momento en que España entra en guerra con Francia, hasta 1640 cuando comienza la rebelión.
La primera fase está marcada por el deterioro de la situación económica y la aparición y extensión del bandolerismo (que Elliot estudia con detenimiento), especialmente en los primeros quince años del siglo XVII. Durante este período los virreyes, representantes del monarca y máxima autoridad real en Cataluña, escasos de dinero e ideas no pudieron evitar el deterioro de la seguridad por lo que la región se encaminaba peligrosamente a la anarquía. Tan sólo la enérgica actuación del duque de Alburquerque pudo restaurar el orden. El método utilizado para este fin no gustó a los catalanes pues aquél hizo caso omiso de las constituciones, alegando «necesidad», y persiguió a los bandidos sin tener en cuenta jurisdicciones o leyes. A los pocos meses había logrado reducir considerablemente los delitos a costa de actuar de manera «ilegal». Como Elliot señala, el conflicto entre «legalidad» y «necesidad» será una constante ya que todo aquello que fuese dirigido a aumentar la autoridad del monarca sobre el Principado generaba problemas.
Junto al bandolerismo el otro gran problema del Principado durante esta primera fase era el nefasto estado de la Hacienda. Los virreyes contaban con escasas fuentes de ingresos y cualquier solicitud a las instituciones catalanas conducía inevitablemente al enfrentamiento. Especialmente tensas fueron las relaciones del duque de Alcalá (sucesor de Alburquerque) con la Diputación (institución que Elliot analiza en profundidad en el capítulo «La restauración del gobierno (1616-
En el punto álgido del conflicto entre el virrey y el Principado se produjo un acontecimiento que lo trastocó todo: el 31 de marzo de 1621 moría Felipe III y llegaba al trono Felipe IV. Los cambios en la Corte no se hicieron esperar y el Conde-
Las dificultades económicas del reino pospusieron el viaje de Felipe IV y la situación se volvió insostenible, hasta el punto que el Consejo de Aragón sustituyó al Duque por el obispo de Barcelona. El paso era temerario, pues se hizo antes de que el Rey jurase mantener las libertades de Cataluña lo que era anticonstitucional. Se desató un fuerte debate jurídico en el Principado que resume Elliot con estas palabras: «Revelan muy bien el dilema de una Monarquía gobernada durante más de cien años por una fórmula constitucional que había estado sometida a una tensión creciente. Si la Monarquía era realmente federal, el deber de Felipe IV era visitar sus diversos reinos y mostrar el debido respeto por sus leyes individuales. Si no lo era, entonces estaba claro que los castellanos habían decidido recrear la Monarquía a su propia imagen, y romper con el pasado«. Tras arduas negociaciones (y numerosas concesiones) que anticipaban los graves problemas de los próximos años, el 12 de abril de 1623 juraba su cargo de virrey el obispo de Barcelona.
La segunda fase comienza con la convocatoria de las Cortes en 1626, cuyo proceso de constitución, organización y sistema de votación es descrito con detalle por el historiador inglés. Las Cortes concluyeron con la marcha del rey sin lograr un acuerdo, a pesar de la actividad frenética y los intentos por cerrar un compromiso. Tres fueron los puntos de discordia que provocaron el fracaso de las negociaciones: los quints, la Observança y los poderes de la Inquisición. Una vez más el dinero y las tradiciones legales representaban un obstáculo insalvable y poco a poco las relaciones entre el Principado y la Corte se iban envenenando: los catalanes recelaban de las intenciones de Olivares y temían por sus libertades, mientras que en Madrid la posición «egoísta» de aquéllos tan sólo producía indignación.
Aunque el fracaso de las Cortes no tuvo mayor repercusión en ese momento, la situación en los años siguientes fue enturbiándose: la necesidad de conseguir ingresos para la Guerra de Mantua, los conflictos por la elección de no catalanes en cargos eclesiásticos del Principado o el intento de reformar la abadía de Ripoll son sólo algunos ejemplos de los choques que conducían al distanciamiento. Elliot dibuja en estos capítulos un escenario complejo en el que los intereses particulares se mezclan con los colectivos y la desconfianza rige todo intento de acercar posiciones.
Durante estos años el Conde-
La guerra con Francia en 1635 (inicio de la tercera fase) va a dar un vuelco radical a la cuestión catalana. Al ser frontera con el enemigo galo y posible campo de batalla las circunstancias variaban y la contribución de los catalanes a su defensa debía ser generosa, o al menos eso pensaba Olivares. Los sucesos mostraron, nuevamente, lo equivocado de sus planes y lo lejos que estaba de comprender la mentalidad de los hombres que dirigían el Principado.
El desastre del sitio de la fortaleza francesa de Leucata, las dificultades puestas por los representantes catalanes para proveer de hombres al ejército o el auge del contrabando hicieron que las posiciones fuesen ya irreconciliables. Cualquier acto de buena voluntad era visto por ambas partes con suspicacia. Como afirma Elliot, «Los catalanes no hicieron nada en el momento de la crisis en parte porque se hallaban molestos por el tratamiento de que eran objeto por parte de la corte y en parte porque estaban inclinados temperamentalmente a hacer las cosas a su aire, sin recibir órdenes de otros, pero también estaban profundamente desinteresados en lo que ocurría más allá de sus propias fronteras«.
La tensión era tan evidente que en cualquier momento podía estallar la violencia. La presencia del ejército español en el Principado fue el desencadenante de la rebelión. Las órdenes para alojar a los soldados no gustaron a los catalanes, hostiles ya de por sí a todo lo extranjero. La rebelión comenzó en dos pequeñas localidades de la región occidental de Gerona, Santa Coloma de Farners y San Feliú de Pallarols, que se negaron a sostener al ejército. La violencia se fue extendiendo por toda Cataluña sin que nada pudieran hacer las tropas reales, desprevenidas ante una masa furiosa que ya nada tenía que perder. El punto de inflexión llegó con la entrada de los segadors en Barcelona y el asesinato del virrey Santa Coloma. La rebelión era un hecho.
Elliot distingue dos etapas en este proceso: «[…] la revolución catalana de 1640 no fue en realidad una revolución, sino dos. La primera fue la revolución social, espontánea, impremeditada, de los pobres contra los ricos, de los desposeídos contra los poderosos: el resultado de todos aquellos descontentos que habían atormentado al Principado durante tantas décadas. La segunda fue la revolución política contra el dominio castellano: el resultado del prolongado conflicto de intereses entre el Principado de Cataluña y la corte de España, cuyo remotos orígenes pueden buscarse en el siglo XVI, pero que se había ido acentuado año tras año desde la muerte de Felipe II. Los caudillos de la primera revolución eran anónimos; los dirigentes de la segunda eran los diputats«.
Los últimos capítulos de la obra narran el desarrollo de la revuelta, el acercamiento del Principado a Francia (acabó por proclamar fidelidad a Luis XIII), la caída de Olivares tras el fracaso de su política y el levantamiento portugués que acabó por dar la estocada final a la monarquía española. Aunque el Imperio sobrevivió varías décadas más y logró conservar gran parte de los territorios a pesar de la delicada situación que atravesaba, su posición hegemónica en Europa ya no volvió a ser la misma.
La rebelión de los catalanes no fue, ni mucho menos, el producto de un simple acontecimiento aislado. Fue más bien, el resultado de una serie de choques súbitos aplicados a un organismo que ya estaba siendo presionado y casi a punto de romperse por fallos estructurales que venían de antiguo. Era una crisis de potencial humano y de dinero, de dirección política y militar o, por decirlo en los términos de Elliot, «[…] una crisis de organización económica y de estructura constitucional, prevista desde hacía tiempo, y ahora, de repente, hecha tangible«.
Concluimos reproduciendo la reflexión que recoge el historiador inglés en el prólogo de esta edición «Ahora bien, un libro de historia no es una guía para el futuro. Como mucho puede identificar y analizar los logros y los fallos de previas generaciones, y señalar los nuevos senderos que por una u otra razón no fueron tomados. El pasado, bien estudiado, es capaz de iluminar el presente, como igualmente, el presente, al dirigir la atención a aspectos de la historia que tal vez habían sido pasados por alto, es capaz de iluminar el pasado. Sin embargo, esto no da ninguna licencia a los historiadores para imponer la agenda de su propia época sobre la del pasado, ni para suponer que previas generaciones compartían sus ideas y veían el mundo de la misma manera que ellos«.
Sir John H. Elliot (Reading, Reino Unido, 1930) es catedrático emérito de Historia Moderna en la Universidad de Oxford. Educado en el Eton College, doctor en Historia por la Universidad de Cambridge, fue durante 17 años profesor en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton. Está considerado como uno de los más importantes hispanistas del mundo, especialista fundamentalmente en los siglos XVI y XVII de la Historia de España, especialmente en la figura de los validos y, más concretamente, del Conde Duque de Olivares, y en la historia comparada de la colonización española y británica en América. Es autor, entre otros muchos libros, de La España Imperial, 1469-
*Publicado por la editorial Siglo XXI, febrero 2014.