Puede sonar a perogrullada, pero para que hubiera una Segunda República española (que todo el mundo conoce y a la que se alude constantemente) hubo de haber antes una Primera. Resulta algo obvio, pero ¿sabrían situarla en el tiempo? ¿o explicar cómo se proclamó? ¿o nombrar alguno de sus presidentes? Probablemente no les resulte fácil recordar los sucesos más destacados que acaecieron en aquel período, al menos en comparación con los del segundo proyecto republicano.
Sorprende la escasa resonancia que tuvo el primer experimento no monárquico de la España moderna. Es un hito que pocos conocen (tampoco hay muchos historiadores que se hayan ocupado de él) y al que no se le ha dado gran importancia. Quizá esta indiferencia se deba a la desastrosa trayectoria que tuvo, pues, en apenas un año, la Primera República resquebrajó al país y lo arrastró a una espiral federalista con pronunciamientos tan hilarantes como este: “La nación jumillana desea vivir en paz con todas las naciones vecinas y, sobre todo, con la nación murciana, su vecina; pero si la nación murciana se atreve a desconocer su autonomía y a traspasar sus fronteras, Jumilla se defenderá, como los héroes del Dos de Mayo, y triunfará en la demanda, resuelta completamente a llegar en sus justísimos desquites, hasta Murcia, y a no dejar en Murcia piedra sobre piedra”.
Podrán creer que esta cita es una invención, pero nada más lejos de la realidad. El texto corresponde a la declaración de independencia proclamada por el cantón de Jumilla en 1873. Tras la caída de Amadeo de Saboya y el establecimiento del sistema republicano, afloró el debate sobre la instauración de una República Federal española, que trajo consigo la aparición del “movimiento cantonalista”, especialmente en el sur y en el levante español. Se proclamaron pequeñas pseudo-repúblicas como las de Sevilla, Córdoba, Castellón o Cartagena. En la efímera existencia de la I República, durante la que se sucedieron cuatro gobiernos distintos, las disputas sobre el modelo federal desembocaron en el caos y en la imposibilidad material de articular y gobernar el país. No faltaron espectáculos tan esperpénticos como las declaraciones de independencia de algunos pueblos o la toma del cantón de Cartagena, magistralmente narrada por Ramón Sender en “Mr. Witt en el Cantón”.
El profesor Francisco Martí Gilabert nos acerca a los sucesos más importantes de este período en un pequeño, pero muy interesante y divulgativo, trabajo titulado La Primera República española (1873-1874)*. Como el propio autor explica, “En este libro nos hemos propuesto ver la rápida trayectoria de la Primera República española de 1873 a 1874. La visión estrecha, partidista, personalista… impidió que cuajara en el país un régimen que la revolución de 1868 había presentado como posible”. En tan solo ciento cincuenta páginas, analiza a los principales protagonistas de la República, las políticas adoptadas por los distintos gobiernos, los conflictos que emergieron, los errores y aciertos de un régimen que contaba con ilustres personajes pero que carecía de un sólido apoyo social y, por supuesto, su abrupto final.
La proclamación de la República vino auspiciada por una concatenación de hechos que desembocaron en un sistema político extraño para un país cuya base social era poco partidaria de él. El descrédito de Isabel II y las corruptelas de la Corte provocaron la revolución de 1868 y la caída de la monarquía isabelina. Tras un gobierno provisional de tres años, a cuya cabeza se situó el general Serrano, se buscó un monarca para un trono vacío. El elegido, tras varios titubeos, fue Amadeo de Saboya, quien tuvo la mala suerte de que su principal valedor, el general Prim, fuese asesinado unos días antes de su llegada.
Amadeo de Saboya tenía en Madrid tenía pocos amigos y, a pesar de sus buenas intenciones, abdicó a los dos años. En su carta de su renuncia pronunció estas famosas palabras: “Dos años largos ha que ciño la Corona de España, y la España vive en constante lucha, viendo cada día más lejana la era de paz y de ventura que tan ardientemente anhelo. Si fuesen extranjeros los enemigos de su dicha, entonces, al frente de estos soldados tan valientes como sufridos, sería el primero en combatirlos; pero todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra, agravan y perpetúan los males de la Nación son españoles, todos invocan el dulce nombre de la Patria, todos pelean y se agitan por su bien, y entre el fragor del combate, entre el confuso y atronador y contradictorio clamor de los partidos, entre tantas y tan opuestas manifestaciones de la opinión pública, es imposible atinar cuál es la verdadera, y más imposible todavía hallar el remedio para tamaños males”.
Tras la abdicación del monarca, la República parecía, en cierto modo, inevitable. Como afirma Martí Gilabert, “La República fue en realidad la consumación del proceso revolucionario de 1868. Derribada la monarquía de Isabel II, y fracasada la extranjera monarquía saboyana, el paso lógico era el régimen republicano”. El principal problema del nuevo régimen vino de la propia sociedad, que no estaba preparada para un cambio de tal envergadura. A diferencia de la Segunda República, que se gestó a fuego lento, en esta ocasión todo se precipitó. Nuestro autor recoge varias citas de historiadores (García Escudero afirma que era “una república sin republicanos” y Comellas la califica de “una República en la que los republicanos se encontraban en minoría”) y de personajes contemporáneos que sostienen esta posición. Para Castelar, por ejemplo, “nadie trae la República; la traen todas las circunstancias”.
Que la existencia de la Primera República fuese efímera no significa que durante su corta vida no ocurrieran cosas importantes. Todo lo contrario. Fue un año vibrante, en el que se sucedieron hasta cuatro presidentes, cada uno de los cuales es estudiado por Francisco Martí. Si lidiar con un Parlamento hostil y fragmentado, con una oposición implacable y con visiones personalistas que se anteponían al interés general no fuese ya de por sí complicado, el gobierno republicano hubo de hacer frente a una tercera guerra carlista, al discurrir violento de la insurrección cantonal y a un levantamiento independentista en Cuba. Todos estos hechos son analizados, con mayor o menor detalle, en la obra. La imposibilidad de afrontar tales retos sin una autoridad, ni una fuerza considerable detrás, hizo que en España reinase el caos, obligando al Ejército a tomar la drástica decisión de dar un golpe de Estado y restaurar la monarquía bajo la figura de Alfonso XII.
Francisco Martí Gilabert fue doctor en Ciencias Históricas y dirigió su investigación hacia el mundo contemporáneo. Estudió también las relaciones entre la Iglesia y el Estado, de las que llegó a ser un especialista reconocido. Entre sus publicaciones, cabe citar El motín de Aranjuez; Política religiosa de la Segunda República Española; Amadeo de Saboya y la política religiosa, y Carlos III y la política religiosa.
*Segunda edición publicada por la editorial Rialp, mayo 2017.