BARLIN - LA EUROPA NEGRA

La Europa negra
Mark Mazower

En 1998 publicó Mark Mazower Dark continent: Europe’s Twentieth Century*, la obra que se reedita ahora en España, de manos de la Editorial Barlin Libros, bajo el título La Europa negra. Quizás el matiz de la traducción no sea inocente cuando su editor ha preferido destacar la negrura (blackness) frente a la oscuridad (darkness) de la historia europea que contiene la versión original.

En un trabajo como este, que pretende abarcar en poco más de quinientas páginas el siglo más trágico de la historia europea, inevitablemente unos y otros encontrarán vacíos, explicaciones insuficientes y olvidos. Sin embargo, su autor no pretende alcanzar la exhaustividad, sino ofrecernos, a la par que el relato sintético de los sucesivos períodos, una propuesta de explicación sobre sus causas.

Desde su prólogo, el libro desvela lo que será el eje del siglo XX en Europa: la aspiración de las tres ideologías predominantes (“un comunismo universal, una democracia global o un Reich milenario”) a presentarse como un final de la Historia. Frente a esa pretensión, Mazower apela a “un tipo diferente de historia, menos útil como instrumento político pero que nos acerque más a las realidades pasadas”. Descarta todo determinismo y cree que los triunfos se obtuvieron, en cada caso, por muy escaso margen y gracias a giros inesperados, sin que hubiera “victorias y avances inevitables”.

Una constante de la obra de Mazower es huir de las simplificaciones y de los cómodos sesgos retrospectivos que encubren, en realidad, intentos auto-reconfortantes de mirar hacia otro lado. Valga esta acerada afirmación del autor: “No cabe explicar las heridas del continente como obra de unos cuantos locos y no se encontrarán sus traumas en la condición mental de Hitler o de Stalin. Quiérase o no, tanto el fascismo como el comunismo supusieron auténticos esfuerzos por abordar los problemas de la política de masas, de la industrialización y del orden social. La democracia liberal no siempre dispuso de todas las respuestas.”

Mazower subraya que el reto más serio planteado a la democracia liberal en el siglo XX fue el III Reich. Disiente de la historiografía marxista (en concreto, de las tesis de Hobsbawm) que restan importancia al fascismo para centrarse en lo que consideran lucha fundamental entre el capitalismo y el comunismo. Si ha optado por no seguir este camino, es, entre otras razones, porque, afirma, las diferencias entre valores e ideologías han de ser tomadas en serio y no simplemente como rastros de intereses clasistas. En otras palabras, “el fascismo era algo más que otra forma de capitalismo”.

En el trasfondo de sus reflexiones, Mazower no oculta su agnosticismo respecto del logro de la unidad europea y critica el persistente hábito de reducir su historia ignorando la mitad del continente, como si el resto fueran bárbaros. La descripción de la reciente guerra de Bosnia, por ejemplo, como un conflicto casi propio del Tercer Mundo, “antes de aceptar que la propia Europa contemporánea pudiera estar contaminada”, es una muestra más de que “ni siquiera la lista de crímenes del siglo XX ha menguado la capacidad de los europeos para engañarse a sí mismos”.

El libro se divide en once capítulos, que combinan el (predominante) enfoque cronológico general con la atención particularizada a ciertas cuestiones temáticas. Entre estas últimas destacan, por ejemplo, el conflicto de las minorías en los períodos posteriores a Versalles, con el intento de solucionarlo mediante la Sociedad de Naciones, o las implicaciones de las políticas demográficas, cuando no eugenésicas, en los años treinta.

El contenido de los ocho primeros capítulos justifica sobradamente el calificativo (dark) que el autor atribuye a la situación europea de la primera mitad del siglo XX. El inicio de este, como tantas veces se ha dicho, puede, en realidad, cifrarse en 1914 y su fin en 1989: de ahí el acierto del subtítulo que incorpora la edición española: Desde la Gran Guerra hasta la caída del comunismo.

El primer capítulo (“El Templo abandonado: auge y caída de la democracia”) se abre con dos citas, de Kelsen y de Nitti, datadas en 1932 y 1927, que reflejaban el descrédito de los sistemas parlamentarios, pocos años después de que el Congreso de París entronizase la democracia parlamentaria, una vez concluida la Gran Guerra y desaparecidos los imperios autocráticos (Rusia, Austria-Hungría, la Alemania de los Hohenzollern y el imperio otomano).

Para Mazower, “aunque nos guste pensar que la victoria de la democracia en la Guerra Fría denota sus profundas raíces en el suelo europeo, la Historia nos dice algo distinto. Triunfante en 1918, quedó virtualmente extinguida veinte años después”. Esta es la premisa de la que parte su análisis, con el que muestra cómo el predominio del liberalismo de Versalles muy pronto fue desafiado por “los dos extremos gemelos del comunismo y el fascismo”.

En el segundo capítulo (“Imperios, naciones y minorías”) el autor trata sobre el triunfo de los nacionalismos en Europa, una vez que los antiguos imperios continentales desaparecieron. Aquel triunfo, afirma, “trajo consigo derramamiento de sangre, luchas y guerras civiles, puesto que la difusión del estado-nación en el centón étnico de Europa oriental significó también el auge de la minoría como problema político contemporáneo”. La disolución de los grandes imperios vino propiciada por las miopes políticas de fomentar el nacionalismo como forma de lucha bélica contra el adversario: Londres y París estimularon los alzamientos contra el régimen otomano; rusos y alemanes rivalizaron en hacer promesas de independencia a los polacos; Berlín ayudó a los ucranianos con el mismo objetivo, mientras que la Entente convocó un congreso antiHabsburgo a favor de las “nacionalidades oprimidas” (checos, croatas, eslovenos y polacos).

Después de la Gran Guerra, “la variante liberal” que se abrió paso en Versalles hubo de reconciliar el fomento de la autodeterminación, como instrumento de debilitar al enemigo, con la obvia necesidad de estabilidad regional en Europa. Se puso así sobre el tapete la cuestión de las minorías, a quienes se reconocían derechos en el orden jurídico internacional. Si su relevancia como problema clave de la época nos parece, ahora, desmedida, quizás sea porque los violentos métodos de acabar con él (deportaciones masivas, genocidios en algunos casos) lo han eclipsado.

Ese reconocimiento jurídico-internacional de las minorías transfronterizas estaría abocado, sin embargo, a provocar nuevas chispas, pese al intento de confiar su solución a la Sociedad de Naciones, que se revelaría finalmente fallido. Como recuerdo de este fracaso, Mazower transcribe la amarga intervención del ministro español de asuntos exteriores, en 1938, en la que acusaba a la Asamblea de la Sociedad de Naciones de “haber seguido la extraña teoría conforme a la cual el método mejor de servir a este organismo consistía en apartar de su competencia todas las cuestiones relativas a la paz y a la aplicación de su Constitución”.

El capítulo tercero es uno de los que adoptan un enfoque sectorial. Bajo la rúbrica “Cuerpos sanos, Cuerpos enfermos”), en él se abordan cuestiones que hoy también nos parecen superadas, pero que en los años treinta del siglo pasado eran objeto de apasionados debates y, por desgracia, de aterradoras consecuencias prácticas. Sobre el trasfondo de las ideas racistas, mucho más desarrolladas entonces de lo que podría pensarse, los programas de esterilización forzada y de eugenesia (“las sociedades consagradas a la promoción de la eugenesia o a su prima alemana, la higiene racial, se extendieron desde la Europa occidental y Escandinavia a España y a la Unión soviética”) iban ganando terreno.

Los capítulos cuarto (“La crisis del capitalismo”) y quinto (“El Nuevo Orden de Hitler, 1938-1945”) afrontan los años decisivos, en los que se anuncia la inminente deflagración o se produce ya el estallido. A los años de relativa prosperidad (a mediados de la década de los 20), en los que se consiguió una estabilización monetaria y una cierta recuperación económica, siguió la crisis posterior al hundimiento de 1929, caldo de cultivo de lo que vendría a continuación.

La comparación entre la situación de una parte y otra de Europa lleva a Mazower a subrayar los logros económicos de la Unión Soviética (este es el primer epígrafe del capítulo IV), que, no obstante “los aspectos más horribles y brutales del estalinismo”, fruto de su terror y de su represión, contrastaban con los del resto de Europa “en una época en la que el capitalismo parecía estar suicidándose.”

Hitler se impuso hacia el final de los años treinta “cuando muchos europeos estaban dispuestos a dejar atrás el orden liberal y democrático creado en 1918 […] en pro de un futuro más autoritario”. La tesis de Mazower es que, si aquellos europeos no aceptaron el trueque, fue por obra de la realidad brutal del imperialismo nazi, la reintroducción de la esclavitud en Europa y el rechazo de todas las aspiraciones nacionales que no fueran las germanas. A su juicio, la opinión generalizada en Europa sobre el rechazo a la herencia de Versalles, e incluso sobre una reconstrucción autoritaria del continente bajo la dirección germana (una Grossraumwirtschaf cuyo centro fuera Alemania), se extendía mucho más allá de los extremistas favorables a los nazis o a los fascistas.

En los capítulos sexto (“Proyectos para la Edad de oro”) y séptimo (“Una paz brutal”) se desarrollan, respectivamente, los componentes positivos y negativos de la postguerra. A partir de 1945 se reaviva la democracia, a la par que la intervención estatal sienta las bases del futuro Estado de bienestar (Beveridge). Se desarrolla la noción de derechos humanos, pues la guerra se había producido precisamente frente a “una potencia cuya esencia misma radicaba en la negación de los derechos del hombre frente a la omnipotencia del Estado” (Leuterpach). El Estado-nación admite desde entonces ciertos límites a su soberanía, con proyectos de unidad más o menos federalizantes en el diseño original de instituciones supranacionales.

Mazower subraya que, pese a las advertencias tempranas de Hayek (su Camino de servidumbre aparece en 1944), “se adoptó por doquier, con una resistencia sorprendentemente reducida, el principio de intervención del Estado, bien en una economía mixta como en Europa occidental o en una economía planificada y controlada como en Europa oriental”.

Estos éxitos, sobre los que aún descansan las sociedades europeas, tuvieron su reverso en los horrores de la postguerra. Los desplazamientos forzosos de poblaciones enteras, expulsadas, obligadas a huir o reasentadas a la fuerza, fueron impresionantes. Representaron, por ejemplo, la eliminación virtual de muchas minorías en Europa oriental, entre 1944 y 1948 (“del 32% al 3% de la población de Polonia, del 33 % al 15% en Checoeslovaquia y del 28% al 12% en Rumanía”), por no hablar de las repúblicas soviéticas. Solo en Europa oriental ascendieron a 46 millones, a juicio del autor, mientras que “entre los años 1939 y 1948 fueron muertas o desplazadas en Europa alrededor de 90 millones de personas”.

Esa misma paz brutal, por usar la expresión de Mazower, se mostraría en las políticas de ocupación, desde 1943 a 1945, en la división de Alemania y en la Guerra Fría que, paradójicamente, aportó “estabilidad a un continente exhausto y garantizó que la insurrección de la vida política tuviera lugar en los términos establecidos por el equilibrio internacional del poder.”

El capítulo octavo, bajo el título “Constitución de la democracia popular”, pasa revista a lo sucedido en Europa Oriental (“el infortunado laboratorio de los tres experimentos ideológicos del siglo”). El desplome del liberalismo y la derrota del nazismo abrieron la vía a que Stalin realizase una tercera tentativa, “cuyas consecuencias –las democracias populares- se revelarían más duraderas que cualquier de sus predecesoras”. En los epígrafes de esta parte del libro se examinan el establecimiento del sistema de control político, la implantación del estalinismo y la ulterior reforma del comunismo, que culminaría con la “nueva sociedad” y los intentos, frustrados, de ciertos países (Hungría, Checoeslovaquia, Polonia) por cambiar el sistema.

Los tres últimos capítulos (“La transformación de la democracia: Europa occidental 1950-1975”; “La crisis del contrato social”; “Tiburones y delfines: el ocaso del comunismo”) corresponden a períodos históricos relativamente próximos, respecto de los que quizás no nos hayamos distanciado lo suficiente para obtener una visión ecuánime.

Al analizar, por ejemplo, la situación a partir de los años setenta, Mazower pasa revista a la crisis de la inflación, al experimento thatcherista, a la pérdida de influencia de la izquierda y de las organizaciones sindicales, a los fenómenos migratorios, a la globalización y a la crisis del Estado nación. Sus reflexiones, en no pocos casos pertinentes, inevitablemente se acercan a una exposición sociológica más que propiamente histórica.

Cuando analiza el colapso del comunismo en la Unión Soviética y en los países del Este de Europa sometidos a su poder, el relato gana interés y en algunos pasajes (por ejemplo, las experiencias polacas y checoeslovacas) se hace particularmente atractivo. Pero su versión de las causas de aquel desplome (“la caída del comunismo apenas ha comenzado a despertar el interés de los historiadores; este capítulo [XI] sirve sencillamente para esbozar algunas maneras de entender tal acto final del drama ideológico de Europa”) seguramente no será compartida por todos. Algunas de sus percepciones conllevan, además, una queja recurrente de quienes esperaban algo más de las grandes potencias europeas antes de la caída del Muro: “Los Gobiernos occidentales y en general la opinión pública de sus países nunca desafiaron seriamente la dominación comunista de la región”.

La obra concluye con un breve epílogo (“La construcción de Europa”) que mezcla el escepticismo del autor con algunos tintes de preocupación y una llamada al realismo en cuanto a la posición de Europa en el mundo, más modesta de lo que quisiéramos.

Mark Mazower (1958) es un historiador especializado en la Grecia moderna, la Europa del siglo XX y la historia internacional. Estudió lenguas clásicas y filosofía en Oxford, en cuya universidad obtuvo un doctorado en historia moderna. Entre sus libros se incluyen Inside Hitler’s Greece: The Experience of Occupation, 1941-44 (Yale UP, 1993); The Balkans (Weidenfeld and Nicolson, 2000); After the War was Over: Reconstructing the Family, Nation and State in Greece, 1943-1960 (Princeton UP, 2000). Por su obra Salonica City of Ghosts: Christians, Muslims and Jews, 1430-1950 (HarperCollins, 2004) recibió el Duff Cooper Prize y por Hitler’s Empire: Nazi Rule in Occupied Europe (Allen Lane, 2008), el LA Times Book Prize for History. Su último trabajo es Governing the World: the History of an Idea (Penguin: London and New York, 2012). Actualmente dirige el Centro Heyman para las Humanidades, de la Universidad de Columbia. Sus artículos y reseñas sobre historia y actualidad aparecen regularmente en The Financial Times, The Guardian, The London Review of Books, The Nation y The New Republic.

*Publicado por Barlin Libros, febrero 2017. Traducción a cargo de Guillermo Solana.