UNIVERSIDAD VALLADOLID - EMBAJADA ROMA - BARRIO

La embajada de España en Roma durante el reinado de Carlos II (1665-1700)
Maximiliano Barrio Gozalo

Se equivocaría quien pensara que una monografía sobre las vicisitudes de la embajada española en Roma a lo largo de los últimos treinta años del siglo XVII no tiene hoy demasiado interés, salvo para diplomáticos o para medios muy especializados. El trabajo histórico que lleva a cabo el profesor Barrio Gozalo en su libro La embajada de España en Roma durante el reinado de Carlos II (1665-1700)* demuestra justamente lo contrario.

El libro de Maximiliano Barrio Gozalo constituye un estudio riguroso, anclado en sólidas bases documentales, que nos permite –desde la atalaya romana- comprender mejor los años finales de la dinastía Habsburgo en España, paralelos al correlativo ascenso de la Francia regida por los Borbones. Será un Borbón quien tras la guerra europea que, en realidad, supuso la disputa por el trono español vacante en 1700, acabará por acceder a él e inaugurar una nueva época de nuestra historia, y de la historia de Europa en el siglo XVIII.

La obra de Barrio Gozalo es, en efecto, un análisis de las relaciones diplomáticas entre España y Roma (lo que entonces equivale a decir entre España y el Papado) tomando como punto de partida la actividad de nuestra embajada en la capital pontificia. La parte más significativa del libro se refiere precisamente a la figura del embajador y a las circunstancias bajo las cuales tuvieron que actuar cada uno de los cinco nobles que desempeñaron esta importante función de las relaciones exteriores españolas en los finales del siglo XVII.

SAN PEDRO VATICANO ROMAEn el capítulo más destacado del libro se trata tanto de los aspectos que podríamos calificar de «accesorios» (el palacio de la embajada, la familia del embajador, los ingresos y gastos, el ceremonial, las celebraciones y fiestas) como de los esenciales, los que atañen a las funciones –más bien obligaciones- asignadas a su cargo en defensa de los intereses de la Corona y de lo que propiamente era una modalidad de «regalismo español». Las páginas del libro que dan buena cuenta pormenorizada de aquellas obligaciones y de las «advertencias para el buen gobierno» que los embajadores recibían al comienzo de su ministerio son capitales para la comprensión del delicado equilibrio de relaciones, a la vez espirituales y temporales, entre ambas cortes, como correspondía a la doble vertiente del pontífice romano.

De entre sus obligaciones el autor del libro destaca cómo el embajador del rey católico debía «tratar de descubrir y conocer las acciones e intenciones del papa y de los príncipes soberanos de Italia y fuera de ella«. Era esta la función primordial de todo representante diplomático acreditado en Roma, tanto más relevante cuanto que el papado tendía ya, en aquel período, a inclinarse más hacia los intereses franceses que hacia los españoles, mostrando una neutralidad sólo aparente en los conflictos que enfrentaban a Su Majestad Católica con Su Majestad Cristianísima. El declinar de la monarquía hispana al final del XVII producía la consecuencia que Saavedra Fajardo enunciaba, y que Barrio Gonzalo cita: «más se han de temer las potencias que empiezan a crecer que las ya crecidas, porque es natural en éstas su declinación y en aquéllas su aumento«.

Junto a su función capital el embajador español en Roma debía gestionar también la concesión de determinadas gracias (entre ellas las inmemoriales de la cruzada, el subsidio de galeras y el excusado) por parte de la Sede Apostólica. Estaba asimismo encargado de vigilar la provisión por el Papa de los obispados en los territorios italianos de la Corona (Milán, Nápoles, Sicilia) sobre los que el rey no tenía derecho de presentación. Debía igualmente «conservar y aumentar la facción y los afectos al servicio del rey«, esto es procurar con todos los medios –y entre ellos, obviamente, las pensiones que se daban a «los cardenales del partido español»- que quienes no eran sus vasallos naturales llegasen a defender los intereses españoles.

En último lugar, pero con prioridad sobre el resto de obligaciones, tenía que actuar en sede vacante de modo que la elección de nuevo pontífice recayese en un cardenal afecto: «nada importaba tanto como el acierto en la elección de Papa para […] los intereses del rey católico» (cita de un legajo de 1716). El relato, por ejemplo, de cómo el Marqués de Astorga da cuenta de su actuación a la muerte de Alejandro VII (mayo de 1667) y la ulterior exaltación al solio pontificio de Clemente IX (muerto en 1669) y Clemente X no tiene desperdicio. Téngase en cuenta, por lo demás, que subsistía por entonces el derecho de «exclusiva» en cuya virtud el Rey de España, junto con el de Francia y el Emperador, podían excluir de la elección al cardenal que, entre los candidatos, fuera contrario a sus respectivos intereses, derecho de veto del que no podían obviamente abusar.

INOCENCIO XIILas otras tres partes del libro estudian, con el mismo rigor y detenimiento, sendas cuestiones aparentemente menores pero que constituían focos permanentes de tensión en el trabajo de los embajadores españoles en Roma durante la época objeto de análisis. La primera se refiere a la extensión territorial («el barrio de la embajada«) de la zona que gozaba de la inviolabilidad característica de los recintos diplomáticos, objeto constante de conflictos con el Papa en cuanto soberano de Roma.

Un capítulo específico atañe a la «agencia de preces«, esto es, al oficio de «agente, procurador, y solicitador en la Corte de Roma» que, dentro de la embajada, tenía por cometido gestionar ante los diferentes dicasterios de la Sede Apostólica –la descripción de cuyo afán recaudatorio es inmisericorde- la concesión de las gracias, empleos, dispensas y beneficios eclesiásticos.

Un último capítulo, en fin, narra la historia de las dos «iglesias nacionales«, la de Santiago (para los castellanos) y la de Montserrat (para los aragoneses) que, junto con sus respectivos hospitales, habían sido creadas a fin de dar cobijo a los españoles que visitaban Roma, y generosamente dotadas desde hacía siglos. Las disputas a tres bandas entre sus órganos de gobierno propios, la embajada y la Santa Sede son examinadas con detalle y en ocasiones el relato pone a la luz hechos cuando menos «curiosos»: por ejemplo, con motivo de los sucesos de Cataluña, en 1642, se sucedieron las disputas entre los congregantes de la iglesia de Montserrat integrados en la Corona de Aragón (aragoneses, mallorquines, sardos y valencianos y catalanes), sobre la posición de éstos últimos quienes, entre otras cosas, preferían que fuese el embajador francés y no el español quien asistiera a sus funciones, considerándose súbditos del rey de Francia y no del de España.

La obra de Maximiliano Barrios Gozalo reúne, pues, los ingredientes precisos para iluminar partes de nuestra historia que no habían sido suficientemente tratadas y contribuye, como antes exponíamos, un serio trabajo monográfico que trasciende al estudio, por sí mismo valioso, de una de nuestras más relevantes instituciones diplomáticas.

Maximiliano Barrio Gozalo es profesor de Historia Moderna en la Universidad de Valladolid y autor de varias monografías sobre las instituciones eclesiásticas españolas durante el Antiguo Régimen.

*Publicado por Ediciones Universidad de Valladolid, noviembre 2013.