España no ha sido zarandeada a lo largo de su historia por una revolución semejante a las ocurridas en Francia o en Rusia. No obstante, ha visto cómo sucesos singulares, generalmente asociados a la intervención de un protagonista ajeno al país, sacudían los cimientos de sus estructuras políticas, económicas o sociales. Así sucedió con Carlos I o con Felipe V cuyos gobiernos convulsionaron el orden establecido y modificaron radicalmente la pauta seguida por las instituciones hasta su llegada.
No hay duda, o así lo creemos, de que el fenómeno más importante de nuestra historia contemporánea, hasta la Guerra Civil, fue la Guerra de Independencia cuyas consecuencias resultaron trascendentales. Los debates constitucionales llevados a cabo en la isla de León fueron, en cierto modo, nuestra “pequeña Revolución”. Si bien es incuestionable que no tuvieron el calado y el hondo impacto internacional de la Revolución Francesa, marcan el punto de inicio (del que ya no hubo vuelta atrás) de una nueva etapa en nuestra historia, período en el que predominará el ideario liberal y se romperá definitivamente con el Antiguo Régimen. Por supuesto, el tránsito no fue inmediato pero sí sostenido e irrenunciable.
Como ya expuso Alexis de Tocqueville en su conocido trabajo sobre El Antiguo Régimen y la Revolución, la Revolución Francesa no fue un fenómeno espontáneo surgido de la nada: sus cimientos hacía tiempo que venían asentándose, al acecho del chispazo que prendiese la mecha del cambio. Algo similar sucedió en España. La invasión de las fuerzas napoleónicas fue el detonante de un proceso que había ido moldeándose durante la Ilustración, quizás no con la fuerza y solidez que tuvo en el país vecino, pero en todo caso con la suficiente entereza como para crear un programa que acabará plasmado en la Constitución de 1812. Ahora bien, junto a las ideas provenientes del siglo anterior, surgieron nuevos conceptos e interpretaciones debidos a las circunstancias extraordinarias a las que debieron hacer frente sus protagonistas (como la ausencia del monarca, la presión asfixiante del enemigo, la libertad de imprenta o el predominio de profesionales liberales y del bajo clero en las Cortes gaditanas).
La España de aquellos años era un hervidero de ideas, debates, disputas y cambios. Ni siquiera la vuelta de Fernando VII y el restablecimiento del Antiguo Régimen pudieron acabar con el murmureo incesante de los liberales, quienes apenas habían podido disfrutar de sus conquistas políticas. Este período, que marca el titubeante inicio del Nuevo Régimen y comprende desde el inicio de la Guerra de Independencia hasta la muerte de Fernando VII, ha sido profusamente estudiado desde diferentes puntos de vista. La obra colectiva coordinada por los profesores Miguel Ángel Cabrera y Juan Pro, La creación de las culturas políticas modernas 1808-1833*, analiza estas décadas a través de una aproximación original y muy interesante, mediante el examen de los elementos que conforman su cultura política.
Antes de desvelar el contenido del libro es preciso hacer dos observaciones. Por un lado, nos encontramos ante el primer volumen de una serie que lleva por título Historia de las culturas políticas en España y América Latina (compuesta por seis tomos, cinco de los cuales están aún por publicar) y que abarcará el período comprendido entre 1808 y 2013 en la península y en el continente americano. Aunque los capítulos de la obra que ahora reseñamos sólo hacen referencia a las primeras décadas del siglo XIX, no debemos olvidar que se encuadran dentro de un marco cronológico y territorial más amplio. Como queda explicado en la presentación de la obra general, “el primer tomo […] profundiza en el estudio de los fundamentos políticos y jurídicos, los discursos de la nación, patria y religión, los usos de la historia, los espacios y la sociabilidad en el interior y en el exilio, para concluir indagando en el proceso de formación de la cultura política liberal, así como en la cultura de realistas y afrancesados”.
Por otro lado, el eje del libro son “las culturas políticas” de cada período y su evolución. Ahora bien ¿qué se entiende exactamente por culturas políticas? A la respuesta viene dedicada gran parte de la presentación de la obra general y un fragmento de la introducción del primer volumen. Nos limitaremos a transcribir un extracto en el que, en cierto modo, queda contextualizada la pregunta anterior: “¿Qué noción se acepta entonces aquí? Tal vez sería mejor empezar por una definición negativa que permita acotar los términos de nuestra posición. Así, la historia de las culturas políticas no es una historia de las ideas con otro nombre, ni la historia de las organizaciones, políticas o no; tampoco es historia cultural o sociocultural tout court. No es nada de eso, pero tampoco excluye nada de esto. Necesariamente interdisciplinar, se nutre de las aportaciones de los distintos campos de estudio y disciplinas. Pero no es, ni puede ser, aunque a veces lo sea, una especie de ‘concepto paraguas’. Y no es, no debe quedar en una moda historiográfica, como tal efímera, que se contenta con renombrar, sin más, viejas prácticas”.
Aun cuando no exista una definición precisa de “cultura política” y mucho menos de los elementos que la constituyen, hay cierto consenso a la hora de determinar que en 1808 se produjo una profunda transformación en la vida política de la sociedad española y que, aun perviviendo rasgos del período anterior, surgió una nueva forma de comprender el sistema político. El tomo coordinado por Miguel Ángel Cabrera y Juan Pro trata “[…] en primer lugar, [de] reconstruir la génesis del proceso de constitución de las culturas políticas del siglo XIX en España, atendiendo tanto a lo que en ellas hay de novedoso como a sus vínculos con las culturas políticas que la precedieron. En segundo lugar, los diferentes capítulos se proponen buscar los perfiles que caracterizan a esas distintas culturas políticas en liza, identificando y analizando sus principales elementos constitutivos, tan los específicos como aquellos que son compartidos”. Con este fin la obra se divide en tres bloques (“Los fundamentos”, “Los espacios” y “Las familias políticas”) cada uno de los cuales está destinado a explicar “cómo, cuándo, dónde y por qué tomaron forma cada una de las tres grandes culturas modernas presentes en la España de 1808-1833”.
El primer bloque (“Los fundamentos”) aborda los cinco elementos que conformaron la identidad política de principios de siglo XIX: individuo, derecho, nación, religión e historia. Ninguno de ellos era una invención liberal pues habían sido largamente estudiados en los siglos anteriores; sin embargo, la interpretación que se les dio sí resultó novedosa. Por ejemplo, el sujeto político pasó de ser concebido como mero súbdito pasivo a ciudadano activo, con capacidad para ejercer la soberanía política, a consecuencia del nuevo enfoque dado a la idea de naturaleza humana. Lo mismo sucede con el término nación que evoluciona desde las concepciones absolutistas (o de la ilustración) hasta las ideas de nación soberana y, más tarde, de patriotismo constitucional.
Reiteramos que estas transformaciones no fueron ni tan inmediatas ni tan radicales como podrían pensarse. Basta leer el capítulo de Emilio La Parra sobre la “Cultura católica: confesionalidad y secularización” para comprender cómo gran parte de los rasgos que predominaron en la cultura política de este período seguían imbuidos por un fuerte componente religioso. Sin ir más lejos, recordemos el inicio de la Constitución de 1812: “En el nombre de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, autor y supremo legislador de la sociedad”. Existía una mayor discrepancia sobre el alcance que la Iglesia debía jugar en la esfera pública pero ningún liberal osó cuestionar el arraigado ascendente que el catolicismo mantenía en la sociedad española.
No solo en los aspectos religiosos existía un poso común entre los protagonistas del inicio del siglo XIX. Las categorías de liberales, absolutistas o afrancesados no eran compartimentos estancos impermeables a la influencia exterior, antes bien había matices y gradaciones en los postulados que unos y otros defendían. A pesar de que los extremos radicales intentaron imponer sus tesis más intransigentes, normalmente triunfaron las posiciones moderadas. A lo largo de la obra son analizados tanto los puntos en que convergían las diferentes culturas políticas como aquellos en los que claramente se separaban. De este modo se busca ofrecer un escenario que reproduzca de manera verosímil la compleja realidad que fue la España de principios de siglo XIX.
El segundo bloque (“Los espacios”) abandona, relativamente, el mundo de las ideas y se ocupa de lo tangible. Los cuatro capítulos que componen esta sección están dedicados a los medios o lugares utilizados para propagar ideas y debatir propuestas en los albores del liberalismo. En el capítulo de María Cruz Seoane se explora el uso de la imprenta como herramienta para configurar (o crear) la opinión pública, en especial durante la tramitación parlamentaria de la Constitución, momento en que la proliferación de periódicos y gacetas alcanzó sus máximas cotas.
Si la imprenta fue el instrumento utilizado para plasmar ideas, las tertulias, los salones, los cafés o los teatros fueron el escenario ideal para debatirlas. El capítulo de Carlos Ferrera sobre los “lugares de sociabilidad” estudia la influencia que estos espacios tuvieron en la conformación de una opinión pública. Aunque en aquellos lugares el debate fuera el eje de su existencia, esto no significa que en todos se deliberase igual: no eran los mismos temas, ni su misma formulación, los que se trataban en las tertulias de la marquesa de Casa-Pontejos que los discutidos en el Café Lorencini.
Además de a la imprenta y a los salones también se dedica un capítulo a “Las culturas políticas del exilio”. Mucho más abstracto que los anteriores, en él se analiza el exilio de afrancesados y de miles de liberales que permitió la conformación de un espacio público en el que se intercambiaban ideas y principios y se entraba en contacto con las corrientes intelectuales europeas. A medida que los exiliados regresaban de su exilio, trasladaban al debate político peninsular nuevos conceptos.
El último bloque de la obra (“Las familias políticas”) abandona el carácter transversal de los capítulos precedentes y describe las principales características, así como las distintas corrientes que se dieron en su seno, de los tres grandes grupos que conformaron la sociedad política entre los años 1808 a 1833: liberales, absolutistas y afrancesados.
Concluimos con la acertada reflexión que los coordinadores de este primer tomo vierten en el último párrafo de la introducción: “Con este recorrido por las culturas políticas de la España de José I y de Fernando VII sin duda se ha reducido a esquema una realidad infinitamente más compleja y más amplia que lo que este volumen podía recoger. Lo que se presenta, más que un panorama completo de las culturas políticas españolas de aquella época es un programa de investigación que esperamos que incite a adentrarse en los aspectos más profundos del pensamiento y de las prácticas políticas, restituyendo a ambos su dimensión cultural. Sin menospreciar los avances de una historia política consciente de la autonomía de lo político, ni los de una historia social que ha contextualizado lo político en el centro de las fuerzas que lo condicionan, es el turno de la cultura y de las herramientas que la historia y las ciencias sociales han ido proporcionando para su análisis. Está por hacer una historia cultural de lo político en la España contemporánea, y este volumen quiere ser una incursión en ese terreno, empleando el concepto de cultura política para presentar nuevos perfiles de aquel período de génesis de la modernidad”.
*Publicado por Prensas de la Universidad de Zaragoza y Marcial Pons Ediciones de Historia, octubre 2014.