El 11 de noviembre de 1918, en un bosque de la región francesa de Compiègne, el mariscal Ferninand Foch, por la delegación aliada, y Matthias Erzberger, por la alemana, firmaron el armisticio que ponía fin a la I Guerra Mundial. Tras cuatro años de lucha encarnizada, Europa se hallaba sumida en el caos y se hacía necesaria su reconstrucción. Las negociaciones que concluirían con la firma del Tratado de Versalles se desarrollaron a lo largo de 1919 en París. Desde un primer momento, se evidenciaron tres posiciones contrapuestas, de las que la francesa era la más dura e intransigente. Francia había sido, junto con Alemania, el país que más había sufrido las consecuencias de la guerra, por lo que demandaba unas indemnizaciones elevadas y un debilitamiento considerable del poderío alemán. La posición inglesa, menos exigente, reclamaba también compensaciones a Alemania. La pretensión estadounidense, más benévola con los perdedores, centraba sus objetivos en la reconstrucción de Europa. Finalmente triunfaron las posiciones más duras, de modo que el Imperio germano no sólo perdió la guerra, sino que debió afrontar un monumental esfuerzo económico de compensación.
Mientras en París se negociaba el futuro de Alemania, en el país germano la situación era desoladora. El desenlace de la Gran Guerra se había acelerado, debido a una sublevación de la Armada anclada en Kiel y a las protestas obreras. El precario equilibrio que sostenía a duras penas a la nación se derrumbó y el desconcierto se adueñó de la sociedad. Unos y otros se acusaban del descalabro y se atisbó incluso el estallido de una guerra civil. En este convulso escenario nació uno de los regímenes políticos más interesantes del siglo XX, el que auspiciaba una Constitución que se conocería como la de Weimar, proclamada el mismo día de la firma del armisticio. Considerada como la primera constitución democrática contemporánea, su influencia en la política de la centuria pasada fue incuestionable. Sin embargo, el estado de la política alemana requería algo más que una nueva Carta Magna.
El período que engloba los años comprendidos entre 1919 y 1933 es fascinante. De las ruinas de la guerra surgió un complejo entramado social, caracterizado por la inestabilidad, la fractura social y los desórdenes callejeros. Sin embargo, las artes, la arquitectura y la cultura florecieron y se logró la consolidación de algunos derechos sociales que hasta entonces apenas se contemplaban. Este escenario es el que retrata con maestría Eric D. Weitz en su obra La Alemania de Weimar. Presagio y tragedia*, trabajo imprescindible para quien quiera conocer uno de los episodios claves de la historia del siglo XX.
Así sintetiza el autor el propósito de su libro: “La Alemania de Weimar. Presagio y tragedia da cuenta de los aspectos más sobresalientes del periodo comprendido entre 1918 y 1933, ya se trate de cuestiones políticas, económicas, culturales o sociales, como de las interrelaciones entre unas y otras. […] Se ha prestado especial atención a Berlín como capital política y cultural, sin descuidar por eso otras circunstancias en el ámbito rural y en ciudades y pueblos del país. Asimismo, intentamos poner de relieve los elementos más llamativos e innovadores de este periodo tan conflictivo, bronco, dinámico y difícil. En ningún momento se ha restado importancia a las graves limitaciones a las que estaba sometida la sociedad de Weimar: las imposiciones de los aliados, por un lado, o el desplome económico internacional, por otro; las repercusiones de la tradición autoritaria alemana, o la aparición de una nueva derecha radical, más peligrosa y proclive a la violencia. Por fin, y como es natural, analizaremos aquello que se hizo mal, las razones que culminaron en aquel desastre, para llegar a la conclusión de que la República de Weimar no se hundió por sí misma, sino que su caída se debió a una conjunción de fuerzas de derecha tradicional, hostil al régimen desde el primer momento, y de la extrema derecha de nuevo cuño”.
Weitz disecciona la República de Weimar en todas sus facetas. Tras un capítulo inicial que contextualiza la Alemania de postguerra y el calamitoso estado en que se hallaba, describe la sociedad germana desde distintos puntos de vista: económico, social, cultural o personal. Por supuesto, el análisis político también ocupa un lugar destacado, pero no hegemónico: el autor, prefiere ofrecernos una visión global, antes que detenerse en cuestiones políticas específicas. Esta estructura narrativa le impide seguir un orden cronológico y Weitz prefiere agrupar su relato en bloques temáticos. Entre estos figuran los titulados “Un paseo por la ciudad”, “Una economía en crisis y una sociedad en tensión”, “Edificios para una nueva Alemania”, “Cultura y sociedad de masas” o “Cuerpo y sexo”.
La Alemania que aparece retratada en la obra tiene poco en común con la actual. El orden, la seriedad, la capacidad económica y la estabilidad que hoy la caracterizan eran inexistentes en 1919. En aquel momento, el país se hallaba en descomposición (política, económica y social), mientras las distintas fuerzas competían por hacerse con el control de la situación. La lucha por el poder desembocaba en enfrentamientos, muchas veces violentos, incluso con golpes de estado de por medio, entre las facciones más radicales. La socialdemocracia, el partido católico de centro y otras formaciones buscaban la solución en el nuevo texto constitucional redactado en la tranquila ciudad de Weimar. La Constitución, una de las más avanzadas del mundo, apenas pudo, sin embargo, contener las tensiones internas y siempre fue vista por desprecio por gran parte de las fuerzas vivas de Alemania. Llegado el momento, estas no dudaron en acabar con ella.
Weitz también retrata las penurias económicas de los alemanes y las dificultades que atravesaron en medio de una inflación galopante, convertida en el símbolo de aquel régimen político. Las desgracias se ensañaron con la maltrecha Alemania y, a finales de los años veinte, cuando todo parecía que se había encauzado, la crisis del 29 asestó un golpe demoledor: el país germano fue uno de los que más sufrió las consecuencias del Jueves Negro. Las clases medias prácticamente desaparecieron o se vieron muy mermadas y el hastío se adueñó de ellas, abriendo la puerta a movimientos más radicales que abogaban por soluciones extremas. Si la política tradicional no encuentra soluciones, la población suele buscarlas en otros lugares menos ortodoxos y más peligrosos (y esto no es algo exclusivo del pasado).
Quizás lo más interesante del libro de Eric D. Weitz sean las páginas dedicadas a explorar la sociedad alemana, pues el relato político es más conocido y hay numerosos trabajos que lo abordan. El foco que nuestro autor pone en cómo se levantó el país y supo encontrar una nueva inspiración artística nos descubre facetas poco conocidas de aquella época y pone de relieve la creatividad del momento. Berlín, motor dinamizador de la cultura de la nación, se convierte en un protagonista más del libro. La arquitectura funcional de Walter Gropius, la belleza de los edificios de Erich Mendelsohn, el arte exótico de Hannah Höch, la filosofía de Heidegger, la eclosión del cine y de la cultura de masas, de la mano de directores tan reputados como Robert Wiene o Walter Ruttmann, entre otros muchos, transitan por las páginas del libro. También tienen cabida en él cuestiones más íntimas, como la sexualidad o la familia. Es, en definitiva, un mosaico exhaustivo de la República de Weimar.
Concluimos con esta reflexión del autor, que bien podría extrapolarse a nuestro presente: “La Alemania de Weimar significa todavía algo para nosotros. Su increíble creatividad y sus experimentos liberadores, tanto en el terreno de la política como en el de la cultura, nos llevan a pensar que es posible alcanzar unas condiciones de vida mejores, más humanas y más prometedoras. Nos recuerda que la democracia, que es un objeto delicado, y la sociedad, fruto de un equilibrio inestable, siempre se ven amenazadas y pueden saltar por los aires. Weimar es una prueba de los peligros que pueden aparecer cuando no hay consenso social en ninguna de las cuestiones fundamentales, ya sean políticas, sociales o culturales. La democracia es un terreno abonado para mantener toda clase de debates que merezcan la pena, para que germine el espíritu de la cultura. Pero cuando cada desencuentro […] se convierte en una cuestión de vida o muerte sobre los rasgos distintivos esenciales de la vida humana; cuando cada controversia es capaz de provocar una hecatombe, cuando no hay un sistema de valores imperante que suscite la adhesión de los ciudadanos, la democracia no tiene futuro. […] Las amenazas contra la democracia no sólo provienen de sus enemigos externos: también pueden partir de aquellos que emplean el lenguaje de la democracia y utilizan las libertades que les otorgan las instituciones democráticas para minar su propia esencia”.
Eric D. Weitz, catedrático de Historia en la Universidad de Minnesota (Estados Unidos), es autor de diversos estudios sobre la Segunda Guerra Mundial y la historia contemporánea de Europa. Está considerado uno de los principales historiadores norteamericanos sobre Alemania.
*Publicado por Turner, enero 2019. Traducción de Gregorio Cantera.