Los encuentros datados y documentados entre ciudadanos europeos y japoneses se remontan a una fecha razonablemente reciente de nuestra historia: el año 1543, cuando un barco portugués naufragó frente a las costas de Tanegashima. Sobrevivieron tres tripulantes, y sus experiencias nos han llegado gracias al testimonio de uno de ellos, un aventurero y viajero portugués de nombre Fernao Mendes Pinto. No obstante, quizás para nosotros sea mucho más significativa la fecha de 1549, año en que desembarca en Kagoshima el primero de los misioneros cristianos en Japón, el jesuita español Francisco Javier. Esta segunda fecha supone lo que podemos considerar el pistoletazo de salida del llamado «Siglo Ibérico en Japón» que, como veremos, está marcado por una serie de coincidencias pero también de sonoros desencuentros.
La editorial Satori ha publicado el libro Japón y España: acercamientos y desencuentros (siglos XVI y XVII)* coordinado por la profesora María Jesús Zamora Calvo, de la Universidad Autónoma de Madrid. Reúne las colaboraciones de una serie de expertos en diversos ámbitos de la historia, la cultura, el arte y la literatura de Japón y España con el fin de arrojar algo de luz sobre las similitudes y los conflictos que se produjeron entre ambas sociedades durante aquella centuria (y sus efectos posteriores). A lo largo de 18 trabajos independientes y 353 páginas se van presentando determinados elementos de coincidencia o influencia mutua (y de conflicto) entre ambas sociedades durante una fase nada fácil de la historia de ambos países.
Hemos de tener presente que, por ejemplo, durante buena parte del período estudiado (por lo menos hasta 1600, cuando tiene lugar la Batalla de Sekigahara), Japón estuvo sumido en una guerra civil fratricida que enfrentó a los señores de la guerra territoriales por el control del poder (es el conocido como Sengoku jidai o «período de los estados en guerra», título que no puede ser más descriptivo). El proceso de luchas intestinas finalizó, en buena medida, gracias al liderazgo sucesivo de tres personajes que, a pesar de sus diferencias, comparieron, no obstante, la pretensión de un proyecto de unidad nacional y de estabilización política: Oda Nobunaga, Toyotomi Hideyoshi y Tokugawa Ieyasu. Sobre el liderazgo de estos tres hombres se asientan las bases de la transformación política y social completa del país y, por lo tanto, los tres reciben numerosas referencias a lo largo del libro. Por su parte, ¿qué decir de España? Durante este período hubo de abordar diversos problemas como los apuros financieros de la Corona, el desarrollo de la evangelización de América, las luchas contra los protestantes en Europa o la incompleta y fragmentaria integración del Reino de Portugal bajo el reinado de Felipe II.
El volumen expone una serie de influencias culturales mutuas entre ambos países, como el llamado arte Namban en Japón (que hace referencia a los «extranjeros que vienen del sur») con una importante ascendencia occidental, pero también claras tendencias autóctonas. Destaca asimismo las similitudes existentes entre el teatro del Siglo de Oro y el teatro japonés (con las claras referencias de Lope de Vega y Monzaemon Chikamatsu) o las coincidencias entre el «conceptismo» de Baltasar Gracián y la simplificación del arte japonés; así como las reminiscencias del teatro Nō que permiten un nuevo horizonte interpretativo para el teatro misionero jesuita en el país.
Pero no todo fueron historias “alegres”. Los roces y conflictos también formaron parte del proceso de relaciones entre España y Japón en aquellos momentos. El fenómeno que más problemas generó tuvo su origen en la religión. Japón tenía su propia tradición espiritual y religiosa, estando ampliamente asentados en la isla el culto Shinto y el budismo (en concreto las sectas Zen). Cuando los occidentales entraron en Japón, uno de sus principales objetivos fue, como sucedía en otros nuevos territorios descubiertos durante la época, enviar misiones de evangelización. Las misiones religiosas (inicialmente impulsadas por los jesuitas y a las que se fueron incorporando las órdenes mendicantes posteriormente) generaron sentimientos encontrados en la población autóctona: si, por un lado, tuvieron una fuerte implantación, especialmente en núcleos como Nagasaki, a su vez despertaron importantes recelos en otros sectores de la población, como sucedió, por ejemplo, con los monjes budistas.
El recelo (unido a motivos políticos) llevó al propio Toyotomi Hideyoshi a promulgar edictos de expulsión de los misioneros, prohibiciones del culto cristiano e incluso el martirio y ejecución de creyentes. Así ocurrió en el caso de los llamados «26 mártires de Japón», cuya dramática historia en Nagasaki tuvo una gran repercusión en la cristiandad. El celo de Hideyoshi contrasta con la inicial simpatía de su antecesor, Oda Nobunaga, quien había recibido con los brazos abiertos el culto y la simbología cristiana, como parece poner de manifiesto el castillo de Azuchi, edificado junto al lago Biwa y que, por desgracia, fue completamente destruido, asesinado aquél, tres años después de haber finalizado su construcción.
Tokugawa Ieyasu, el tercero de los grandes unificadores japoneses mantuvo, por su parte, una posición cambiante respecto al cristianismo. Inicialmente tolerante, al final terminó por someterlo a las mismas persecuciones que Hideyoshi poniendo fin, de paso, a las relaciones diplomáticas y comerciales con españoles y portugueses y dando comienzo al aislamiento del país tras su muerte. El shogunato Tokugawa supuso el cierre definitivo al «Siglo Ibérico en Japón», lo que frenó los contactos económicos y culturales entre la Península Ibérica y el nuevo reino insular, pero a la vez produjo cerca de 250 años de paz y prosperidad ininterrumpida para el país nipón.
La relación entre los políticos, los comerciantes y los misioneros peninsulares era muy intensa. Se desarrollaron dos «bandos» entre los propios occidentales: por un lado, los jesuitas y los mercaderes y diplomáticos portugueses y, por otro lado, las órdenes mendicantes (fundamentalmente franciscanos, dominicos y agustinos) junto con los comerciantes españoles y, parcialmente, la Corona (que, no obstante, siempre mostró cierta indiferencia respecto del «asunto japonés»). Estas rivalidades tenían su origen en dos motivos: el Tratado de Tordesillas, que había delimitado las áreas de influencia de las coronas de España y Portugal (quedando el recientemente descubierto Japón en el área de influencia portuguesa) y la concesión del monopolio por parte del Papa a las misiones jesuitas en el país oriental.
Determinados escándalos –como la utilización de negocios por parte de los jesuitas para autofinanciar su misión ante las dotaciones insuficientes asignadas por Roma y Lisboa– fueron, no obstante, aprovechados por las órdenes mendicantes para introducirse en el país e incluso para operar sus propias «conspiraciones». Entre ellas cabe destacar la llevada a cabo por el franciscano español Luis Sotelo, quien consiguió apoyos, aunque insuficientes, para dividir la diócesis de Japón, asentada en Nagasaki y con obispo jesuita, y ser nominado como obispo de Oshu; no logró su propósito debido a la pasividad de la monarquía española.
Quizás este tipo de luchas entre los diversos grupos católicos, unidas a los conflictos entre comerciantes y a las conspiraciones y juego sucio entre portugueses y españoles, condicionasen la decisión final del shogunato Tokugawa de romper sus relaciones con ambas naciones (en 1624 con España y en 1649, justo un siglo después de la llegada de Francisco Javier, con Portugal). Aun siendo notables estos episodios, resultan insuficientes para explicar por sí solos el desenlace final de la historia. Es preciso incluir en el cuadro a las pujantes potencias marítimas y comerciales de los ingleses y los holandeses. Estas naciones (en las que, con diferente alcance, había triunfado la Reforma) tenían una política comercial mucho más pragmática que la de las potencias ibéricas. Mientras que para españoles y portugueses las relaciones comerciales, la influencia política y la presencia de misioneros católicos en Japón formaban una suerte de «pack» inseparable, los reformistas ofrecían únicamente un comercio que favoreciese a ambas partes. Condiciones que, sin lugar a dudas, eran mucho más asumibles para el gobierno Tokugawa. De hecho, pese al «cierre de fronteras» operado durante el shogunato Tokugawa, siempre se permitió, a lo largo de todo este período, la existencia de un canal comercial para los holandeses en el puerto de Nagasaki.
Existe un elemento que puede calificarse de especialmente sorprendente y llamativo respecto a las coincidencias e influencias entre dos culturas tan distantes. Se trata de la iconografía mitológica y religiosa durante la época de relaciones culturales entre ambos países durante el «siglo ibérico de Japón». El libro ofrece un par de buenos ejemplos: las similitudes entre «el milagro del cangrejo» vivido por Francisco Javier al perder su crucifijo (que fue sacado del mar por un cangrejo tras una fuerte tempestad, mientras el santo navegaba) y el relato popular del pescador Urashima Taro; y las correspondencias entre la demonología y el infierno en el Siglo de Oro español y las viejas leyendas budistas y mitológicas japonesas.
En 1853 y bajo el mando del comodoro norteamericano Matthew Perry unos «barcos negros» (como se les conoció popularmente), arribaron nuevamente, 300 años después de los primeros náufragos portugueses, a las costas de Japón. Obligaron al país a reabrir sus fronteras, precipitaron la caída definitiva del shogunato Tokugawa y procedieron a la reinstauración del poder imperial en el país, en lo que se conoce como la Restauración Meiji (Meiji ishin), año 1868. A los más de 200 años de aislamiento y paz tras la expulsión de portugueses y españoles sucedería casi un siglo de guerras, tanto internas como de expansión militar, y una puesta en escena del país nipón en el concierto de las principales potencias mundiales, hasta su derrota militar en la Segunda Guerra Mundial.
Desde entonces, Japón es una nación plenamente asentada en un universo globalizado y con un papel activo en el plano internacional gracias a su capacidad comercial e industrial y a ser un referente en las relaciones internacionales pacíficas. El interés que el país oriental despierta en Occidente es creciente y, junto con China, resulta prueba palpable de un «giro oriental» en nuestro interés por culturas diferentes lejanas. No debemos olvidar, sin embargo, que España fue una de las primeras naciones occidentales en tener contacto con este exótico pueblo oriental. Unos encuentros que, sucedidos durante el conocido como «Siglo Ibérico en Japón», pueden alumbrarnos, tanto en sus éxitos como en sus fracasos, a la hora de asentar nuevos intercambios y profundizar en la interrelación cultural entre ambas naciones en el siglo XXI. El volumen de Satori titulado Japón y España: acercamientos y desencuentros (siglos XVI y XVII) es un modo de acercarnos al estudio de este momento histórico, por desgracia insuficientemente conocido entre los españoles de hoy.
*Publicado por la editorial Satori, 2015.
Andrés Casas