La imagen que quizás represente mejor nuestra visión de la Antigüedad Clásica fue dibujada mucho tiempo después -en concreto, a principios del siglo XVI- de la mano del pintor italiano Rafael. Su Escuela de Atenas, que podemos contemplar en las estancias vaticanas, reúne a los mejores pensadores y científicos del mundo clásico, que conversan y discuten en una imponente escenografía y en un entorno arquitectónico majestuoso. Esa visión del mundo griego (y, en menor medida, romano) ha perdurado hasta hoy gracias a los escritos de incontables autores, llegando a convertirse en algo cercano al mito. Atenas, coronada por su excelso Partenón, sería la “Arcadia de la sabiduría”, un enclave en el que la inteligencia, el arte y la belleza convivirían en perfecta armonía. Estaríamos, por tanto, ante una sociedad regida por el orden y el equilibrio, en la que la violencia solo sería empleada como último recurso ante una amenaza exterior.
Cualquiera que haya profundizado en la historia de la Edad Antigua sabrá que esa imagen idealizada no coincide con la realidad. La vida en Atenas, en Cartago, en Roma o en Augusta Emerita, por citar solo cuatro ejemplos, era bastante más dura e incómoda, los estándares de salubridad deficientes y el hacinamiento frecuente. Y aunque la filosofía y otras ramas del conocimiento tuvieran su origen entonces, la brutalidad y la violencia fueron factores que también condicionaron el devenir de aquellos pueblos. La guerra se convirtió en un fenómeno habitual y sobre ella se construyeron los grandes imperios de la época. Roma, sin ir más lejos, devino la capital del Mediterráneo gracias a que derrotó (y, en ocasiones, aniquiló) a sus adversarios. Incluso la sabia Atenas adquirió la gloria a hombros de una talasocracia militar que no dudó en emplear la fuerza cuando fue necesario.
Los aspectos menos “brillantes” de la Antigüedad han sido poco tratados por los especialistas, que suelen centrarse en otros más favorables para poner de relieve las aportaciones positivas del Mundo Clásico a la historia de la humanidad. Por el contrario, el profesor M. Alejandro Rodríguez de la Peña ahonda en Imperios de crueldad. La Antigüedad clásica y la inhumanidad* en esos rasgos de la sociedad antigua que raras veces se abordan, pero que conformaron uno de sus factores clave. A la vez, nos desvela las conexiones entre ellos y el mundo contemporáneo. El suyo es un trabajo extraordinario, cargado de erudición, que, además de ser un excelente libro de historia, nos puede servir de reflexión sobre los riesgos que acechan a cualquier sociedad y que, por desgracia, no dejan de estar presentes en nuestros días.
Como explica el autor, “el historiador de la violencia, en tanto que notario de la iniquidad humana, aparece inevitablemente como portador de malas noticias, pues asume la ingrata tarea de revelar a una sociedad amnésica el hecho de que prácticamente no hay límites a la crueldad a la que el hombre puede someter a otros hombres. Pero ese es el desagradable objetivo de este libro: una memoria de la iniquidad en la civilización clásica, una de las culturas —si no es la cultura— con mejor imagen en la memoria histórica occidental”.
La violencia en todas sus modalidades se convierte en protagonista de la primera parte de la obra del profesor Rodríguez de la Peña. En sus epígrafes iniciales explora las distintas formas de crueldad empleadas tanto en Roma como en Grecia. La masacre, el sacrificio humano, el sadismo político, la esclavitud, la violencia sexual y la violencia familiar (con sus diferentes variedades) conforman este descorazonador bloque. Resulta encomiable el rastreo que el autor lleva a cabo de las fuentes clásicas en la búsqueda de ejemplos que ilustren estas prácticas. Hay que tener un conocimiento vastísimo de la literatura de la época para construir un entramado de modelos y comportamientos que revelan el aspecto más siniestro de la Antigüedad Clásica.
Una vez mostrados los horrores que acechaban a cualquier persona en aquel período, el segundo bloque de la obra nos brinda un pequeño respiro, pues se centra en la compasión y en la humanidad, que también tuvieron su lugar en el mundo clásico. Rodríguez de la Peña recurre al humanismo socrático y a la filosofía estoica (con Cicerón y Epicteto como principales baluartes) para reflejar que también hubo pensadores preocupados por construir una sociedad alejada de la violencia y de la crueldad, que protegiera a los más indefensos.
El último bloque del libro analiza las interpretaciones sesgadas que las civilizaciones posteriores hicieron del mundo clásico. Como bien sabemos, la historia acaba malparada cuando cae en manos de la política. Roma y la Hélade no han sido una excepción y muchos regímenes han tratado de apropiarse de sus símbolos, sus pensamientos o su legado, casi siempre de forma torticera e interesada. El resultado suele ser desastroso, y así se advierte en el libro al exponer supuestos que, alejados en el tiempo, coincidieron en deformar el pensamiento clásico: la Edad Media, la Ilustración, la Revolución francesa, el colonialismo o el nazismo, por citar solo algunos de los tratados. Quizás el más estudiado sea el del Tercer Reich, que utilizó asiduamente elementos de la Antigüedad hasta justificar un verdadero genocidio.
Concluimos con esta larga reflexión del autor: “Este libro, al intentar abordar toda la crueldad de la que haya memoria en las sociedades de la Antigüedad clásica, se ha ido convirtiendo, casi inadvertidamente, en una especie de Caja de Pandora inversa. Si en este mítico artefacto Zeus había guardado todos los males del mundo y la curiosidad de Pandora los liberó para que asolaran al hombre, por mi parte he querido volver a introducirlos en una caja en forma de libro, para poder estudiarlos juntos y no, como se suele hacer, de forma aislada y sectorial.
En no pocas ocasiones a lo largo de este recorrido por la iniquidad del mundo antiguo quizá se puede tener la errónea impresión de que el nacimiento y desarrollo de las diferentes civilizaciones solo suponía un «perfeccionamiento» en los métodos de la crueldad, o incluso inferir que el progreso humano en las artes y las ciencias no implicaba un mejoramiento ético paralelo. Como reza el dictum de Walter Benjamin, pudiera parecer que no hay documento de cultura que no haya sido a la vez un documento de barbarie. En realidad, esta frase encierra una peligrosa falacia, pues también todos los documentos de compasión y benevolencia de la historia humana son documentos de cultura. La civilización refina la barbarie produciendo la guerra y la opresión a gran escala, pero también refina la empatía, produciendo éticas de la compasión. La civilización grecolatina es uno de los más grandes ejemplos de ello en la historia humana”.
Manuel Alejandro Rodríguez de la Peña es catedrático de Historia Medieval en la Universidad CEU San Pablo. Doctor en Historia Medieval (Universidad Autónoma de Madrid), ha sido Visiting Scholar en St. John’s College (Cambridge) y Research Fellow en Wolfson College (Cambridge). Es autor, entre otros libros, de Compasión. Una historia (CEU Ediciones, 2021) y Los reyes sabios. Cultura y Poder en la Antigüedad Tardía y la Alta Edad Media (Actas, 2008).
*Publicado por Ediciones Encuentro, junio 2022.