“Está situada en una gran llanura, forma un cuadrado y, en cada lado, tiene una extensión de ciento veinte estadios; así, el perímetro de la ciudad tiene en total cuatrocientos ochenta estadios. Esta es, por consiguiente, la enorme extensión de la capital de Babilonia y, que nosotros sepamos, su trazado no era comparable al de ninguna otra ciudad. Primero la circunda un foso profundo y ancho, lleno de agua, y luego un muro que tiene una anchura de cincuenta codos reales y una altura de doscientos codos. […] De esta manera, pues, estaba fortificada Babilonia. La ciudad, por otra parte, tiene dos sectores, pues por su mitad la divide un río, cuyo nombre es Éufrates, que procede del país de los armenios; es un río grande, profundo y de curso rápido que desemboca en el mar Eritreo. […] La ciudad propiamente dicha, que se halla plagada de casas de tres y cuatro pisos, está dividida en calles rectas, tanto las paralelas al río como las transversales que a él conducen”.
Así representaba Herodoto en sus Historias a la majestuosa Babilonia en lo que pudiera ser una de las primeras descripciones escritas sobre una ciudad. Pocas cosas reflejan mejor la esencia del mundo antiguo que los grandes orbes: Babilonia, Tiro, Jerusalén, Atenas, Roma… Todas ellas, de un modo u otro, condensan el espíritu de los pueblos que las habitaron y reflejan en su trazado y en sus construcciones el ideario político o religioso de las grandes civilizaciones antiguas.
Occidente (en este caso, Europa) ha tenido la suerte de conservar parte de las ruinas del pasado de sus ciudades y ha podido, por tanto, estudiarlas mejor. Roma es el caso más paradigmático pero no el único. Los europeos llevamos siglos contemplando los vestigios del mundo clásico y escribiendo sobre ellos, aunque tardásemos mucho en analizarlos desde un punto de vista científico. En el Próximo Oriente, por el contrario, los arqueólogos lo han tenido más complicado. Ya sea por la acción del paso del tiempo y del clima, ya sea por culpa de la irracionalidad del ser humano, lo cierto es que se han perdido o siguen ocultos los restos de muchas de las grandes metrópolis que conformaron las florecientes civilizaciones de aquella región. Habrá que esperar hasta el siglo XIX para que den comienzo las primeras excavaciones y adquiera forma lo que hasta entonces sólo se conocía por los testimonios escritos, como el de Herodoto.
La obra del profesor Mario Liverani, Imaginar Babel. Dos siglos de estudios sobre la ciudad oriental antigua*, tiene por objeto reconstruir el proceso de investigación (y sus distintos enfoques) llevado a cabo en torno a la ciudad oriental antigua, especialmente en los dos últimos siglos. El protagonista no es la ciudad, sino los trabajos a ella dedicados. En palabras del autor, “La reconstrucción de la trayectoria cultural de nuestro Occidente en los últimos dos siglos se podría representar idealmente como un conjunto de teselas –una por cada posible tema- que, reunidas en un mosaico, forman o deberían formar una imagen provista de sentido. Una tesela que falta es la que se refiere al modo en que la ‘ciudad’ de las antiguas civilizaciones de Oriente Próximo (Mesopotamia y alrededores) se ha imaginado y visualizado, estudiado y reconstruido a lo largo de dos siglos de excavaciones arqueológicas y estudios de gabinete”.
Hemos de prevenir al lector de que el libro de Liverani está destinado a ser leído por quienes tengan un conocimiento previo sobre arqueología o, al menos, un interés sincero por esta disciplina. Quien busque una obra divulgativa sobre Mesopotamia o sobre el mundo antiguo quizás acabe un poco saturado tras su lectura. Si la primera parte es más liviana, a medida que la arqueología adquiere tonos profesionales se vuelven más técnicos los capítulos y ocupan más espacio las disquisiciones teóricas. Precisión que no es de suyo una crítica negativa sino, más bien, un aviso al lector para que sepa qué tiene entre sus manos.
Uno de los grandes logros del trabajo de Liverani es su capacidad de sintetizar en pocas palabras las teorías más importantes vertidas en torno a la ciudad oriental antigua y ponerlas en relación unas con otras. La obra sigue un esquema cronológico claro: parte de algunos testimonios o referencias en el Renacimiento o a lo largo de la Edad Moderna, donde la influencia del relato bíblico es evidente, y concluye en nuestros días con las últimas técnicas de análisis informático y los problemas asociados a las actuales excavaciones. Como explica el propio Liverani, “El interés por el descubrimiento arqueológico de las ciudades antiguas, en realidad, no es más que la culminación, el punto de maduración final de un proceso cultural de más amplio alcance y largo aliento, que es el de imaginar y visualizar el mundo antiguo con sus propias formas”.
Los primeros capítulos sirven al autor para contextualizar su trabajo y exponer brevemente la imagen que hasta el siglo XIX había tenido el hombre sobre las ciudades orientales. Las descripciones bíblicas y, en menor medida, los escritos clásicos se erigen como única fuente y de ellos obtienen la información, por ejemplo, los pintores para representar ciudades bíblicas como Nínive o Babel. El punto de partida de la obra lo debemos situar, por tanto, a mediados del siglo XIX con las primeras excavaciones en el Próximo Oriente y el descubrimiento de las capitales asirias. Durante estos años los trabajos arqueológicos son más prácticos que teóricos (todavía no existe la profesión de arqueólogo) y los sistemas utilizados muy rudimentarios. El protagonista de este período son los tells, “cúmulos estratificados, verdaderos cerros artificiales”, bajo los que estaban enterradas las ciudades.
A medida que nos acercamos al siglo XX las excavaciones se multiplican y las personas encargadas adoptan procedimientos más estandarizados (el inventario del territorio o la excavación por cuadrados, por ejemplo). No debemos olvidar que en aquella época Oriente Próximo se encontraba bajo la tutela de Inglaterra y Francia, lo que permitía un acceso más fácil al territorio. Habrá que esperar hasta el período de entreguerras para que asistamos al salto del arqueólogo aficionado al profesional.
A partir del tercer capítulo la obra adopta, como ya hemos mencionado, un carácter predominantemente técnico. De hecho este capítulo está dedicado en exclusiva a analizar los modelos teóricos más importantes que han tratado de explicar la organización, estructura, origen o funcionamiento de las ciudades orientales antiguas: Thorkild Jacobsen y la “democracia primitiva”; Igor Diakonoff, el “modelo asiático” y la aldea residual; Karl Wittfogel y la ciudad “hidráulica”; Karl Polanyi y la ciudad redistributiva o la escuela de Chicago, por citar solo a algunos. Quizás se preste más atención a la aportación del australiano Gordon Childe pues Liverani considera que “la definición de ciudad que hace Childe, basada en pruebas objetivas, se puede aplicar sustancialmente a cualquier región o período. Es una definición de validez universal, respecto a la cual se cae la vieja distinción entre ciudad occidental y ciudad oriental, revelando toda su naturaleza de constructo ideológico y selección apriorística seguida de contraposición”.
En los años cincuenta y sesenta del siglo XX se produjo otro avance significativo en la arqueología con el uso de diferentes disciplinas para consolidar y completar los estudios hasta entonces emprendidos. Robert Braidwood será el precursor de este proceder, luego generalizado. A partir de la mitad del pasado siglo también aparecen nuevos conceptos y formas alternativas de comprender los yacimientos. La información obtenida desde entonces ya es abundante y surgen modelos más amplios que no se ocupan sólo de la ciudad, sino que también estudian el contexto local o regional en el que se circunscribe, así como su aparición y colapso.
El último capítulo está dedicado a los problemas que tiene que afrontar el arqueólogo actual en Oriente Próximo: el incremento de los costes de las excavaciones, la inestabilidad política de la región, el uso de técnicas informáticas y virtuales o la influencia del turismo en los trabajos. Con esta reflexión concluye su exhaustivo repaso Liverani en el epílogo de su libro: “Todo el trabajo serio de generaciones de estudiosos, arqueólogos, filólogos e historiadores, con el descubrimiento de las ciudades antiguas, y también con el descifre de escrituras y literaturas enteras, parece hecho en vano. Es verdad que hay bastantes jóvenes y no tan jóvenes apasionados por la arqueología, pero la valoración que hacen los medios de esta pasión es que para interesar al público hace falta hablar de ‘misterios’ o por lo menos de ‘secretos’. ¡Desolador!”
Mario Liverani (1939) es profesor de Historia del Próximo Oriente antiguo en la Universidad de Roma “La Sapienza”. Se le considera el mayor experto en la historia de las relaciones diplomáticas y políticas entre las grandes potencias del antiguo Oriente durante el Bronce final y una autoridad en el estudio del comercio internacional reflejado en la célebre correspondencia del período del Amarna entre los principales monarcas de Egipto, Babilonia, Asiria, Ugarit e Imperio hitita. Así lo acreditan sus numerosos trabajos sobre el tema, entre los que destacan Storia di Ugarit (1962), Elementi irrazionali nel commercio amarniano (1972), Dono, tributo, commercio (1976), The collapse of the Near Eastern regional system at the end of the Bronze Age (1987), I trattati nel mondo antico. Forma, ideologia, funzione (1990), Antico Oriente. Storia, società, economia (1991), Neo-assyrian Geography (1995) y Le lettere di el-Amarna (1999).
*Publicado por la editorial Bellaterra, julio 2014.