Historia del silencio
Alain Corbin

En otros tiempos, los occidentales apreciaban la profundidad y los sabores del silencio. Lo consideraban como la condición del recogimiento, de la escucha de uno mismo, de la meditación, de la plegaria, de la fantasía, de la creación; sobre todo, como el lugar interior del que surge la palabra”.

Con estas palabras comienza Alain Corbin el preludio de Historia del silencio. Desde el Renacimiento hasta nuestros días*, obra singular que aborda el tratamiento dado, durante varios siglos, a un fenómeno que sobrepasa la mera ausencia de ruido para convertirse en un rasgo de la existencia humana cada vez más amenazado.

En realidad, el libro de Corbin es una recopilación de los pensamientos que sobre el silencio han generado otros pensadores o literatos, especialmente estos últimos. El valor añadido de la obra consiste, precisamente, en la síntesis que de ellos se lleva a cabo y, sobre todo, en la agrupación temática de las citas. El autor reconoce, con sinceridad, desde las primeras páginas, que su trabajo surgirá de la transcripción de estas: “¿Qué mejor manera de experimentarlos [una gama de silencios que hoy son solo residuales] que sumergirse en las citas de los numerosos autores que han emprendido una verdadera búsqueda estética?”

Casi todos los autores citados tienen en común dos notas: ser franceses y haber escrito en los siglos XIX y XX. El libro se abre con Jean Michel Delacomptée (Petit éloge des amoreux du silence) y acude, una y otra vez, a textos galos: Max Picard (Le Monde du silence), Georges Rodenbach (Le regne du silence), Michel Laroche (La voie du silence. Dans la tradition des Pères du silence), Marc Fumaroli (L’ecole du silence). Se podría afirmar, pues, que la obra de Corbin resulta ser, más bien, una historia literaria del silencio declinada en francés, al modo de la antología Le silence en littérature: De Mauriac a Houellebecq (2013), a la que también se hace referencia. Desafortunadamente, en la valiosa bibliografía en español con la que se cierra la obra, pocos de aquellos textos capitales aparecen traducidos a nuestra lengua.

La selección temática de los capítulos es un acierto. Los primeros se dedican a indagar sobre el silencio en relación con la “intimidad de los lugares” o con la naturaleza. Los matices del silencio ligados a estancias, que evocan literatos como Proust, Kafka, Whitman, Rilke, Bernanos o Gracq, aparecen en esas páginas iniciales, seguidas por otras en que aquel surge de la noche (en este caso, la cita es de Lucrecio, en De rerum natura, cuando alude al “severo silencio de la noche”), del desierto, de la montaña, del bosque, del campo, de la nieve o de las ruinas. Corbin también apela a los “silencios del pasado”, de los que rememora como ejemplos egregios El Escorial, Port Royal y Soligny, “lugares privilegiados para reencontrase con el silencio pasado”, por emplear las palabras de Chateaubriand. Incluso la ciudad puede ser una fuente de silencio, como sucede con la descripción de Brujas y sus residencias patricias en la obra de Rodenbach Brujas la muerta.

La aspiración deliberada al silencio es uno de los temas que, desde el punto de vista histórico, más manifestaciones ha tenido. Para Corbin, “las búsquedas del silencio son múltiples, antiguas, universales. Impregnan toda la historia humana: hindúes, budistas, taoístas, pitagóricos y, claro está, cristianos, católicos y, tal vez aún más, ortodoxos, han experimentado la necesidad y los beneficios del silencio; tal necesidad desborda, además, la esfera de lo sagrado y de lo religioso”. El autor no se ciñe a los fenómenos monásticos de los primeros tiempos del cristianismo, sino a los autores que sintieron el anhelo del silencio en los siglos XVI y XVII. En su nómina figuran, con carácter destacado, Luis de Granada, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz o Baltasar Gracíán. Entre los franceses, Bossuet y el abate de Rancé, reformador de la Trapa. El abanico de esas búsquedas no se detiene, sin embargo, en el deseo de favorecer la escucha de Dios o la experiencia mística.

A partir del capítulo IV el libro da un giro y dirige su atención al aprendizaje, más o menos forzado, del silencio y a la disciplina para imponerlo, ya sea como elemento necesario (en la escuela, en el ejército, en las cárceles o en los hospitales), ya como regla social o de cortesía en ciertas circunstancias. Más que de literatura, nos hallamos ahora en el terreno de la sociología, en el que “guardar silencio, frente a la algarabía en la que se complace el pueblo, forma parte del proceso de distinción”. Corbin se refiere a la situación de nuestros días, en los que, por un lado, desciende el umbral de tolerancia al ruido y, por otro lado, los mismos que propician ese nuevo anhelo de silencio lo destrozan sistemáticamente con intensidades sonoras hasta ahora desconocidas, “como si el silencio y el bienestar que este procura no fueran más que exigencias intermitentes, que dependen de los tiempos y de los lugares”.

La mirada del autor se posa también en los usos tácticos del silencio, en el arte de callar del que hablaron, en su día, Baltasar de Castiglione y Gracián. La apelación al secreto o el empleo del silencio como fórmula de asentimiento (qui tacet consentire videtur) son otros tantos ejemplos de ese proceder, que nada tiene que ver con el carácter más o menos taciturno de quienes a ellos apelan. En otros epígrafes de la obra, la atención se desplaza a las representaciones del silencio, especialmente en la pintura holandesa, cuando la visión de las “figuras solitarias producía, en especial, un efecto de silencio que constituía una irresistible invitación a la meditación” (Fumaroli).

En el trabajo de Corbin no podía estar ausente el “silencio de Dios”, el Deus absconditus de la tradición cristiana, como fuente de angustia humana. Construye su reflexión, en este punto, sobre la base de la “silenciosa palabra del Dios de la Biblia”, a partir de la que aparecen el sufrimiento, las dudas e incluso el cuestionamiento de la fe entre los hombres. De ahí que dedique el postludio de la obra a lo “trágico del silencio”, a los miedos que genera ligados a la ineluctable cercanía de la muerte.

Este no es un libro de lectura fácil, y ese es uno de sus méritos. Para disfrutarlo se requiere tiempo (aunque la edición española no supera las 150 páginas) y, sobre todo, silencio, y no únicamente el que procede del exterior.

Alain Corbin (1936), profesor emérito de la Sorbona (París) está especializado en la “historia de las sensibilidades”. Entre sus obras se hallan Historia del cuerpo (2005), Historia del cristianismo (2007) y La Douceur de l’ombre (2013).

Publicado por Acantilado, junio 2019. Traducción de Jordi Bayod.