Vivimos en tiempos de lo “políticamente correcto”. Separarse, aunque solo sea un poco, de la senda de la corrección y emitir juicios u opiniones que no se ajusten a los parámetros que impone la nueva inquisición social conlleva la inmediata lapidación moral y el desprecio a cargo de los medios de comunicación y las redes sociales (erigidos en nuevos Torquemadas del siglo XXI). Planteamientos heterodoxos, soluciones radicales o ideas alejadas del discurso oficial suelen ser automáticamente rechazadas y vapuleadas en la arena pública sin, tan siquiera, detenerse a pensar acerca de su validez o su coherencia. Al final, acabamos por trasladar mensajes vacíos y carentes de todo atisbo de profundidad y sentido, por miedo a la reacción de una masa de anónimos enfurecidos. El resultado es la mediocridad generalizada que únicamente se atiene a una pseudo-ideología, plana y barata, adormecedora de la sociedad, a la que inhibe de cualquier debate mínimamente estimulante.
Quizás donde mejor se observa este comportamiento es en la política. Los debates electorales televisivos han dejado de ser un recurso para intercambiar y confrontar ideas y se han convertido en un vano esfuerzo por no decir una tontería. Los telespectadores están más pendientes de las meteduras de pata —al final es lo único que se recordará del debate— que de las ideas o propuestas planteadas. Los políticos y sus asesores, temerosos de la enardecida reacción que algún comentario pueda despertar, limitan sus mensajes a frases cortas y neutras que, por supuesto, apenas dicen algo. La política se ha convertido en el reino de la vacuidad y el Parlamento en su capital. Ahora que atravesamos un período complejo y de profundas transformaciones, necesitaríamos más que nunca altura de miras y sentido de Estado, pero, por desgracia, nos estamos encontrando con el ego, la ambición, la mediocridad y la simpleza más chabacana.
El principal problema de España hoy es su modelo territorial. Cada vez se hace más acuciante darle una respuesta, pues existe el riesgo de que acabe por enquistarse, si no lo está ya, e implosione en cualquier momento, arrastrando al país a un nuevo desequilibrio estructural, cuando apenas nos estamos recuperando de la peor crisis de los últimos años. El debate sobre las soluciones que han de plantearse debería estar guiado por figuras de alto nivel que las propusieran en aras del interés general, desterrando las motivaciones partidistas y la temida corrección política. De ahí que la obra de Enrique Orduña Rebollo, Historia del Estado español*, sirva como un excepcional instrumento para comprender la esencia de nuestro sistema administrativo e institucional. A veces para construir el futuro es necesario echar un vistazo al pasado.
Como explica Ramón Parada en un combativo y certero prólogo (bajo el sugerente título “Sobre el fracaso de la descentralización política”), “Nada más oportuno en este momento de profunda crisis institucional que este libro de Enrique Orduña sobre la historia del Estado español. Una crisis que, al parecer de los opinantes mediáticos y políticos, únicos que se dejan escuchar en democracia, fundamentalmente tertuliana, que tanto recuerda los gritos y lamentos de los pontífices regeneracionistas de principios del siglo XX, supone nada más y nada menos que la descalificación de la organización política nacida de la transición de 1978, necesitada, al parecer, cuando menos, de una profunda reforma constitucional; sin perjuicio de que otros más jóvenes e impetuosos y con supuesto gran porvenir político nos propongan una ruptura total con ese ‘infausto’ pasado y la apertura de un nuevo y radical proceso constituyente. De aquí, insisto, la oportunidad de esta obra a cargo de un historiador y acreditado documentalista”.
El trabajo de Enrique Orduña aborda, por tanto, la historia del Estado español desde un punto de vista institucional, utilizando como punto de referencia el proceso de configuración del vilipendiado y estigmatizado centralismo en España. No sería de extrañar que su planteamiento fuera objeto de una severa crítica por quienes, aún sin haber leído el libro, se erijan defensores de un modelo de Estado que consideran incompatible con cualquier viso de centralidad. Citando nuevamente a Ramón Parada: “Este libro relata el surgimiento y consolidación del moderno Estado español a partir del siglo XVIII mediante la descripción de las más importantes normativas e instituciones que lo van poblando a través de un proceso que tiene en la centralización el principio organizativo rector”.
Frente a los desafíos de quienes construyen su propia historia, alterando la realidad y amoldándola a sus propios intereses, resultan imprescindibles obras como la de Enrique Orduña, que rescaten del olvido nuestro pasado y la construcción estatal de España. Desmemoria muchas veces autoimpuesta por el engañoso propósito de no herir supuestas sensibilidades y en aras, una vez más, de la corrección política (¡no vaya a ofenderse alguien!). En las últimas décadas hemos convertido la descentralización en un principio sacrosanto, cuasi inviolable, acentuando la cesión de competencias de la Administración Central y obviando los peligros que implica la fragmentación del poder político. Incluso hay quien propone más concesiones, para apaciguar el ánimo de aquellos que no buscan más autonomía, sino la simple y llana independencia.
El trabajo de Enrique Orduña analiza, más que la historia de España, la historia de sus instituciones. Priman, por tanto, las referencias técnicas al desarrollo de Administración sobre los sucesos políticos. Sobre la base de un ciclópeo trabajo de documentación e investigación se explora el funcionamiento y desarrollo de, por ejemplo, los servicios públicos (correos, la red de carreteras, el sistema público de enseñanza), las fuerzas armadas, la división territorial, la Hacienda, el Poder Judicial o el cuerpo de funcionarios, por citar algunos ejemplos. De ahí que, en ocasiones, el texto, que cuenta con más de novecientas páginas, pueda abrumar a quienes no estén familiarizados con este tipo de obras y quieran utilizarlo más como manual de referencia, o instrumento de consulta, que como lectura continuada.
El profesor Orduña inicia su relato con los Reyes Católicos y lo concluye en los estertores del franquismo. Algo más de quinientos años de historia marcados por momentos de gloria y pesar, por profundas transformaciones institucionales condicionadas por la situación política, por cambios dinásticos o por la crisis de un sistema agotado. Este intrincado viaje por la historia de las instituciones muestra un gradual proceso de concentración política a partir del siglo XVI para desembocar en el Estado liberal decimonónico y la plasmación constitucional de la centralización política. A lo largo de su recorrido hubo de sortear agudos problemas, en general asociados a la oposición de ciertas corporaciones que lucharon denodadamente por preservar sus privilegios y cuotas de poder. La nobleza, los gremios o la Iglesia fueron los principales “enemigos” del Estado durante las primeras centurias. Por supuesto, la concepción de Estado que se tenía en aquél entonces difiere radicalmente de la idea que tenemos hoy. La Monarquía Hispánica era un conglomerado de reinos, cada uno con sus propias instituciones, leyes y tradiciones, cuyo nexo de unión y legitimación era la autoridad del monarca. Como señala el profesor Orduña, “La solución constitucional para articular los distintos territorios de la Monarquía Hispánica fue la aplicación de un modelo, salvando las distancias cronológicas y conceptuales, cuasi federal, en el que reinos y principados integrantes conservaran sus propias instituciones”.
Los primeros intentos serios (tras las fallidas tentativas del Duque de Lerma y la Unión de Armas del Conde-Duque de Olivares) por configurar un proyecto centralista vienen de la mano de los Borbones y los Decretos de Nueva Planta. Citando nuevamente a Enrique Orduña, “El final de la Monarquía Hispánica supuso no sólo el cambio de dinastía o la alteración en el equilibrio de alianzas, sino la desaparición del sistema territorial compuesto o creado a finales del siglo XV. En lo sucesivo, no existirán reinos, principados o coronas, sólo habrá una nación y un Estado centralizado, cuyas bases fueron sentadas entre 1707 y 1716, que irán evolucionando lentamente hasta convertirse en el Estado constitucional de 1812, consumado el proceso de unidad legislativa y jurídica”. El autor explora las innovaciones implantadas por la nueva dinastía que, de la mano de la Ilustración y bajo la influencia del vecino francés, iban a allanar el terreno para la eclosión constitucional de la centuria siguiente.
No podemos desligar la creación del Estado constitucional del liberalismo y del centralismo que caracterizaron el siglo XIX. Aunque las ideas de los políticos liberales se apoyaban en principios previos a ellos, fueron quienes implementaron estos ideales y les dieron cabida constitucional. En 1812 asistimos a la defenestración de un modelo de Estado —aunque luego trate de recuperarse— y el surgimiento de uno nuevo. Por la claridad y concesión de su prosa no podemos dejar de citar nuevamente al profesor Orduña: “El centralismo fue a lo largo de los siglos el principio fundamental para la creación de los Estados modernos. Los constituyentes gaditanos profundizaron en el proceso centralizador iniciado anteriormente y la finalidad política de este centralismo fue que, a partir de 1812, se reconocería la igualdad de todos los españoles ante las leyes, incluidas las cargas fiscales, la prestación de los servicios públicos, los derechos de los ciudadanos en general, pues sólo el centralismo legislativo, administrativo y judicial garantizó la igualdad, mantenida sin fisuras por regímenes democráticos o autoritarios hasta el proceso descentralizador de 1978”.
A finales del siglo XIX brotó un nuevo movimiento que ponía en duda la cohesión estatal: el catalanismo apareció con fuerza en las últimas décadas de la centuria. La crisis del Estado producida durante la Primera República, la Constitución federal, las guerras carlistas y la bonanza económica facilitaron la creación de una burguesía que reivindicó la particularidad catalana. A partir de este momento, la obra, además de analizar la evolución de las instituciones estatales, va a poner el foco en la quiebra de la uniformidad territorial. El regionalismo fue aumentando sus pretensiones y reclamaciones, hasta alcanzar su punto álgido bajo la Segunda República con la efímera proclamación “del Estado Catalán de la República federal española” por Companys. Las últimas páginas están dedicadas a las instituciones erigidas por la dictadura franquista.
La historia enseña a quien quiere aprender. La Constitución de 1978 rompe con la tradición centralista y adopta un modelo de Estado claramente descentralizado cuyos problemas estamos padeciendo hoy. ¿Pueden enmendarse? Por supuesto, sólo hace falta voluntad política. El problema reside en que en España la razón y el sentido de Estado hace tiempo que duermen el sueño de los justos. Citando las últimas palabras del prólogo de Ramón Parada: “Y terminemos ya señalando que no hay atajos para entender, algo mejor y nunca del todo, estas tensiones entre los poderes del Estado, así como las demás patologías y disfunciones de nuestra crítica situación institucional. Por ello, más allá de tantos análisis superficiales, como los apocalípticos sermones orteguianos y de otros regeneracionistas del pasado y del presente, así como de tantas propuestas de reforma constitucional formuladas a bote pronto desde toda suerte de trincheras, no hay otro camino fecundo para acometer con alguna esperanza la sanación del Estado que recorrer y repasar de nuevo, minuciosa y pacientemente, los empedrados y doloridos caminos de la historia”.
Enrique Orduña Rebollo es profesor asociado de Derecho Administrativo de la Universidad Carlos III de Madrid y ha sido director de la Biblioteca del Instituto de Estudios de Administración Local y del Instituto de Administración Pública (1978-2007). Autor de numerosos artículos sobre historia municipal y regional, entre sus libros destacan: La nación española, jalones históricos (2011), Historia del municipalismo español (2005) o Municipios y provincias: historia de la organización territorial española (2003).
*Publicado por Marcial Pons Ediciones de Historia y la Fundación Alfonso Martín Escudero, noviembre de 2015.