En el siglo XVI se produjo una revolución cultural extraordinaria, que afectó especialmente a las ciencias y a las humanidades. Unas y otras experimentaron profundas transformaciones, de modo que, en pocas décadas, los paradigmas, especialmente los artísticos, rompieron de forma radical con las prácticas de las centurias anteriores. El Renacimiento, nombre con el que se conoce este fenómeno, fue uno de los hitos que marcan la historia milenaria del hombre, pues introdujo una nueva forma de observar y de entender la vida y la naturaleza.
Los pensadores renacentistas reflexionan desde originales enfoques que, a la larga, condicionarán todas las ramas de la existencia humana, ya sean políticas, sociales o económicas. Sus tesis fueron la base de una nueva realidad en la que el arte, la belleza y el orden se centran en el hombre, al que confieren un lugar preminente. No solo los intelectuales se imbuyen de este sentir, también los políticos, los militares y los comerciantes, que no dudaron en asimilar las ideas renacentistas.
Aunque el punto de partida del Renacimiento se sitúa en la península italiana, rápidamente se extendió por toda Europa. España no fue una excepción y contamos con notables ejemplos del arte renacentista en casi todas las disciplinas, algunos ellos entre los más espectaculares de la época.
A los cambios significativos en el arte se añadió un suceso que vino a sacudir un mundo ya en transición: el descubrimiento del continente americano, que obligó a replantearse la realidad hasta entonces conocida y ensanchó las fronteras del planeta. Al mismo tiempo, la Reforma protestante provocó un cisma en la longeva tradición católica del continente europeo, dando paso a un periodo de inestabilidad y guerras, que tardaría siglos en cerrarse.
Los reyes españoles, a la cabeza de la principal potencia del momento y con una profunda conciencia religiosa, tuvieron que afrontar estos acontecimientos con todos los medios a su alcance; el arte fue uno de ellos. La Corona impulsó, de forma directa o indirecta, una concepción del arte que terminaría por alcanzar todos los rincones del Imperio. La pintura, la arquitectura, la literatura … se convirtieron en algo más que meras expresiones artísticas. Transmitieron, de hecho, una forma nueva de sentir la realidad, que transcendía la propia obra.
Este espíritu es el que trata de captar la académica Dominique de Courcelles en su fascinante obra Habitar maravillosamente el mundo. Jardines, palacios y moradas espirituales en la España de los siglos XV al XVI*. En ella se combina la historia, el arte y la filosofía para transportarnos a las construcciones, físicas o espirituales, que se edifican al inicio de la Edad Moderna en el seno del Imperio español.
Como explica la autora en el prólogo del libro, “a finales de la Edad Media y en el Renacimiento, con el redescubrimiento de la filología y de los textos antiguos y sagrados, con la invención y la difusión de la imprenta, con los grandes viajes y la exploración de mundos desconocidos, aparece una nueva conciencia de la tierra y del tiempo, expresada por nuevas representaciones literarias y artísticas. España completa entonces su unificación, integrando incluso durante unos años a Portugal, y conoce una extraordinaria expansión más allá del océano. El mundo en sus elementos se descubre afectado por el tiempo que pasa y lo hace cambiar, como a los seres humanos. La voluntad y la mirada humanas tienen el poder de transformar la realidad natural; el ver encuentra confirmada su fuerza de elevación y de transformación en el trance del espacio y el tiempo”.
La obra de Dominique de Courcelles es de singular belleza. Escrita con elegancia, nos adentra por parajes con una gran carga intelectual y espiritual. El suyo es un trabajo complejo, que toca distintas disciplinas y que ahonda en la mentalidad española de aquella época. No nos hallamos, por tanto, ante un manual del arte al uso. Las referencias y el análisis de las distintas obras que se abordan son un pretexto para ahondar en el propósito que su autora describe con estas palabras: “Lo que fue revelándose poco a poco es que, en este «arte» español de hechizar duraderamente el mundo, la estancia en el mundo, la finalidad más elevada no es la historia, sino más bien la escatología, según una perspectiva geométrica y mística, cosmológica, del infinito y la eternidad. Al funcionamiento histórico y social se une un funcionamiento matemático y teológico. La realidad se investiga, en su infinidad diferenciada, para sostener mejor el movimiento o la búsqueda orientados al infinito. ¿No puede acaso verse en esa investigación, en ese movimiento o esa búsqueda, la señal de una especificidad hispánica?”.
La estructura del libro no sigue un esquema tradicional. Se compone de cuatro bloques, cada uno dividido, a su vez, en un capítulo principal y otro que completa y confirma la propuesta de aquel. Los diferentes epígrafes abordan elementos independientes, sin guardar necesariamente un orden de continuidad. A través de los objetos que describe, Dominique de Courcelles construye la imagen trascendente que quiere reflejar.
La primera parte de la obra se centra en los jardines de la Casa de Campo, encargados por el rey Felipe II al sacerdote jardinero Gregorio de los Ríos, y en su relación con los jardines andaluces (en oposición a los ingleses y franceses) y con el Paraíso de Pedro Soto de Rojas y Las Moradas de Teresa de Jesús. La segunda se ocupa de Sevilla y del comercio con el Nuevo Mundo, que permitió llevar al continente americano las ideas que germinaban en la Península. La tercera mezcla las reflexiones sobre la naturaleza, lo divino y la magia de Luis de León y de san Juan de la Cruz con las representaciones femeninas de los cuadros de las iglesias del municipio de Vic. Por último, se aborda la representación del infinito y el deseo de eternidad en el palacio de El Escorial y en El entierro del conde de Orgaz.
Concluimos con esta cita de la autora, que explica el designio de su trabajo: “Así pues, un jardín, un palacio, un relato de viajes o de los grandes acontecimientos del mundo, un cuadro, un poema, cada objeto, en su medida, sostiene «artísticamente» una manera de ser de quien lo recorre con su cuerpo o con sus ojos. En efecto, cada objeto, en relación con la tierra, el agua, el aire o el fuego, mezclando lo imaginario y lo real, da lugar a un mundo abundante en sensaciones, admirable, sorprendente, maravilloso, donde el ser humano, el mundo y Dios coexisten de forma sorprendente, admirable, maravillosa, gracias a ese hilo de la historia cósmica que los vincula. Todo un sistema combinatorio de convenciones se alía entonces tanto a la interpretación matemática como al pensamiento alquímico, en un complejo Ars magna que no es únicamente luliano”.
Dominique de Courcelles, conservadora del patrimonio y doctora en Letras, es catedrática directora de investigación en el CNRS-Escuela Normal Superior de París y miembro del Colegio Internacional de Filosofía (París), de la Real Academia de Buenas Letras y del Instituto de Estudios Catalanes de Barcelona y de la Academia Hispanoamericana de Ciencias, Artes y Letras de México.
*Publicado por Siruela, noviembre 2020. Traducción de Susana Prieto Mori.