Hay personajes cuyas biografías siempre levantarán polémica. A estas figuras les tocó vivir tiempos convulsos, en los que prevalecían los matices frente a las máximas absolutas; sus acciones, por tanto, no pueden encuadrarse en las categorías convencionales y hemos de andar con cautela al clasificarlas. Los historiadores, por desgracia, no siempre han ayudado a esclarecer el papel que jugaron. A algunos les ha sido más fácil acudir a los blancos y los negros, en vez de los grises, al relatar ciertos poliédricos sucesos del pasado, queriendo hacerlos accesibles a todos los públicos (y no levantar mucha polémica). A menudo se olvida la importancia del contexto, o se emplea una frase entresacada de un discurso para construir una imagen distorsionada de una persona, obviando las aristas de su pensamiento. Otras veces es el propio “mito”, o el recuerdo de ese personaje, el que distorsiona su legado, de modo que el imaginario colectivo elabora una idea en torno a su figura de la que resulta sumamente difícil escapar.
Entre estos hombres de difícil adscripción histórica se halla José María Gil-Robles, líder de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas) durante la Segunda República española y una de las figuras más controvertidas y relevantes de aquellos años. Muchos le consideraron (y consideran) un antirrepublicano cuyo objetivo principal era derribar la República, además de coquetear con ideas fascistoides. La izquierda nunca le perdonó su victoria de 1933 en las urnas y desde el primer momento trató de desprestigiarle. Tampoco tuvo mejor suerte con la derecha, pues su “aceptación” del régimen republicano, así como el intento de moderar las propuestas más radicales de monárquicos y falangistas, le alejaron, una vez producido el golpe de Estado de 1936, de sus principales artífices. Muestra de este distanciamiento fue su exilio en Portugal, hasta que regresó a España catorce años después (en 1953) de la victoria del bando nacional. Quizás la mejor forma de describir la labor de Gil-Robles en aquellos años sea acudir al símil del funambulista que, subido en la cuerda floja, ha de contrabalancear para no dejarse arrastrar por ninguno de los dos extremos.
El profesor Manuel Álvarez Tardío aborda la biografía del dirigente cedista en su obra Gil-Robles. Un conservador en la República*. Un trabajo que, como el autor explica, tiene como propósito recorrer la trayectoria del biografiado hasta convertirse en el líder de la CEDA y analizar, una vez en la dirección del partido, cómo dirigió la derecha católica en tiempos de la Segunda República y los enormes problemas y dilemas que hubo de afrontar. También aborda brevemente su labor en el exilio y en los últimos años de su vida, convertido, ya entonces, en uno de los principales adalides de la restauración monárquica.
Aunque Gil-Robles falleció a los ochenta y dos años, hoy se le conoce principalmente por su actuación durante los cinco años que duró la República. Toda una vida marcada por el recuerdo de un lustro. ¡Pero qué lustro! Hasta las elecciones municipales de 1931, que provocaron la partida de Alfonso XIII, José María Gil-Robles apenas era conocido en la sociedad española. Se había licenciado en Derecho por la Universidad de Salamanca y con veinticuatro años obtuvo la cátedra de Derecho Político de la Universidad de La Laguna, que apenas ejerció pues pidió la excedencia inmediatamente. En esos años, formó parte de la redacción del diario católico El Debate, dirigido por Ángel Herrera Oria (fundador de Asociación Católica Nacional de Propagandistas). Sus primeros pasos en la política los dio como secretario de la Confederación Nacional Católico-Agraria y como miembro del Partido Social Popular, liderado por Ángel Ossorio y Gallardo. Aunque no fue un primer espada en esas formaciones, la experiencia le sirvió para foguearse y, sobre todo, para conocer a fondo el funcionamiento de la política municipal española. Durante la dictadura de Primo de Rivera se pierde un poco su rastro.
La llegada de la República lo cambió todo, dividió a la sociedad española y creó subdivisiones dentro de las familias políticas de la época. La derecha se fragmentó entre quienes se oponían diametralmente al nuevo régimen y quienes aceptaron las nuevas reglas del juego. Como explica Manuel Álvarez, Gil-Robles se situó entre estos últimos. Su “posibilismo”, también conocido como “accidentalismo”, estaba cargado del fuerte pragmatismo de quienes pensaban que lo más importante no era el modelo de Estado, sino la defensa de los principios. Con el propósito de oponerse al anticlericalismo imperante, desde que ingresó en el Parlamento (obtuvo en las elecciones de 1931 su escaño por Salamanca como candidato del Bloque Agrario) trabajó para que los postulados católicos tuvieran un encaje en la República. Poco a poco, gracias a sus discursos e intervenciones se fue haciendo un nombre en la bancada derechista. En 1931 pasó a militar en Acción Nacional, creada poco antes por Ángel Herrera Oria y rebautizada en 1932 como Acción Popular, de la que fue uno de los principales dirigentes.
La CEDA no era un partido unitario, sino un conglomerado de facciones y personalidades sumamente dispares. Gil-Robles, como líder de Acción Popular, fue su figura visible, pero en su seno latían conflictos insalvables. Como recoge esta biografía, el líder católico hubo de hacer de malabarista para contentar a todos, lo que a la postre le sería contraproducente. Unos le asociaban con los enemigos del régimen republicano, mientras que otros le tildaban de tibio y oportunista por no oponerse enérgicamente a las medidas de los gobiernos de izquierda. Al final se quedó en tierra de nadie, arrastrado por un vano esfuerzo de legitimar y moderar la República.
El profesor Álvarez Tardío destaca el ciclópeo esfuerzo que llevó a cabo Gil-Robles durante las campañas electorales. Su formación política, con él a la cabeza, y los socialistas fueron los primeros en idear un sistema de partidos catch-all, que, más allá de los ideales defendidos, buscaban movilizar a sus seguidores (“Así, la impronta del tradicionalismo en el terreno de sus ideas políticas y religiosas no fue óbice para una moderna comprensión de la organización de la competencia democrática”). La capacidad organizativa de la CEDA, con miles de voluntarios y afiliados, permitió su victoria en las elecciones de 1933. Si en 1931, la escasa participación de la derecha había favorecido el triunfo de la izquierda, dos años más tarde, las medidas anticlericales adoptadas por el gobierno de Azaña fueron el arma utilizada por los cedistas para movilizar al electorado católico. A pesar de su victoria, Gil-Robles no entró en el gobierno hasta pasado un tiempo y nunca llego a presidirlo. Niceto Alcalá-Zamora desconfiaba de la CEDA y dejó que fuesen los radicales de Lerroux quienes asumiesen las funciones de gobierno, con el apoyo de la derecha en el Parlamento, prefiriendo incluso convocar nuevas elecciones a un eventual gobierno cedista.
Otra de las cuestiones tratadas en detalle en el trabajo de Álvarez Tardío es la ideología de Gil-Robles ¿Qué relación tuvo con los principios fascistas? ¿Era o no era monárquico? ¿Apoyó el golpe de Estado? ¿Defendió el uso de la violencia durante la República? La historiografía no ha sido unánime a la hora de dar respuesta a estos interrogantes. En la obra se matizan muchas de las críticas clásicas vertidas sobre el líder cedista, especialmente las referentes a la violencia, a su antirrepublicanismo y su afinidad con el régimen nazi. El contexto lo es todo y Álvarez Tardío incide en la complejidad política del sistema republicano, en el arraigado tradicionalismo del biografiado y en los constantes equilibrios que hubo de hacer para mantener cohesionada la heterogénea CEDA, como elementos clave para comprender las acciones y la mentalidad del político español.
Con estas palabras resume Manuel Álvarez la relevancia de la figura de Gil-Robles y con ellas concluimos nuestra reseña: “Su principal logro consistió en canalizar el desconcierto, el miedo y la oposición a las políticas de la coalición de izquierdas —y a ese anticlericalismo que formaba parte de la tradición republicana española y que hizo acto de presencia apenas un mes después de proclamada la República— hacia una posición de defensa de los intereses conservadores y católicos que no fuera la de una simple resistencia o inmovilismo numantinos, sino que apelara a la movilización del voto y la reorganización en un contexto de elecciones con sufragio universal y competencia elevada. En este sentido, su legado más notable en la historia de la política española contemporánea es el de haber sido el máximo responsable del diseño, puesta en marcha y dirección del que, sin duda, se puede considerar el primer partido de la derecha española”.
Manuel Álvarez Tardío es profesor de Historia del Pensamiento y los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Rey Juan Carlos. Entre sus libros y artículos de investigación se cuentan El camino a la democracia en España. 1931 y 1978 (2005) y Libertad de conciencia y anticlericalismo (2002). Como coautor, ha intervenido en El precio de la exclusión. La política durante la Segunda República (Madrid) y The Spanish Second Republic Revisited. From Democratic Hopes to Civil War (1931-1936) (2012). Colabora habitualmente en la prensa nacional y ha dirigido el máster en Análisis político y medios de comunicación de la URJC.
*Publicado por Gota a Gota, diciembre 2016.