Pocos siglos de la historia fueron tan apacibles y provechosos para las musas como el siglo XVIII. La relativa paz que reinó en el mundo durante esos años, empañada por conflictos relativamente menores, permitió el desarrollo de una conciencia intelectual europea, que hoy conocemos como la Ilustración. El Siglo de la Luces, cuyas difusas fronteras abarcan los años comprendidos desde el final de la Guerra de Sucesión española hasta la eclosión de la Revolución Francesa, marcaron un renacer de la cultura que poco envidiaba a las transformaciones que trajo el Renacimiento. Los extraordinarios cambios políticos, sociales y económicos que se producirán en el siglo XIX hunden sus raíces en este período. Personajes de la talla de Voltaire, Rousseau, Montesquieu, Vico, Hume o Adam Smith, junto a un gran número de grandes pensadores, construyeron un engranaje filosófico que permitió recuperar la libertad del individuo y la soberanía popular de las manos del absolutismo. Es también el siglo del Grand Tour, de la Enciclopedia, de los salones, de la Independencia estadounidense, de las Academias, del clasicismo, de Mozart, de Handel o del Marqués de Sade.
Dentro de este renacer cultural, París se erige en capital indiscutible de la Ilustración. Si, de forma simplista y no muy académica, se pudiera asociar cada siglo a una potencia hegemónica (el siglo XV a Italia, el XVI a España, el XIX a Inglaterra y el XX a Estados Unidos), el XVIII está marcado por la supremacía francesa. Tras el largo reinado de Luis XIV y un sinfín de conflictos bélicos, el país galo se halla extenuado pero ha logrado convertirse en la primera monarquía del continente. Su prestigio político e intelectual es innegable, las mentes más brillantes del momento acuden a los salones de la ciudad del Sena y los monarcas franceses, imbuidos de espíritu “iluminador”, acogen en sus Cortes a artistas y pensadores de todos los rincones de Europa, mientras subvencionan los proyectos más estrafalarios. Una sensación de falso bienestar, parecida a la de los felices años veinte del siglo pasado, permitió el tránsito de ideas y personas y la expansión de las nuevas ideas por todo el planeta.
Una de las plumas más lúcidas del país vecino, Marc Fumaroli, dibuja en su obra, Cuando Europa hablaba francés. Extranjeros francófilos en el siglo de las Luces*, un soberbio retrato de la Europa de la Ilustración a través de algunos de los personajes más interesantes de esta centuria y su relaciones con la capital gala. El trabajo de Fumaroli es una pequeña obra de arte no apta para francófobos. Como el propio autor señala en su prólogo, “Este libro es un paseo al azar por los encuentros entre franceses y extranjeros, en un siglo XVIII en el que los franceses se sienten en todas partes como en su casa, en el que París es la segunda patria de todos los extranjeros y en el que Francia es objeto de la curiosidad general de los europeos […] También haremos un viaje a través de la Europa de aquel entonces, y sus diferentes capitales: se partirá de París y de Versalles, a las que volveremos a menudo, pero también nos encontraremos en Londres, en Roma, en Berlín, en Dresde, en Viena, en San Petersburgo y en Varsovia, ciudades donde los individuos no apartan los ojos de París y de Versalles, como si estuvieran allí”.
No obstante el chauvinismo habitual de los intelectuales franceses, acentuado cuando hablan de sus viejas glorias, la obra de Fumaroli es espléndida. Está compuesta por un sinfín de pequeños retratos que, a modo de teselas, conforman en su conjunto un excelso mosaico del Siglo de las Luces y de la mentalidad de sus protagonistas. Muchos de los personajes que aparecen serán fácilmente reconocidos por el lector (Voltaire, Catalina la Grande, Gustavo III de Suecia o Benjamin Franklin), mientras que otros son completos desconocidos para el no especialista (Hermann—Mauricio de Sajonia, Francesco Algarotti, la marquesa du Deffand, William Beckford, Luigi Antonio Caraccioli o Hans Axel de Fersen, por citar solo a algunos). Todos ellos tuvieron, sin embargo, algún nexo con Francia y se sintieron cautivados por la fuerza arrolladora de sus luces. También tienen en común su pertenencia a la aristocracia o al mundo de las artes, pues, a pesar de los avances que trajo la Ilustración, la República de las Letras sólo estuvo al alcance de unos pocos privilegiados. El académico francés concluye cada capítulo con la reproducción de algunos pasajes de la correspondencia o de los escritos del personaje retratado, en los que queda condensada su filosofía de vida.
Entre semblanza y semblanza emerge la Europa del siglo XVIII. Fumaroli deja retazos, casi siempre con París como protagonista, de las peculiaridades de la mentalidad de la época. Sirvan estas citas como botón de muestra: “Ahora bien, París es, para Chesterfield, la escuela del donaire, es Citerea. Sus salones, sus cenas, sus teatros, sus fiestas, sus intrigas galantes, su ciencia de la alegría y de los placeres, siguen siendo para él, en 1750, otros tantos síntomas paradójicos de una superioridad disimulada, que sorprende tanto más cuanto que sabe adoptar con desarmante naturalidad la máscara femenina de la gracia voluptuosa”; y “Frivolidad y filosofía son las dos ubres de las Ilustración. La verdadera filosofía del siglo de Luis XV era tal vez su amable frivolidad, y la peor de las frivolidades, su filosofía. Fue, en cualquier caso, por la frivolidad y no por la filosofía por lo que el París del siglo XVIII consiguió sin esfuerzo alguno reducir al resto de Europa a la condición de provincia, dependiente y sometida a las modas, a las agudezas, a las maledicencias, a la animación de las tablas y a los incidentes entre bastidores del teatro social parisino. Una aristocracia que sabía divertirse con ingenio marcó la pauta, a distancia, a todos los demás, que ignoraban el secreto de distraerse, y lo pedían a París”.
Marc Fumaroli plasma un París y, por extensión, una Europa confiada, culta, ingeniosa y cosmopolita. A través de los distintos testimonios vemos cómo la sociedad de aquella época no difería tanto de la actual en cuanto a preocupaciones, esperanzas e ilusiones; aunque los hábitos han cambiado, los impulsos que los mueven han permanecido invariables. Quizás la figura que mejor condense y personifique este período sea Voltaire (varias semblanzas están relacionadas con François-Marie Arouet, nombre real del pensador francés). Voltaire se carteó con la flor y nata de la sociedad europea y, a pesar de los encontronazos que tuvo con diferentes soberanos, al final de su vida gozó de una fama pocas veces igualada; era reverenciado por casi todos y a él acudían constantemente filósofos, escritores, damas de la Corte y artistas. Sus escritos condensan el espíritu del Siglo de las Luces: lúcido, racional, con una carga de ironía, muy crítico con la superstición y la intolerancia, vivo, confiado e incluso un punto petulante.
No siempre es fácil reseñar este tipo de obras. Marc Fumaroli ha publicado un ensayo peculiar, a camino entre la historia de las ideas y la historia de la cultura, poliédrico y anárquico pero a la vez con una innegable coherencia interna. El lector debe ir encajando las fichas del puzle para tener una visión de conjunto, aunque por separado cada semblanza tenga identidad propia. La calidad técnica y narrativa del texto está fuera de duda, cada palabra está cuidada y sentida, nada sobra y nada falta (a pesar de que es una obra voluminosa de más de seiscientas páginas). No es un libro para cualquiera (al lector ocasional le resultará algo denso), pero aquellos que ya estén más curtidos sabrán apreciar la joya que tienen entre sus manos. El académico francés ha conseguido construir un armonioso relato a partir de las experiencias e impresiones de una pléyade de personajes que guiaron la República de las Letras durante el Siglo de las Luces.
Marc Fumaroli (Marsella, 1932), catedrático de la Sorbona y del Collège de France, ha dedicado gran parte de su carrera al estudio de la retórica y de la literatura francesa. Entre sus obras destacan sus ensayos El Estado cultural (2007), Las abejas y las arañas (2008), París – Nueva York – París (2010), La diplomacia del ingenio (2011) y La República de las Letras (2013), y sus ediciones de Cartas a su hijo, de Lord Chesterfield (2006), y de Amor y vejez, de Chateaubriand (2008).
*Publicado por la editorial Acantilado, septiembre 2015.