España imaginada. Historia de la invención de una nación
Tomás Pérez Vejo

¿Qué es una nación? ¿Cómo se construye la identidad de una nación? Somos conscientes de que al comenzar esta reseña con ambas preguntas probablemente hayamos puesto en guardia al lector. Algunos ya habrán desenvainando la espada, utilizada en interminables lances oratorios, para ensartarnos al primer desliz que cometamos; otros ya tendrán una idea preconcebida de esta página y considerarán cualquier cosa que a continuación digamos resultado de nuestro sesgo ideológico; un último y nutrido grupo habrá dejado de leernos, hastiado de esta recurrente querella. En los tiempos que corren hablar de nación es hablar de un concepto que abarca connotaciones políticas, sociales, ideológicas, históricas y culturales que van más allá del mero ejercicio didáctico de definir el término. Las constantes alusiones a la “nación” en la arena política han provocado que el vocablo se vacíe de significado y que cada uno lo rellene interesadamente con sus propios dogmas. Por desgracia, el debate académico ha dado paso al debate político en el que la nación es utilizada como arma arrojadiza y como instrumento para definir posiciones ideológicas.

¿Cuándo nace la nación española? Otra pregunta igual de controvertida. Algunos defenderán que se remonta a tiempos inmemoriales, otros dirán que a 1469 cuando contraen matrimonio los Reyes Católicos, otros a 1648, a 1715 o 1812 y no faltarán quienes directamente negarán que exista tal cosa como una nación española. Los problemas aparejados a la propia definición del término dificultan precisar su origen. Resulta evidente que fijar una fecha concreta tiene más de simbólico que de real. Es grotesco pensar que un buen año los españoles nos despertamos sintiéndonos una nación, como sería descabellado pensar que la Revolución Francesa fue un movimiento espontáneo originado en la primavera de 1789. La construcción de una nación es un proceso lento, complejo y abstracto en el que, por supuesto, el Estado o los poderes fácticos pueden intervenir activamente, pero la fuerza que genera ese sentimiento de pertenencia es más profunda que las meras maniobras oficiales.

FUSILAMIENTO DE TORRIJOSExiste cierto consenso (aunque en esta cuestión la unanimidad o la anuencia mayoritaria es una quimera) que sitúa el punto de partida de España como nación en el siglo XIX. La Constitución de 1812, por ejemplo, dedica el capítulo primero a la “Nación española” y su primer artículo establece que “La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”. Más allá de las controversias terminológicas y técnicas, lo cierto es que a partir del siglo XIX el Estado llevó a cabo un intenso proceso de reafirmación de la identidad nacional. Entre los diferentes mecanismos que las instituciones españolas utilizaron, el profesor Tomás Pérez Vejo analiza en su obra, España imaginada. Historia de la invención de una nación*, el uso de las imágenes y de los cuadros históricos como vehículos para canalizar el programa de construir la “nación”. Así de contundente se muestra el autor: “La nación, entendida como una comunidad natural formada por los que tienen el mismo origen, lengua y costumbres, es básicamente un mito de origen, la fe compartida en un relato que, a pesar de lo que quiere el pensamiento nacionalista, no es una emanación espontánea del espíritu de los pueblos, sino una construcción erudita difundida por grupos especializados en el imaginario de una comunidad

Que se haya situado el siglo XIX como génesis de la nación española no quiere decir que España no existiese hasta entonces; tan sólo implica que fue a partir de esta centuria cuando nuestro país reúne los requisitos del Estado-nación (que, por supuesto, están lejos de ser objetivos). La influencia de las ideas románticas, la caída del Antiguo Régimen y las revoluciones de finales del siglo XVIII impulsaron este ideario político que terminó por consolidarse en las décadas siguientes. Tomás Pérez Vejo explica en la introducción de su libro el período que abarca su trabajo: “Este libro reconstruye y explica la imaginación de una de estas naciones, España, a partir de la crisis de uno de aquellos imperios anacionales, la Monarquía Católica. El proceso se inició con un primer y extraño intento de convertir el imperio en nación […] y concluyó con la imaginación de otra formada sólo por el conjunto de reinos y señoríos europeos de la vieja Monarquía. El resultado fue una comunidad política fruto de la historia pero que, como toda nación, se quiere al margen de ella”.

Para estudiar cómo se proyectó esta construcción de la nación española, Pérez Vejo acude al mundo de las imágenes y en concreto a los cuadros de temática histórica. Durante el siglo XIX el Estado fue el principal mecenas de la industria cultural y utilizó su influencia para “educar” al pueblo. Hasta bien entrada la segunda mitad del diecinueve el arte se concebía como un instrumento pedagógico, ajeno a nuestros actuales cánones estéticos, y se convirtió en uno de los mecanismos más eficientes para modelar la identidad nacional. Los cuadros de historias permitían a las instituciones transmitir los valores y principios que se querían inculcar a la sociedad, además de potenciar unos mitos y leyendas de nuestro pasado sobre los que asentar el presente. De esta forma se creaba un relato homogéneo y coherente (aunque variaba según quien estuviese en el gobierno) con un protagonista, la nación, y un objetivo, la plena realización del ser nacional.

Para construir su imaginería los pintores acuden a todo tipo de fuentes, entre las que destaca la obra del historiador Modesto Lafuente, Historia general de España. Como señala Tomás Pérez Vejo, existe una correspondencia, casi exacta, entre el discurso ideológico de Lafuente y el relato de la nación en la pintura de la historia. La visión que el historiador decimonónico tenía de nuestro pasado nos sirve, por tanto, para resumir las principales características de las representaciones artísticas de aquel momento. En palabras del autor, “El historiador de los liberales imagina la historia de España como una gran saga en la que la nación española, una especie de heroína romántica, atraviesa los siglos con momentos de esplendor y decadencia, pero siempre fiel a sí misma y aun espíritu nacional en el que se funden indigenismo, romanismo y goticismo”. La pintura hace suya estas premisas y los cuadros que se presentarán a las exposiciones nacionales de Bellas Artes buscaron captar este sentimiento. Al final muchos de estos lienzos acabarán por convertirse en la “imagen oficial” de algunos los grandes acontecimientos de nuestra historia.

La obra de Pérez Vejo se estructura en dos apartados diferenciados pero irremediablemente unidos. El primero engloba los dos capítulos iniciales (“La filiación nacional (I): España antes de España” y “La filiación nacional (II): nacimiento, muerte y resurrección”) y consiste en un repaso cronológico de nuestra historia a través de los cuadros pintados durante el siglo XIX. La herencia clásica, la llegada de los visigodos, la Reconquista medieval, los Reyes Católicos, el Imperio o el siglo XVIII son analizados desde la óptica de las pinturas. A Pérez Vejo no le interesa tanto la historia real como la imagen que los artistas decimonónicos querían transmitir de nuestro pasado. La forma de presentar algunos episodios, la incidencia de ciertos temas frente a la omisión de otros o el simbolismo de ciertas figuras interesa más al autor que el simple análisis historiográfico del cuadro. Por ejemplo, llama la atención cómo se optó más por potenciar el carácter “indigenista” de la Península (Viriato y Numancia son temas recurrentes) frente a la influencia romana o griega; o cómo se presenta a los Austrias, especialmente a Carlos I y Felipe II, como responsables de la decadencia española y antítesis de los logros de los Reyes Católicos.

El segundo bloque abarca los capítulos restantes (“Una nación imperial: guerreros, descubridores y conquistadores”, “Monarquía, catolicismo y unidad nacional”, “Libertad e independencia: carácter y destino de una nación” y “Una nación, una cultura, un carácter nacional”). Pérez Vejo abandona el eje cronológico y se adentra en el temático. Cada capítulo analiza alguno de los rasgos comunes que se querían plasmar en las pinturas de historia del siglo XIX. La imagen de un pueblo de guerreros, el carácter imperial de nuestro pasado, el valor y la abnegación de los conquistadores, la identificación entre nación y catolicismo, la potenciación de la cultura nacional (Cervantes y el Quijote sobresalen por encima del resto de artistas) o el amor a la independencia son algunos de los principios que predomina en los cuadros estudiados en el presente trabajo.

CUADRO RENDICION DE GRANADA - FINALLa obra concluye con el siguiente interrogante: ¿La historia de un fracaso? Tras haber recorrido un largo camino, Pérez Vejo se cuestiona si el esfuerzo de las instituciones decimonónicas ha servido para algo, si cumplieron su objetivo. Con gran coherencia el autor no da una respuesta definitiva (solo un insensato postularía afirmaciones categóricas y más en este tema) y considera que, a pesar de la aparición de nacionalismos periféricos a finales del siglo XIX y del desastre de 1898, se consiguió modelar un relato unitario de la nación que cuajó en la sociedad. Sin embargo, dicho relato duró poco y la Guerra Civil y el franquismo echaron por tierra lo conseguido. Así lo expresa el propio Tomás Pérez Vejo: “Todo esto permitiría afirmar que el fracaso de la construcción de una identidad nacional en España, suponiendo que quepa hablar de fracaso, habría que atribuirlo más al siglo XX que al XIX”. La apropiación del franquismo del discurso decimonónico provocó que tras su caída se repudiase la imagen de identidad nacional que había defendido (“La consecuencia de todo lo anterior fue que el rechazo al franquismo se confundió con el rechazo a España”). La Transición construyó un ideario alternativo (mejor o peor es ya otro debate) en el que se produjo “una paulatina y creciente ‘deshistorización’ de España y ‘sobrehistorización’ de regiones y nacionalidades”.

La obra de Tomás Pérez Vejo no dejará a nadie indiferente y probablemente avivará un debate ya de por sí candente. La actualidad de algunos de los planteamientos que aparecen en el libro está fuera de toda duda y el lector se dará cuenta inmediatamente de cómo aunque pasen los años, las técnicas de las élites para influenciar a los pueblos rara vez cambian. El enfoque, muy original, nos acerca a la construcción de la identidad española desde un punto de vista poco frecuente: las imágenes. Aunque la pintura se haya venido utilizando como instrumento de propaganda desde tiempos inmemoriales, los pintores decimonónicos tuvieron que crear un nuevo discurso en pocos años dejando atrás centurias de pintura cortesana. Así lo explica el propio autor en las últimas palabras de su libro: “Imaginaron España, y con ello dieron respuesta a uno de los retos más acuciantes del nacimiento de la modernidad: definir un nuevo sujeto de soberanía capaz de legitimar un poder que ya no se podía ejercer por la gracia de Dios sin en nombre de la nación”.

Tomás Pérez Vejo es profesor-investigador en la Escuela Nacional de Antropología e Historia de México. Licenciado en Ciencias de la Información, Sociología y Ciencias Políticas, es doctor en Geografía e Historia por la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido profesor invitado, entre otras instituciones académicas europeas y americanas, en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España, la Universidad de Lyon, la Universidad Nacional de Colombia y la Universidad de Cantabria. Autor de numerosas publicaciones sobre nación y nacionalismo, procesos de construcción nacional en el mundo hispánico y usos políticos de las imágenes, entre sus obras se pueden citar los libros Nación, identidad nacional y otros.

*Publicado por la editorial Galaxia Gutenberg, septiembre 2015.