Es un tópico recordar que el único himno del mundo que hace alusión a un rey extranjero es el de los Países Bajos, cuyas referencias al monarca español son bien explícitas. No se trata de una anécdota menor. El Wilhelmus, como se le conoce, se compuso en el siglo XVI, lo que le convierte en uno de los himnos nacionales más antiguos (si no el más antiguo). Su origen se halla en la rebelión de parte de los Países Bajos contra Felipe II, en 1572, levantamiento que fue el germen de la conocida como Guerra de los Ochenta años. La guerra concluyó con la independencia de las Provincias Unidas y el desmoronamiento de la autoridad imperial española en el continente europeo, tras los acuerdos de Münster y Westfalia. Para los Países Bajos, este momento supone un hito germinal en su historia. De ahí que hayan conservado el himno compuesto para Guillermo de Orange, cabecilla de la revuelta.
Sobre la Guerra de los Ochenta Años se ha escrito hasta la saciedad. Fue uno de los conflictos más importantes de la Edad Moderna y en él participaron, de forma directa o indirecta, las principales potencias europeas del momento. Nadie se libró de tomar partido. De hecho, otro famoso conflicto de aquella época, la Guerra de los Treinta Años, está estrechamente unido y a veces se solapan ambas contiendas. Si para los Países Bajos tuvo una importancia considerable, para la Monarquía Hispánica no fue un conflicto menor. Drenó las arcas imperiales y consumió una ingente cantidad de recursos y de hombres que, a la postre, agotaron las fuerzas hispanas y la condujeron a perder la guerra. Fue una derrota por extenuación, porque en el campo militar ninguno de los participantes logró imponerse nunca de forma definitiva. Las grandes victorias se veían empañadas por dolorosas derrotas.
Cuando una flota, conocida como los Mendigos del mar, se hizo con el control de la ciudad holandesa de Briel, nadie imaginaba que décadas después, en 1648, los rebeldes lograrían zafarse del dominio español. La toma de ese puerto supuso el inicio de la rebelión que se extendió como la pólvora por el norte de los Países Bajos e hizo que tropas protestantes se movilizasen en Francia y Alemania, poniendo en jaque a las fuerzas hispanas en la región. Lo que en apariencia era un pequeño golpe de mano en una zona poco importante se convirtió en una rebelión abierta contra el ejército más poderoso de Occidente. ¿Cómo pudo ocurrir un hecho así? ¿Cómo lograron los rebeldes extender tan rápidamente su poder y dónde encontraron sus apoyos? ¿Por qué resultó tan difícil a las fuerzas hispanas frenar el empuje holandés?
A estas y a otras tantas preguntas trata de dar respuesta Àlex Claramunt Soto en su excelente trabajo Es necesario castigo. El duque de Alba y la revuelta de Flandes*. La obra explora los primeros años de la rebelión de los Países Bajos, poniendo el foco en la actuación del Fernando Álvarez de Toledo, III duque de Alba, gobernador de aquellos territorios y uno de los militares más experimentados y con mejor reputación de la época. Los aciertos, pero también los numerosos errores que cometió el duque en la política seguida en los Países Bajos, nos ayudan a comprender el trasfondo de un conflicto militar en el que se mezclaban las guerras de religión, el descontento de un pueblo por la hambruna y los impuestos, una nobleza ambiciosa y levantisca y los problemas de un ejército poderoso, pero con tendencia a la insubordinación por los continuos impagos.
Como explica el autor, “En 1572, la población de los Países Bajos, mayoritariamente católica, tuvo que elegir entre ponerse del lado de Alba y sus tropas o de Guillermo de Orange y los mendigos del mar. Tal y como señaló J. J. Woltjer, las ciudades de Holanda podrían haberse defendido ante los mendigos del mar si hubiesen querido, pero tal era la impopularidad del duque y de la administración real que sus habitantes optaron por abrir las puertas a los corsarios. Esto se repitió en muchas ciudades y villas de otras provincias, desde Frisia y Overijssel hasta Flandes y Brabante. Es cierto que también hubo algunas ciudades, como Ámsterdam o Midelburgo, que se distinguieron por su lealtad al rey, pero, en la práctica, las únicas de las que Alba podía saber con certeza que no abrirían las puertas a los rebeldes eran aquellas que albergaban guarniciones de tropas reales, en especial si estas eran españolas. Aquellos meses de 1572 y 1573 evidenciaron hasta qué punto la desafección hacia la administración real y el clero católico se habían extendido en los años previos entre la población, así como el fracaso de las políticas de Alba para asegurar la lealtad de los neerlandeses”.
Las rebeliones no surgen de forma espontánea, ni triunfan porque sí. Detrás hay una serie de factores que empujan a un conjunto de la sociedad a levantarse contra su gobernante legítimo. Entender por qué sucedió así en los Países Bajos ocupa la primera parte del libro de Àlex Claramunt. En esos capítulos, el autor disecciona el contexto sociopolítico de la región, las decisiones que adoptó el duque de Alba en su cargo como gobernador y los prolegómenos de la revuelta. No existió un motivo único para justificar la insurrección neerlandesa, sino una superposición de causas de las que se aprovecharon un grupo de “aventureros” que, en circunstancias normales, habrían sido derrotados rápidamente.
Las miradas sobre este “desastre” se dirigen a la política seguida por nuestro protagonista, el duque de Alba, quien actuó sin contemplaciones y no supo ganarse la simpatía del pueblo. Siglos después, con la perspectiva que da el tiempo, podemos valorar los errores que cometió en aquellos años y criticar algunas de sus decisiones, pero no debemos olvidar la complejidad de su labor y los riesgos a los que se enfrentaba.
Una vez analizadas las causas de la revuelta, el libro se adentra en el desarrollo de la contienda, pasando revista a las acciones tanto de los rebeldes como de las tropas españolas. Tras unos primeros pasos titubeantes, el ejército real logró engrasar la maquinaria bélica y dominar, más o menos, la situación hasta detener el empuje de los neerlandeses dirigidos por Guillermo de Orange. Las victorias de Mons y Harlem apagaron un incendio que estuvo a punto de descontrolarse de forma irremediable. Sin embargo, numerosas localidades se sumaron a los insurrectos, especialmente al norte de la región, en las zonas costeras de Holanda. El duque de Alba no dudó en emplear mano dura, lo que en ocasiones favoreció la rendición de ciertos grupos, pero en otras avivó la rebelión. La obra analiza las distintas campañas y el movimiento de tropas, así como las batallas y escaramuzas más destacadas. Al final del mandato del duque, puede decirse que la partida acabó en tablas, aunque con cierta ventaja para los rebeldes, quienes, a pesar de haber visto reducido su empuje militar, lograron hacerse con el control de varias regiones, lo que les permitió continuar su ofensiva en los años venideros.
Concluimos con esta reflexión del autor: “Si bien disponemos de excelentes trabajos de investigación académica en torno a la Guerra de Flandes, los orígenes de esta siguen sin estar del todo claros para el público español, condicionado por visiones simplistas o sesgadas de largo recorrido, dada la histórica mitificación de la Monarquía Católica con finalidades patrióticas. En los tiempos actuales de exaltación nacionalista, estos discursos falsarios reciben más atención en el ámbito divulgativo que la crítica razonada. Poco importa que la exaltación de la España imperial, de la monarquía de los Austrias, se realice en beneficio de ideologías ostensiblemente contrarias tanto al universalismo que promovió dicha monarquía, como a la existencia de múltiples particularismos –políticos y culturales– que la caracterizó. La hazaña, la gesta, desplazan así la reflexión mesurada. Por ello, resulta más sencillo y gratificante atribuir el estallido de la rebelión a la supuesta deslealtad de los neerlandeses que analizar sus verdaderas causas. Ya los cronistas españoles del siglo XVI se inclinaron, en general, por señalar la difusión del protestantismo y la ambición de la nobleza flamenca como sus motivos principales, soslayando causas más directas y prosaicas reconocidas por los gobernantes y consejeros reales”.
Àlex Claramunt Soto (Barcelona, 1991), director de Desperta Ferro Historia Moderna, es graduado en Periodismo y doctor en Medios, Comunicación y Cultura por la Universidad Autónoma de Barcelona. Es autor de Rocroi y la pérdida del Rosellón (2012) y Farnesio, la ocasión perdida de los Tercios (2014), además de diversas colaboraciones en obras colectivas. Ha sido responsable de los textos del libro Los Tercios y de la coordinación de la obra colectiva Lepanto. la mar roja de sangre, en el que también firma uno de los capítulos. Ha formado parte del consejo editorial del Foro de Historia Militar el Gran Capitán y trabajado varios años en el diario El Mundo.
*Publicado por Desperta Ferro, marzo 2023.