La expresión “el pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla” (atribuida a Cicerón y a tantos otros) tiene la impertinente manía de cumplirse muy a menudo. El enfervorecido nacionalismo que condujo al planeta a dos guerras mundiales hace menos de un siglo, y que parecía sepultado entre las ruinas de ambas, vuelve a resurgir con fuerza, impulsado por los mismas mentiras e intereses que nos arrastraron entonces al caos y a la muerte. Quienes defienden con ahínco sus nuevas proclamas o bien desconocen las consecuencias que sus principios pueden provocar o bien, sabedores de ellas, las asumen implícitamente, porque solo se preocupan de sus propios intereses. Ya sea por uno u otro motivo, si lograran imponer su voluntad, las consecuencias podrían ser funestas para nuestro futuro. La mejor manera de combatirlas es la educación, unas férreas convicciones, mano derecha, buen hacer y más educación. Luchar contra la mentira en un mundo donde el sentimiento se ha impuesto a la razón no resulta fácil, pero es necesario.
Como la mayoría de las ideologías o de los principios políticos, y con las reservas que inmediatamente han de hacerse, el nacionalismo no tendría por qué ser, de suyo, un planteamiento nocivo. Se podrá estar de acuerdo o no con sus premisas, muchas de ellas incoherentes, pero la teoría no es, en cuanto tal, “mala”. Los problemas surgen al corromper sus postulados y hacerse un uso interesado de ellos. Es entonces cuando todo descarrila y aparecen movimientos racistas, identitarios y segregadores que, en manos equivocadas, pueden conducirnos al desastre, como la historia ha demostrado. La importancia que esta ideología atribuye a los sentimientos y a la cultura, por encima de la razón, permite que la manipulación y la falsedad se impongan con facilidad.
El nacionalismo tiene una historia corta, pero muy intensa, cuyas raíces intenta rastrear el profesor y ensayista Luis Gonzalo Díez en El viaje de la impaciencia. En torno a los orígenes intelectuales de la utopía nacionalista*. Un viaje a principios del siglo XIX, cuando un joven Johann G. Herder empezó a proclamar unas ideas novedades y rupturistas con las precedentes, incluidas las de sus contemporáneos.
Así explica el autor la finalidad de su obra: “Mi objetivo, en una clave de historia de las ideas y desde el caso particular de Johann G. Herder, es intentar comprender de qué manera el argumento nacionalista fue utilizado en las batallas de la Ilustración radical para deslegitimar el absolutismo. La Ilustración que encarna Herder se habría terminado consolidando como una plataforma ideológica antiabsolutista diferente de la apuntalada por un Sieyès o un Thomas Paine. Pues, y esto me parece esencial, Herder promovió su ataque contra el absolutismo no desde la razón, como los autores citados, sino desde la historia; no desde categorías políticas centradas en la remodelación de la idea de poder, sino desde categorías culturales pretendidamente ajenas a la lógica del poder, siempre autoritaria y elitista a juicio del pensador alemán. Su filosofía de la historia atribuye al Volk, a la identidad cultural y lingüística del pueblo, un potencial crítico y emancipador equiparable a los discursos revolucionarios de la soberanía popular, la representación política y los derechos del hombre y el ciudadano”.
El libro, por tanto, gira en torno a la figura del pensador germano. La mayor parte del trabajo se centra en desentrañar sus postulados, en comprender cuál era el sentido de “cultura” que construye y cómo se engarza dentro de la filosofía de la época (comparándola con las reflexiones de Paine o Sieyès, por ejemplo). Herder se convierte, de este modo, en el eje del análisis que Gonzalo Díez realiza del significado ideológico del nacionalismo. Su investigación versa sobre el lugar que ocupa dentro de las ideologías contemporáneas y sobre la relación que mantiene con ellas, fundamentalmente con el liberalismo que empezaba a germinar en aquellos años, de la mano de la Razón y de la Ilustración. Estamos, por tanto, ante una obra de fuerte carga intelectual que, sin requerir grandes conocimientos de filosofía, requiere del lector atención, interés y cierta práctica en este tipo de escritos. Eso sí, su atractivo es indudable, pues nos ayuda a comprender las raíces de uno de los principales males de nuestro siglo.
El autor pasa revista, pues, a la filosofía de Herder, quien, por cierto, fue también uno de los padres, junto con Goethe, del movimiento literario Sturm und Drang, precursor del romanticismo. Algunos de los principios que condensan la esencia del nacionalismo hederiano, ampliamente desarrollados en la obra, son la defensa de la singularidad de los pueblos y de las culturas, la visión del lenguaje como elemento clave de la identidad cultural, la crítica acerba del racionalismo ilustrado y un humanitarismo pacifista. Para Luis Gonzalo, Herder sería un intelectual impaciente, insatisfecho y marginal en un mundo que le dio la espalda. La suma de estos atributos le convierten en “una atalaya privilegiada para entender el fenómeno nacionalista en sus orígenes”.
La crítica al nacionalismo actual está presente, en especial en el epílogo titulado “El nacionalismo como política de dominación”. En estas últimas páginas, el autor critica el mal uso que se ha hecho de los principios planteados por Herder. Pone el foco en aquellos “insatisfechos políticos” que esperan que la “realidad se amolde a sus expectativas” y que no dudan en utilizar un “melancólico” origen para justificar sus propios intereses. Son ellos quienes han utilizado el utopismo del pensador alemán, que precisamente huía del poder y se revolvía contra los planteamientos estatistas del Antiguo Régimen y del racionalismo, para intentar acceder a ese mismo poder, manipulando los elementos afectivos y subversivos del nacionalismo. En definitiva, convirtiendo el pasado y la historia en mera propaganda.
Concluimos con esta reflexión de Luis Gonzalo, que sintetiza el espíritu de su trabajo y la conexión con nuestro presente: “La mezcla de dicha exuberancia con las particulares circunstancias del medio alemán y con el carácter desapacible e infeliz de Herder ayudaría a explicar la singularidad y trascendencia de uno de los orígenes intelectuales del nacionalismo. Del cual, en este ensayo, me interesa más su proceso de fabricación que el producto finalmente resultante. Un nacionalismo discursivamente en formación, pero aún no formado, cuya misma y heteróclita materia constitutiva (la empleada por Herder en su laboratorio de ideas) puede ayudar a entender la indeterminación de dicha ideología, los infinitos usos políticos a los que cabe destinarla, las, en fin, muchas y, a veces, opuestas caras del nacionalismo. Que, como sabemos por la historia, puede esgrimirse como un instrumento de liberación o de dominación, de vertebración del Estado o de desmembración del Estado, de pluralismo cívico o de homogeneización étnica. Un misterio que Herder amasó con la audacia ingenua y bienintencionada de un ilustrado radical, de un reformador de la humanidad”.
Luis Gonzalo Díez (Madrid, 1972) es ensayista y profesor de Humanidades en la Universidad Francisco de Vitoria. Sus intereses como investigador se centran en la historia de las ideas políticas contemporáneas y en la novela europea de los siglos XIX y XX, leída desde los conflictos y antagonismos de la modernidad. Es autor de La soberanía de los deberes (2003), Anatomía del intelectual reaccionario (2007), Los convencionalismos del sentimiento (2009), La barbarie de la virtud (2014), El liberalismo escéptico (2016).
*Publicado por Galaxia Gutenberg, enero 2018.