«La historia no está escrita como ha sido experimentada, ni debiera estarlo. Los que habitaron el pasado saben mejor que nosotros cómo era vivir en él, pero no estaban bien situados, la mayoría de ellos, para comprender qué les estaba pasando y por qué. Cualquier imperfecta explicación que podamos ofrecer de lo que tuvo lugar antes de nuestro tiempo depende de las ventajas de la retrospectiva, incluso aunque esta sea en sí misma un obstáculo insuperable para una completa empatía con la historia que estamos tratando de comprender. Cada forma de los acontecimientos pasados depende de una perspectiva tomada en el lugar y en el tiempo; todas ellas son verdades parciales, aunque algunas adquieran una credibilidad más duradera«.
Así comienza la obra de Tony Judt El peso de la responsabilidad*, en la que el historiador británico estudia la influencia en la vida política e intelectual francesa de tres de los personajes más importantes del siglo pasado: Léon Blum, Albert Camus y Raymond Aron. De fondo encontramos la Francia de entreguerras y de la posguerra sumida en la confusión y en un constante intento por reencontrar su identidad.
El siglo XX supuso un duro despertar al pueblo francés; si durante siglos Francia había sido el principal referente de la política y de la cultura europeas, la Primera Guerra Mundial cambiará para siempre el juego de fuerzas. Alemania, Estados Unidos o la Unión Soviética ocuparon el lugar dejado por las antiguas potencias coloniales y Francia tardó más de medio siglo en asimilar su nueva posición en el mundo. Durante ese período la sociedad francesa vivió bajo una gran inestabilidad y los últimos años de la Tercera República lo atestiguan: los gobiernos se iban sucediendo a ritmo acelerado sin que ninguno de ellos pudiese dar soluciones a largo plazo de los graves problemas que afectaban a la nación. Incluso el Frente Popular, que aunaba a los partidos de izquierda, acabó por claudicar a causa de la situación económica. El inicio de la guerra, la fácil victoria nazi y la imposición del régimen de Vichy ahondaron aun más la crisis identitaria francesa, que tampoco pudo resolver el triunfo aliado y la proclamación de la Cuarta República.
Tony Judt, en la introducción de su obra, hace un pequeño repaso de la situación del país galo durante el período que comprende desde el final de Primera Guerra Mundial hasta el desenlace de la Guerra de Argelia y destaca tres «formas de irresponsabilidad colectiva e individual» que condicionaron su vida pública durante esos años. La primera de ellas es la política. Los dirigentes franceses, especialmente durante el período de entreguerras, no supieron afrontar (o comprender) las transformaciones que se estaban produciendo en la sociedad y esta falta de comprensión, sumada a su propia incompetencia, les llevó a adoptar medidas equivocadas, tanto en los asuntos domésticos como en política exterior.
La segunda forma de «irresponsabilidad», señala Judt, es la moral. El compromiso de muchas personalidades para luchar contra los males del fascismo y sus mecanismos de poder no tuvo la misma fuerza cuando, una vez lograda la victoria aliada, los comunistas o sus afines mantuvieron ciertas actitudes en sus represalias contra los seguidores de la Francia de Vichy o en la defensa del régimen impuesto por Stalin.
Por último, la tercera forma de «irresponsabilidad» era la imputable a los intelectuales franceses, quienes buscaron «reflejar las fisuras políticas y culturales de su entorno, y hacerse eco de ellas de la manera más convencional, en lugar de contribuir a enderezar la atención nacional hacía otras sendas más prometedoras«. Judt considera que los intelectuales galos centraron sus esfuerzos en debates banales y espurios, obviando aquellos problemas que afectaban de raíz al sistema político de la República.
La importancia que el historiador inglés atribuye a los intelectuales franceses no es casual. En pocos países la voz de sus grandes pensadores ha ejercido tanto ascendiente sobre la opinión pública como en Francia y, a la inversa, son pocos los Estados en los que sus intelectuales han participado de forma tan activa en los asuntos públicos. De ahí que el estudio de las posiciones (y opiniones) adoptadas por las distintas «familias» de maîtres à penser sea tan importante para comprender el desarrollo de la vida francesa durante la primera mitad del siglo XX. Tony Judt aborda este análisis de una manera peculiar, a través del estudio «de tres franceses que vivieron y escribieron a contracorriente de esas tres épocas de irresponsabilidad» y que «desempeñaron un papel importante en la Francia de su tiempo aunque su vida discurrió por una tangente ligeramente incómoda para sus contemporáneos«.
Todo aquel que tenga un poco de inquietud conoce a Léon Blum, a Albert Camus y a Raymond Aron. Son tres de las figuras más destacadas del pasado siglo, sus escritos modelaron el pensamiento de gran parte de la sociedad occidental y hoy son referentes indiscutibles de la cultura. Pero una vez leída la obra de Judt descubrimos rasgos que quizás desconocíamos y que fueron comunes a los tres. El principal de ellos: la integridad para defender sus convicciones personales por encima de cualquier tipo de presión, aunque ello les supiera la soledad o la marginación de sus iguales. En palabras del autor, «lo que hace interesantes a estos hombres es su compartida cualidad de valentía moral (y, como suele pasar, física), su disposición para tomar posturas no contra sus oponentes políticos o intelectuales –todos los hicieron, con demasiada frecuencia-
Tony Judt comienza su relato con Léon Blum. De los tres es el que tuvo mayor repercusión en la política francesa (y por esta razón quizás sea el menos conocido para el público español). Fue el principal líder del Partido Socialista francés en el período de entreguerras, cabeza del Gobierno del Frente Popular en el año 1936 y Presidente de la República en 1947. Los orígenes de Blum, no obstante, distan mucho de la posición que llegó a ocupar. Comenzó siendo crítico literario pero pronto se dedicó al mundo del derecho. Trabajó durante veinticinco años en el Conseil d’État, especializándose en derecho administrativo. El caso Dreyfus le acercó a la política y a los socialistas franceses de Jean Jaurès. En 1920 se hace con las riendas del Partido Socialista y logra sobrevivir al Congreso de Tours, tras enfrentarse a los comunistas (una constante a lo largo de su vida), quienes se escinden y forman su propio partido. Elegido diputado a la Asamblea Nacional, su oportunidad de gobernar le llega con el Frente Popular; la crisis económica y la guerra abocan, sin embargo, su proyecto al desastre. Hecho prisionero durante la guerra (estuvo en varios campos de concentración), tras la victoria aliada es nombrado Presidente de la República pero pronto será relegado por una nueva generación de políticos.
Hemos destacado los principales hitos de la vida de Léon Blum dejando al lado una cuestión de especial trascendencia: era judío. Hay que tener en cuenta el momento en que nos encontramos. El antisemitismo está muy extendido por toda Europa, no era algo exclusivo de la Alemania nazi, y elegir a un primer ministro judío era, cuanto menos, controvertido: de hecho, fueron muchos los altercados que se produjeron tras su nombramiento.
A lo largo del capítulo que Tony Judt dedica al dirigente francés («Léon Blum y el precio de la transigencia«) los principales temas tratados son la relación entre los comunistas y Blum, las decisiones, acertadas o no, que adoptó durante su gobierno (en especial las concernientes a la inacción frente a la amenaza alemana), sus convicciones socialistas y los últimos años de su vida en que intentaba enderezar la maltrecha República francesa. Concluye Judt que «la vida de Blum y su trayectoria pública son un espejo colocado ante su país, que refleja mucho de lo mejor y de lo peor de la Francia del siglo XX. Él representó con firmeza el ideal francés de una república universal, igualitaria y con conciencia cívica«.
Tras Blum, Tony Judt aborda el estudio del escritor Albert Camus («Albert Camus y las incomodidades de la ambivalencia«). Nacido en el seno de una familia humilde en Argelia, su educación no transcurrió, como solía suceder con los intelectuales de su época, entre las Écoles Supérieures o la agrégation, sino de un modo más modesto, lo que no le impidió hacerse un hueco en el panorama literario francés. Durante la Segunda Guerra Mundial participó activamente en la Resistencia como periodista clandestino. En la década de los cuarenta publicó dos de sus obras más importantes: El extranjero y La peste. En 1957 le fue concedido el premio Nobel de literatura, cuando en Francia se consideraba que su carrera literaria ya había acabado y su prestigio estaba en retroceso.
Judt, quien considera a Camus más como un «moralista» que un intelectual, centra su atención en tres aspectos de su vida. El primero de ellos, la actitud que adoptó frente a la independencia de Argelia: a diferencia de la mayoría de los intelectuales franceses, que estaban a favor de dicha independencia y denunciaban los abusos cometidos por el gobierno de la metrópoli, el escritor guardó silencio y no se posicionó, pidiendo que se alcanzara un acuerdo entre las partes involucradas. El segundo es el enfrentamiento de Camus con Sartre tras la publicación de la obra El hombre rebelde. Por último, su distanciamiento con el partido comunista, que no le perdonó su apoyo a las revueltas húngara y polaca. Citando nuevamente a Judt: «La paradójica consecuencia de la insistencia de Camus sobre la multiplicidad de las verdades fue que, en un tiempo de relativismo moral y político, se convirtió en un aislado defensor de valores absolutos y de innegociables éticas públicas«.
En último lugar Judt se ocupa de quien posiblemente haya sido el intelectual más relevante de Francia en el anterior siglo, Raymond Aron. También de origen judío, fue un alumno brillante que obtuvo el primer puesto en su examen de agrégation de filosofía y posteriormente un doctorado en filosofía de la historia. En estos años conocerá a Sartre, amigo (aunque luego se enemistaron) y oponente a lo largo de su vida. Al comenzar la guerra se alistó en el ejército pero tras la derrota francesa se refugió en Inglaterra donde se unió a los French Free y trabajó para el periódico France Libre. Retomó la actividad docente a su vuelta a París y destacó como articulista en el diario Le Figaro. En 1955 publica su obra más importante El opio de los intelectuales que le granjeó, por igual, admiración y resentimiento entre sus colegas.
Aron fue, además de una mente de lucidez irrepetible, un verso suelto dentro del mundo intelectual francés. Si lo habitual era que las personalidades de la cultura gala se orientasen hacía la izquierda, Aron se mantuvo como gran referente de la derecha (quizás sea más exacto decir de los liberales). Sus opiniones le hicieron quedar, en cierto modo, aislado del resto de sus iguales, lo que no impidió que su prestigio fuese aumentando. Judt se ocupa, por supuesto, de los planteamientos liberales de Aron pero no les confiere demasiada importancia pues para el historiador inglés sus principales logros fueron: su continua lucha por traer a primer plano los verdaderos problemas que acechaban a la República francesa, su obstinado enfrentamiento con el marxismo (y por extensión con el comunismo), su relación con de Gaulle y los motivos que llevaron a apoyarle en un primer momento; y el realismo y la claridad con que afrontaba los turbulentos acontecimientos que se producían en su entorno.
En las últimas palabras del libro que Judt destaca que «Aron no era un moralista. Pero toda su trayectoria constituyó una apuesta por la Razón contra la Historia, y en la medida en que la ha ganado, será reconocido con el tiempo como el mayor inconformista intelectual de su época y el hombre que puso los cimientos para un nuevo rumbo del debate público francés.».
Tony Judt (1948-
*Publicado por la Editorial Taurus, enero 2014.