La historia y la ciencia no siempre han mantenido las mejores relaciones. La tradicional dicotomía entre letras y números ha provocado, en no pocas ocasiones, que humanistas y científicos no hayan aunado esfuerzos para progresar en sus estudios. Aun siendo esta una afirmación más bien simplista y, probablemente, algo desenfocada, lo cierto es que científicos y hombres de letras han cultivado habitualmente sus disciplinas en compartimentos estancos, sin adentrarse en el campo del otro. Cuando esa desconfianza queda atrás, lo que no siempre se consigue, los avances suelen ser extraordinarios. La ciencia sin historia se reduce a una sucesión de formulaciones matemáticas, químicas o físicas que nos ayudan a comprender el cosmos y el porqué de las cosas, pero que nada nos dice de adónde vamos y de dónde venimos. La historia sin ciencia es una mera enumeración de hechos y de interpretaciones, carentes de otro apoyo que no sea la capacidad retórica del historiador para convencernos de la validez de su hipótesis. Ambas se necesitan y complementan.
¿Dónde situamos el punto de partida de la humanidad y, con ella, de la historia del hombre? ¿Cuándo empieza la historia y cuándo termina la ciencia? Ambas preguntas, recurrentes en la historiografía, tienen difícil respuesta. Normalmente, los libros de prehistoria comienzan su andadura con la aparición del australopithecus o de algunos de sus predecesores, hace cuatro millones de años. Ahora bien, la vida en la Tierra es mucho más antigua, por no hablar de la del universo ¿Podemos considerar a este período también parte de nuestra historia? Dejamos que el lector dé su propia respuesta.
La obra del físico estadounidense Sean Carroll, El gran cuadro. Los orígenes de la vida, su sentido y el universo entero* se incardina en ese poliédrico género de obras que todo lo engloba y cuya finalidad es explicar nuestra propia existencia, en cuanto seres vivos y como participantes minúsculos que, al cabo, somos de un universo (¿infinito?). Todas las disciplinas, por tanto, aparecen retratadas, antes o después, en el libro: la física cuántica, la bioquímica, la neurobiología, la filosofía y, por supuesto, la historia sirven a Carroll para tratar de resolver los grandes interrogantes que la humanidad lleva milenios planteándose. No se asusten, es una obra divulgativa, destinada al gran público, que busca ser accesible a todos. Lo que no le impide tratar de los campos cuánticos, la teoría de cuerdas, el funcionamiento de los aminoácidos o la estadística bayesiana, entre otras materias igual de complejas. Pocos trabajos abordan cuestiones tan difíciles con una prosa y una aproximación tan sencilla y elegante.
Así resume el físico americano el propósito de su obra: “Tenemos dos objetivos por delante. El primero es explicar la historia de nuestro universo y por qué pensamos que es cierta; es decir, la imagen completa tal y como la entendemos ahora: «el gran cuadro». Es un concepto fantástico. Los seres humanos somos masas de barro organizado que, a través del funcionamiento impersonal de los patrones de la naturaleza, hemos desarrollado la capacidad de contemplar, apreciar y comprometernos con la intimidante complejidad del mundo que nos rodea. Para poder comprendernos a nosotros mismos, tenemos que entender la materia de la que estamos hechos, lo que significa que tenemos que ahondar mucho en el campo de las partículas, fuerzas y fenómenos cuánticos, sin mencionar la espectacular diversidad de maneras en que esas piezas microscópicas pueden ensamblarse para formar sistemas organizados capaces de sentir y pensar. El otro objetivo consiste en ofrecer un poco de terapia existencial. Quiero sostener que, aunque somos parte de un universo que se rige por leyes impersonales subyacentes, sin embargo, importamos”.
Carroll utiliza el estilo tan propio de los divulgadores americanos, que mezclan historias personales, anécdotas curiosas y un lenguaje directo, para explicar teorías sumamente enrevesadas. El físico estadounidense deja claro desde el primer momento el planteamiento “ideológico” (si es que podemos definirlo como tal) sobre el que construirá su relato. Lo denomina “naturalismo poético”, que se encarga de definir con estas palabras: “El naturalismo poético es una filosofía de libertad y responsabilidad. El mundo natural nos proporciona las materias primas de la vida y tenemos que esforzarnos en comprenderlas y aceptar las consecuencias. El desplazamiento de la descripción a la prescripción, de decir qué ocurre a emitir un juicio sobre lo que debería pasar, es algo creativo, es una acción fundamentalmente humana. El mundo solo es el mundo, desplegándose según los patrones de la naturaleza, libre de cualquier atributo crítico. El mundo existe; la belleza y la bondad son cosas que introducimos en él”.
El libro no se circunscribe únicamente al origen del universo, su propósito es mucho más ambicioso. El Big Bang (o lo que sucediera un microsegundo antes) es tan solo el punto de partida de un viaje que recorre el cosmos y las leyes que lo definen, que alcanza a la Tierra y a las fuerzas que originaron la vida, y que llega hasta el hombre y su conciencia, cuestionándose por el camino la existencia de Dios y del libre albedrío del ser humano. Por muy peliagudas que sean esas cuestiones, Carroll no deja ninguna atrás. Se zambulle en ellas sin ambages y sin temor a dar su opinión personal (que será compartida por muchos y rechazada por otros tantos). Lo hace, además, utilizando como principal herramienta la razón, sin que en sus explicaciones haya lugar para la magia, la fe o lo extraordinario.
La obra se divide en seis grandes bloques, divididos, a su vez, en distintos epígrafes. En el primero (“Cosmos”), se examinan algunos aspectos importantes del universo del que somos una pequeña parte. En el segundo (“Comprender”), se explica cómo deberíamos proceder para entenderlo. Carroll nos ofrece, en este apartado, un conjunto de descripciones entrelazadas, basadas en algunas ideas fundamentales, que encajan para formar un planeta de creencias estables. A continuación, en “Esencia”, el físico estadounidense analiza el mundo tal como es en realidad, centrándose en las leyes fundamentales de la naturaleza. En el cuarto bloque (“Complejidad”), describe cómo la materia se organiza en configuraciones intricadas, capaces de captar y usar información de sus entornos, proceso cuyo resultado es la vida misma. El siguiente bloque (“Pensar”) está dedicado al enigma de la conciencia y a los avances de la neurociencia, intentando desvelar cómo funciona el pensamiento en el interior de nuestros cerebros. Por último, en “Preocuparse” se afronta “el problema más difícil de todos, el de cómo construir sentido y valores en un cosmos carente de un propósito trascendente”.
Aunque en Metahistoria no solemos reseñar libros como el de Carroll, alguna vez es interesante adentrarse en terrenos desconocidos, bucear en nuevas ideas y afrontar dudas a las que no estamos acostumbrados. Abórdenlo, así lo hemos hecho nosotros, como un reto intelectual, como un intento por comprender aquello que va más allá de lo que perciben nuestros sentidos. Conocer el origen de todo es, al fin y al cabo, la gran pregunta del ser humano (a la que probablemente jamás daremos una respuesta definitiva).
Concluimos con estas palabras del autor: “Somos pequeños; el universo es grande. No viene con un manual de instrucciones. No obstante, hemos descubierto un asombroso montón acerca de cómo funcionan las cosas en la práctica. Aceptar el mundo como es, hacer frente a la realidad con una sonrisa y convertir nuestras vidas en algo valioso, resultan una clase distinta de reto”.
Sean Carroll es cosmólogo, físico y profesor investigador en el Instituto Tecnológico de California. Escribe asiduamente en diversas revistas de ciencia y suplementos como Nature, The New York Times, Sky & Telescope y New Scientist. Su charla TED cuenta con más de un millón de visualizaciones. Es miembro de la American Physical Society y ha sido ganador del premio Andrew Gemant, así como de la prestigiosa beca de investigación Guggenheim. Es autor de La partícula al final del universo (2013) y Desde la eternidad hasta hoy (2015).
*Publicado por Pasado&Presente, febrero 2017. Traducción de Antonio Iriarte.