POLIFEMO - EL CONDE DUQUE DE OLIVARES

El conde duque de Olivares. La búsqueda de la privanza perfecta
Manuel Rivero Rodríguez

Don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares y duque de Sanlúcar la Mayor, es una de esas figuras de la historia de España que parece tener un magnetismo especial, de modo que atrae sobre sí la atención de cada una de las sucesivas generaciones de historiadores. Manuel Rivero Rodríguez ha sucumbido a esa fuerza magnética y nos brinda con su obra El conde duque de Olivares. La búsqueda de la privanza perfecta su versión del valido de Felipe IV, versión que no dejará de suscitar controversias entre los especialistas.

El autor toma como premisa que la imagen de Olivares, tal como nos ha sido transmitida por relevantes historiadores, se ha desfigurado, lo que “obliga a examinarlo sin prejuicios, a la luz de nuevos documentos y nuevas informaciones”. Reconoce, no obstante, que su trabajo “no hubiera sido concebido ni planteado sin los importantes trabajos de historiadores como Elliot, Domínguez Ortiz, Parker o Tomás y Valiente”, aunque él propone un planeamiento diferente. El Olivares que nos brinda está “alejado de la pasión de mandar con que lo caracterizó Marañón y aún más lejos del hombre de estado en una época de crisis retratado por Sir John Elliot”.

Desde el punto de vista historiográfico, el primer capítulo (El conde duque en la memoria y en la Historia) es un modelo de diálogo del autor con sus antecesores, que no debería faltar en ningún trabajo de estas características. Se pasa en él revista a la visión que de Olivares tuvieron sus contemporáneos, envuelta ya en una polémica de diatribas y alabanza a cargo de cronistas y publicistas, unos y otros interesados (o pagados) las más de las veces; a la “relectura ilustrada” que de nuestro protagonista se hizo tras la Guerra de Sucesión, destacando su pretendido proyecto centralista; y a la “percepción contemporánea”, que sustituiría su calificación de tirano por la de verdadero estadista (“ese Churchill español retratado por sir John. H. Elliot”).

La interpretación canónica de la figura del conde duque como hombre de Estado que ha prevalecido, derivada, según Rivero, “de haber seguido ciegamente el paradigma canovista y sus ramificaciones en Marañón o Elliot”, se basaría en unos cimientos no tan sólidos como pudiera parecer, sobre todo a la vista de las dudas sobre la discutible autoría e importancia real del Gran Memorial, al que seguiría el proyecto de la Unión de Armas. Para Rivero, ni uno ni otro documento prueban que Olivares tuviera, como se le atribuye, un programa centralizador de gran alcance.

El propósito de Rivero consiste, pues, en depurar la imagen de Don Gaspar de Guzmán, separando el grano de la paja. Por decirlo con sus propias palabras: “En el caso del conde duque es tal la cantidad de información dudosa a la que se ha de hacer frente que hay que estudiarlo como si se restaurara una antigua pintura muy mal tratada por el tiempo y sucesivos propietarios que han modificado su función. Hay que limpiarla quitando la suciedad, los barnices que alteran el color y el dibujo, hay que distinguir los añadidos, las rectificaciones y los repintes hechos por varias manos, las ocultaciones, los recortes, los raspados, las pérdidas…todo ello para restablecer los pigmentos originales y poder ver el cuadro como lo contemplaron los contemporáneos a su creación”.

A partir de estas premisas, los seis capítulos del libro van desgranando los correlativos períodos de la vida política de Olivares, para culminar con un epílogo. Lo hacen no como una biografía más, sino al hilo de los sucesos en que se vio envuelto, tantas veces, como protagonista. Su nuevo “estilo de valimiento” se impuso paulatinamente, pues “el conde duque no se hizo dueño de todo cuando falleció Felipe III. Fue en el invierno de 1622 a 1623 cuando pudo empezar a hacer realidad esa idea”. Su mensaje era rigorista, en sintonía con las convicciones de su tío Baltasar de Zúñiga y en contraste con la corrupción que había caracterizado al equipo del duque de Lerma, cuya figura más visible sería Don Rodrigo Caderón (ejecutado en 1621), al final del reinado de Felipe III.

Como es lógico, la parte central del libro versa sobre la política “exterior” (si es que se puede emplear esa palabra para designar la defensa de los intereses dinásticos de la Monarquía Hispana, que por entonces agrupaba a Portugal y su imperio ultramarino). Bajo el título “Guerra y contribución de los Reinos” se pasa revista a la estrategia heredada, en el marco de la guerra de los 30 años; a la frustrada alianza con Inglaterra (el fracaso del matrimonio de Carlos de Estuardo, príncipe de Gales, con Doña María de Austria); a las relaciones, inicialmente amistosas, con Francia y a la propia estrategia de Olivares, para quien “la principal prioridad de gobierno era garantizar la segura posesión de los estados del soberano”.

VELAZQUEZ CONDE DUQUE DE OLIVARES

Las cargas que esta política imponía, sobre todo a Castilla (el programa de Olivares intentaba sumar a los demás Reinos al levantamiento de aquellas), eran evidentes, dada la extensión de los dominios de Felipe IV. Con todo, no se planteaba otra política económica: “si la había, no tenía más objeto que garantizar las funciones de la realeza y movilizar recursos militares”. Para Rivero, “Olivares había heredado una política exterior que contaba con unos compromisos ineludibles, no cuestionaba ni la intervención en Bohemia, ni en la Valtellina, ni la reanudación de la guerra en los Países Bajos, pero además asumiría nuevos retos al ampliar el numero de enemigos a Inglaterra, lo que significaba aumentar el gasto de manera muy abultada”.

En cuanto a la política interior, Rivero aborda la delicada cuestión del modelo territorial descentralizado, a la vez que subraya la reforma del sistema institucional, con la que Olivares pretendía cambiar el régimen tradicional de los Consejos por unas nuevas Juntas “más eficaces frente a la incompetencia, corrupción, lentitud y rigidez” de aquellos. Frente a la visión supuestamente centralizadora que se le ha atribuido, Olivares habría sido, según Rivero, mucho más moderado, prefiriendo “dejar el gobierno a los naturales de la provincia”. En los capítulos dedicados a estas cuestiones aparecen, inevitablemente, las tensiones entre unos grupos y otros dentro de la Corte, pudiéndose hablar de una verdadera oposición (en la que militaría, por un tiempo, Francisco de Quevedo) a los designios del conde duque.

Los éxitos militares en el exterior (las victorias de Breda y la recuperación de Bahía, en el Brasil, por solo citar dos de los más renombrados) no lograban ocultar los graves problemas que acechaban a la Monarquía Católica, cuya eclosión tendría lugar en 1640. Rivero analiza y pone en su contexto tanto los sucesos de Portugal como los de Cataluña, en unas páginas cuyo interés para el lector de hoy son innegables (sobre todo para conocer exactamente las causas del levantamiento en Cataluña, con las tropas de Luis XIII en la frontera).

El relato del hundimiento de Olivares sirve al autor para aventurar sus propias explicaciones, vinculando la caída del todopoderoso valido a la falta de respaldo, cuando no hostilidad, de las autoridades eclesiásticas ante los proyectos y las decisiones de aquel: “Una Monarquía Católica precisaba para su buen fin la conciliación y la concordia con la Iglesia, pero desde el Papa hasta los obispados más lejanos del impero se acusaba precisamente todo lo contrario. […] Todo carecía de sentido si todo el esfuerzo que se empleaba en la defensa de la fe no se correspondía con la Iglesia”. Sorprende a Rivero, con razón, que no se haya prestado hasta ahora más atención a la falta de apoyo del Papado, que para él sería uno de los factores clave de la crisis, ya desde septiembre de 1639.

En suma, el trabajo de Manuel Rivero nos ofrece, con una sólida base documental y con unas apreciables referencias bibliográficas, una mirada distinta sobre el conde duque, que a no pocos les hará dudar, cuando menos, de la que hasta ahora prevalecía. Su lectura, por lo tanto, es de extraordinario interés y dará paso, con seguridad, a nuevas investigaciones. Quizás en una futura edición del libro podría evitarse alguna repetición de pasajes (por ejemplo, la parte final del capítulo IV se transcribe literalmente en la página 215 del siguiente) y, sobre todo, verificar la corrección tipográfica de la puntuación, pues, en algunas ocasiones, no es fácil delimitar cuándo empieza una frase y cuándo acaba otra. Son pequeños errores que no desmerecen, en absoluto, la relevante calidad del contenido.

Concluimos con estas palabras de Rivero en el epílogo de su libro: “Todo se resumía en un solo problema: Oivares. El valido había subordinado todo a una sola cosa: la guerra. Para obtener la victoria todos los reinos, la Iglesia, las ciudades, los nobles, las órdenes militares, los estamentos en su conjunto, todos los súbditos y vasallos debían sacrificarlo todo para la victoria definitiva, que se asociaba con el triunfo de la fe”.

Manuel Rivero Rodríguez es catedrático acreditado de Historia Moderna de la Universidad Autónoma de Madrid y director del Instituto Universitario la Corte en Europa, de esa misma universidad. Especialista en el estudio de las relaciones entre España e Italia durante el Renacimiento y la Edad Moderna, entre sus obras se cuentan La Edad de oro de los virreyes (Madrid, 2011) y La Monarquía de los Austrias. Historia del Imperio español (Madrid, 2017).

*Publicado por Ediciones Polifemo, colección la Corte en Europa, febrero 2018.